Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Durante la primera semana de agosto se apaciguó poco a poco el huracán y la atmósfera recobró la calma, que parecía haber perdido para siempre. Bajó la temperatura, el frío volvió a ser muy intenso y la columna termométrica descendió a 80 Fahrenheit bajo cero (22°centígrados bajo cero).
El 3 de agosto se hizo una excursión proyectada desde algunos días a la parte sudeste de la isla, hacia el pantano de los Tadornes. Los cazadores deseaban atacar la caza acuática que establecía allí sus cuarteles de invierno: patos silvestres, cercetas y otras aves pululaban en aquellos parajes.
En esta expedición no solamente tomaron parte Gedeón Spilett y Harbert, sino también Pencroff y Nab. Sólo Ciro Smith, pretextando un trabajo, se quedó en el Palacio de granito.
Los cazadores tomaron el camino del puerto del Globo para ir al pantano, después de haber prometido regresar por la tarde;
Top
y
Jup
les acompañaban. Cuando pasaron el puente del río de la Merced, el ingeniero lo levantó y se volvió a casa con el pensamiento de llevar a cabo el proyecto, para el cual había querido quedarse solo.
Su proyecto consistía en explorar minuciosamente el pozo interior, cuya boca se abría al nivel del corredor del Palacio de granito y que comunicaba con el mar, puesto que en otro tiempo había dado paso a las aguas del lago.
¿Por qué
Top
daba vueltas alrededor de aquel orificio? ¿Por qué lanzaba tan extraños ladridos, cuando se acercaba a aquel pozo, estimulado por cierta especie de alarma? ¿Por qué
Jup
acompañaba a
Top
en esa especie de ansiedad? ¿Tenía aquel pozo otra ramificación además de la comunicación vertical con el mar? ¿Se ramificaba de algún modo hacia otras partes de la isla? Esto era lo que Ciro Smith deseaba saber y, para saberlo, quería empezar por estar solo. Había resuelto intentar la exploración del pozo durante una ausencia de sus compañeros y se le presentaba la ocasión de hacerlo.
Era fácil bajar hasta el fondo del pozo empleando la escalera de cuerda, que ya no se usaba desde la instalación del ascensor, y cuya longitud era suficiente. Esto hizo el ingeniero: arrastró la escalera de cuerda hasta la boca del pozo, cuyo diámetro medía unos seis pies, y la dejó desarrollarse, después de haber atado sólidamente su extremo superior. Luego encendió una linterna, tomó su revólver, se colgó un machete al cinturón y comenzó a bajar los primeros tramos.
Por todas partes la pared estaba lisa; algunas puntas de roca salían de trecho en trecho y por medio de ellas hubiera sido realmente posible a un ser ágil subir hasta la boca del pozo.
Esta fue la observación que hizo el ingeniero; pero, recorriendo con cuidado con la linterna aquellos salientes, no encontró ninguna señal, ninguna rozadura que pudiera inducir a creer que hubiesen servido para escalar.
Bajó más, alumbrando con su linterna todos los puntos de la pared.
No vio nada sospechoso.
Cuando llegó a los últimos tramos, sintió debajo de sí la superficie del agua, que estaba entonces perfectamente tranquila. Ni a su nivel ni en ninguna otra parte del pozo se abría corredor alguno lateral que pudiera ramificarse por el interior de la masa de granito. El muro que Ciro Smith golpeó con el puño del machete sonaba lleno. Era un granito compacto, a través del cual ningún ser viviente había podido abrirse camino. Para llegar al fondo del pozo y subir después hasta la boca, era absolutamente necesario pasar por aquel canal, siempre sumergido, que le ponía en comunicación con el mar a través del subsuelo pedregoso de la playa, y esto no era posible sino para animales marinos. En cuanto a la cuestión del sitio adonde iba a parar aquel canal, el punto del litoral o de la profundidad bajo las olas donde terminase, era imposible resolver.
Ciro Smith, terminada su exploración, volvió a subir, retiró la escalera, tapó de nuevo el brocal y se dirigió, pensativo, al salón del Palacio de granito, diciendo entre sí:
"¡Nada he visto y sin embargo aquí hay algo!"
Aquella tarde volvieron los cazadores, que habían hecho muy buena caza, y venían cargados, es decir, con la carga que podían buenamente llevar cuatro hombres.
Top
traía una ristra de cercetas alrededor del cuello, y
Jup,
un cinturón de gallinetas de agua alrededor de su cuerpo.
—Aquí tenemos, amo —exclamó Nab—, entretenimiento para algún tiempo: conservas, pasteles, agradable reserva, pero alguien me tiene que ayudar. ¿Cuento contigo, Pencroff?
—No, Nab —contestó el marino—; el aparejo del barco me reclama y por ahora tendrás que pasarte sin mi ayuda.
—¿Y usted, señor Harbert?
—Yo mañana tengo que ir a la dehesa —contestó el joven.
—Entonces me ayudará el señor Spilett.
—Por complacerte, Nab —repuso el periodista—; pero te prevengo que, si me descubres tus recetas, las voy a publicar.
—Como usted guste, señor Spilett —respondió Nab—; como usted guste.
Y así fue como al día siguiente Gedeón Spilett se convirtió en ayudante de cocina de Nab y quedó instalado en su laboratorio culinario.
Pero antes el ingeniero le había manifestado el resultado de la expedición del pozo realizada la víspera y sobre este punto el corresponsal fue de la misma opinión de Ciro: “que, aunque nada había encontrado, quedaba, sin embargo, un secreto”.
Los fríos continuaron todavía durante una semana, y los colonos abandonaron el Palacio de granito sólo para cuidar el corral. La vivienda estaba perfumada con los olores que exhalaban las sabias manipulaciones de Nab y del corresponsal, pero no todo el producto de la caza del pantano se transformó en conserva. Aquel frío intenso conservaba perfectamente la carne: se comieron patos silvestres y otras carnes frescas y se declararon superiores a todos los animales acuáticos del mundo conocido.
Durante aquella semana, Pencroff, ayudado por Harbert, que manejaba hábilmente la aguja del velero, trabajó con tal ardor, que quedaron terminadas las velas de la embarcación.
La cordelería de cáñamo no faltaba gracias al aparejo que se había encontrado con la cubierta del globo. Los cables, las cuerdas de la red, todo aquello formaba un excelente material, del cual sacó el marino muy buen partido. Las velas fueron guarnecidas de fuertes relingas y aún quedaba para fabricar las drizas, los obenques, las escotas, etc. En cuanto a los motones, por consejo de Pencroff y mediante el torno que se había instalado, fabricó Ciro Smith los necesarios. Se acabó el aparejo mucho antes que estuviera concluido el barco.
Pencroff hizo también una bandera azul, roja y blanca, cuyos colores habían sido suministrados por ciertas plantas tintóreas muy abundantes en la isla; pero a las treinta estrellas, que representaban los Estados de la Unión, que resplandecen en el pabellón norteamericano, el marino añadió una más,
la estrella de la isla Lincoln,
porque ya consideraba su isla como unida a la gran República.
—Y si no de hecho, lo estaba, al menos, de corazón —decía.
Entretanto se enarboló aquel pabellón en la ventana central del Palacio de granito y los colonos le saludaron con tres hurras.
La estación fría tocaba a su término, y parecía que aquel segundo invierno iba a pasar sin incidente grave, cuando en la noche del 11 de agosto la meseta de la Gran Vista se vio amenazada de una devastación completa.
Después de un día de mucho trabajo, los colonos dormían profundamente, cuando, hacia las cuatro de la mañana, se despertaron sobresaltados al oír los ladridos de
Top.
El perro no ladraba aquella vez cerca de la boca del pozo, sino en el umbral de la puerta y se echaba sobre ella como si quisiera derribarla.
Jup
también por su parte daba gritos agudos.
—¿Qué hay,
Top?
—exclamó Nab, que fue el primero que se despertó.
El perro continuaba ladrando con furor.
—¿Qué pasa? —preguntó Ciro Smith.
Y todos, vestidos apresuradamente, se precipitaron hacia las ventanas de la habitación y las abrieron.
Se presentó ante sus ojos una capa de nieve, que apenas parecía blanca en aquella oscurísima noche. No vieron nada, pero oyeron singulares ladridos que resonaban en la oscuridad. La playa había sido invadida por cierto número de animales que las tinieblas impedían distinguir.
—¿Qué es eso? —exclamó Pencroff.
—Lobos, jaguares o monos —contestó Nab.
—¡Diablos! ¿Pueden llegar a lo alto de la meseta? —dijo el corresponsal.
—¿Y nuestro corral? —exclamó Harbert—. ¿Y nuestra plantación?
—¿Por dónde han pasado? —preguntó Pencroff.
—Sin duda por el puentecillo de la playa que alguno de nosotros habrá olvidado levantar —contestó el ingeniero.
—En efecto —dijo Spilett—; recuerdo que dejé echado el puente...
—¡Buena la ha hecho usted, señor Spilett! —exclamó el marino.
—Lo hecho, hecho está —sentenció Ciro Smith—. Ahora atendamos lo que hay que hacer.
Tales fueron las preguntas y respuestas que se cruzaron rápidamente entre Ciro Smith y sus compañeros. Era indudable que el puentecillo había dado paso a aquellos animales que habían invadido la playa, y cualesquiera que fuesen, subiendo por la orilla izquierda del río de la Merced, podían llegar a la meseta de la Gran Vista; por consiguiente, era preciso ganarles en celeridad, y combatirlos si se ostinaban en pasar.
—¿Pero qué animales son ésos? —preguntó Pencroff por segunda vez en el momento en que los ladridos resonaban con más fuerza.
Aquellos ladridos hicieron estremecer a Harbert, acordándose de haberlos oído en su primera visita a las fuentes del arroyo Rojo.
—¡Son culpeos, son zorras! —dijo.
—¡Adelante! —exclamó el marino.
Y todos, armándose de hachas, de carabinas y de revólveres, se precipitaron en la banasta del ascensor y bajaron a la playa.
Los culpeos son animales peligrosos, cuando hay muchos e irritados por el hambre; sin embargo, los colonos no vacilaron en arrojarse en medio de ellos, y sus primeros tiros de revólver, lanzando rápidos relámpagos en la oscuridad, hicieron retroceder a los primeros asaltantes.
Lo que importaba era impedirles subir a la meseta de la Gran Vista, porque entonces las plantaciones y el corral habrían quedado a merced suya e inevitablemente habrían producido estragos inmensos, tal vez irreparables, sobre todo en lo que se refería al campo de trigo. Pero, como la invasión de la meseta no podía efectuarse sino por la orilla izquierda del río de la Merced, bastaba oponer a los culpeos una barrera insuperable en la estrecha porción de la orilla del río comprendida entre éste y la muralla de granito.
Así lo comprendieron todos y por orden de Ciro Smith se apresuraron a dirigirse al sitio designado, mientras la bandada de culpeos se movía y saltaba en la oscuridad.
Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert, Pencroff y Nab se colocaron de forma que presentaban una línea infranqueable.
Top,
abriendo sus formidables mandíbulas, precedía a los colonos, e iba seguido de
Jup,
armado de un garrote nudoso, que blandía como una maza.
La noche era muy oscura y no se veía a los agresores, sino los fogonazos de las descargas, cada una de las cuales hacía indudablemente por lo menos una víctima. Las zorras debían ser más de ciento y sus ojos brillaban como carbones encendidos.
—¡No hay que dejarlas pasar! —exclamó Pencroff.
—No pasarán —contestó el ingeniero.
Pero si no pasaron no fue por falta de tentativas. Las últimas filas empujaban a las primeras y hubo que sostener una lucha incesante a tiros de revólver y a hachazos. Muchos cadáveres de culpeos debían cubrir ya el suelo, pero la banda no parecía disminuir, sino al contrario, se renovaba sin cesar por el puentecillo de la playa.
En breve los colonos tuvieron que luchar cuerpo a cuerpo y no dejaron de recibir algunas heridas, aunque ligeras por fortuna. Harbert, de un tiro, había libertado a Nab, sobre cuya espalda acababa de caer un culpeo como hubiera podido hacerlo un tigre.
Top
peleaba con verdadero furor, saltando al cuello de las zorras y estrangulándolas.
Jup,
armado de su garrote, daba palos de ciego a todas partes, y en vano se le quería detener. Dotado sin duda de una vista que le permitía penetrar en aquella oscuridad, estaba siempre en lo más duro del combate y lanzaba de cuando en cuando un silbido agudo, que era la señal de alegría. En ciertos momentos se adelantó tanto, que al fogonazo de un tiro de revólver se le pudo ver rodeado de cinco o seis grandes culpeos, a los cuales hacía frente con la mayor sangre fría.
La lucha debía concluir en ventaja para los colonos, aunque fuera al cabo de dos horas largas de resistencia. Los primeros resplandores del alba determinaron sin duda la retirada de los asaltantes, que huyeron hacia el norte, pasando el puentecillo, y Nab corrió inmediatamente a levantarlo.
Cuando la claridad iluminó suficientemente el campo de batalla, los colonos pudieron contar unos cincuenta cadáveres esparcidos por la arena.
—¿Y
Jup?
—exclamó Pencroff—. ¿Dónde está
Jup?
El orangután había desaparecido. Nab le llamó y por primera vez
Jup
no respondió al llamamiento de su amigo.
Todos se pusieron en busca de
Jup,
temiendo encontrarlo entre los muertos. Se examinó el sitio de los cadáveres, que manchaban la nieve con su sangre, y encontraron a
Jup
en medio de un verdadero montón de culpeos, cuyas mandíbulas y espinazos rotos manifestaban haber estado en contacto con el terrible garrote del intrépido animal. El pobre
Jup
tenía en la mano un pedazo de su estaca rota, pero, privado de su arma, había sido derribado por el número de enemigos y tenía en su pecho profundas heridas.
—¡Está vivo! —exclamó Nab, que se había inclinado sobre él.
—Lo salvaremos —repuso el marino—, lo cuidaremos como a uno de nosotros.
Parecía que
Jup
lo había entendido, porque reclinó su cabeza sobre el hombro de Pencroff, como para darle las gracias. El marino también estaba herido, pero sus heridas, lo mismo que las de sus compañeros, eran insignificantes, porque gracias a sus armas de fuego casi siempre habían podido mantener la distancia conveniente entre ellos y sus agresores. Solamente el orangután tenía heridas graves.