La isla misteriosa (13 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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A la mañana siguiente, después de un frugal desayuno, compuesto de tragopán asado, el ingeniero subió a la cima del volcán para observar con atención la isla en que podrían estar prisioneros toda su vida, si se hallaba situada a mucha distancia de la tierra y no se encontraba en la ruta de los barcos que visitaban los archipiélagos del océano Pacífico.

Sus compañeros lo siguieron en su nueva exploración. También querían ver la isla que había de subvenir en lo sucesivo a todas sus necesidades.

Serían aproximadamente las siete de la mañana, cuando Ciro Smith, Harbert, Pencroff, Gedeón Spilett y Nab abandonaron el campamento.

Indudablemente tenían confianza en sí mismos, pero el punto de apoyo de esta confianza no era el mismo en Ciro que en sus compañeros. El ingeniero tenía confianza, porque se sentía capaz de arrancar a aquella naturaleza salvaje todo lo necesario para su vida y la de sus compañeros, y éstos no temían nada precisamente porque Ciro estaba con ellos. Esta diferencia se comprenderá fácilmente. Pencroff, sobre todo, desde el incidente del fuego no había desesperado un instante, aun cuando se encontraba sobre una roca desnuda, si el ingeniero estaba con él en aquella roca.

—¡Bah! —decía—. Hemos salido de Richmond sin permiso de las autoridades, y un día u otro saldremos de un lugar donde nadie nos detiene.

Ciro Smith siguió el mismo camino que la víspera. Dieron la vuelta al cono por la meseta en que se apoyaba hasta la boca de la enorme grieta.

El tiempo era magnífico. El sol brillaba en un cielo purísimo y cubría con sus rayos todo el flanco oriental de la montaña.

Llegaron al cráter. Era tal como el ingeniero lo había entrevisto en la oscuridad, es decir, un embudo que iba ensanchándose hasta una altura de mil pies sobre la meseta. Al pie de la grieta, anchas y espesas capas de lava serpenteaban por las laderas del monte y marcaban el camino con materias eruptivas hasta los valles inferiores, que formaban la parte septentrional de la isla.

El interior del cráter, cuya inclinación no pasaba de treinta y cinco a cuarenta grados, no presentaba dificultades ni obstáculos para la ascensión. Se encontraban en él señales de lavas muy antiguas, que probablemente se derramaban por la cima del cono antes que aquella grieta lateral les hubiese abierto una nueva vía.

En cuanto a la chimenea volcánica, que establecía la comunicación entre las capas subterráneas y el cráter, la vista no podía calcular su profundidad, porque se perdía en las tinieblas; pero no había duda sobre la extinción completa del volcán.

Antes de las ocho, Ciro Smith y sus compañeros se hallaban reunidos en la cima del cono, sobre una eminencia cónica que tenía en su borde septentrional.

—¡El mar! ¡El mar por todas partes! —exclamaron, como si sus labios no hubieran podido contener aquellas frases que los convertían en insulares.

El mar, en efecto, la inmensa sabana de agua circular les rodeaba. Tal vez subiendo a la cima del cono, Smith tenía la esperanza de descubrir alguna costa, alguna isla cercana, que la víspera no pudo ver por la oscuridad; pero nada apareció en los límites del horizonte, es decir, en un radio de cincuenta millas. ¡Ninguna tierra, ninguna vela! Aquella inmensidad estaba desierta y la isla ocupaba el centro de una circunferencia que parecía infinita.

El ingeniero y sus compañeros, mudos e inmóviles, recorrieron con la mirada en algunos minutos todos los puntos del océano; registraron aquel océano hasta sus más extremos límites, pero Pencroff, que poseía un poderoso poder visual, no vio nada y ciertamente, si hubiese aparecido alguna tierra, aunque sólo hubiera sido bajo forma de un tenue vapor, el marino la hubiera visto, porque eran dos verdaderos telescopios lo que la naturaleza había puesto bajo el arco de sus cejas.

Del océano dirigieron sus miradas sobre la isla, cuya totalidad dominaban, y la primera pregunta salió de labios de Gedeón:

—¿Qué extensión puede tener esta isla?

Realmente no parecía mucha en medio de aquel inmenso océano.

Ciro reflexionó un instante, observó atentamente el perímetro de la isla, teniendo en cuenta la altura a que se hallaba situada, y dijo luego:

—Amigos, creo no equivocarme dando al litoral de la isla un perímetro de más de cien millas.

—¿Y de superficie?

—Es muy difícil calcularla —replicó el ingeniero—, porque está caprichosamente ondulada.

Ciro no se había engañado en su cálculo, pues la isla tenía aproximadamente la misma extensión que la de Malta o la de Zarte en el Mediterráneo; pero a la vez mucho más irregular y menos rica en cabos, promontorios, puntas, bahías, ensenadas o abras. Su forma, verdaderamente extraña, sorprendía y, cuando Gedeón Spilett, por indicación del ingeniero, dibujó los contornos, se encontró con que tenía la forma de un animal fantástico, una especie de pterópodo monstruoso que se hubiera dormido sobre la superficie del Pacífico.

Véase, en efecto, la configuración exacta de aquella isla, que importa dar a conocer, y cuya carta levantó el corresponsal con bastante precisión.

La parte este del litoral, es decir, aquella en donde los náufragos habían tomado tierra, se abría formando una vasta bahía terminada al sudeste por un cabo agudo, que Pencroff no había podido ver en su primera exploración. Al nordeste, otros dos cabos formaban la bahía, y entre ellos se abría un estrecho golfo que parecía la mandíbula abierta de algún formidable escualo.

Del nordeste al noroeste, la costa se redondeaba como el cráneo achatado de una fiera, para levantarse luego formando una especie de gibosidad que daba una figura muy precisa a aquella parte de la isla, cuyo centro estaba ocupado por la montaña volcánica.

Desde aquel punto el litoral se extendía regularmente al norte y al sur, abierto a los dos tercios de su perímetro por una estrecha ensenada, a partir de la cual terminaba en una larga cola, que parecía el apéndice caudal de un gigantesco cocodrilo.

Aquella cola formaba una verdadera península, que se alargaba por más de treinta millas dentro del mar, a contar desde el cabo sudeste de la isla, ya mencionado, y se redondeaba describiendo una rada avanzada, muy abierta, que formaba el litoral inferior de aquella tierra tan caprichosamente recortada.

En su menor anchura, es decir, en las Chimeneas y la ensenada visible en la costa occidental que le correspondía en latitud, la isla medía diez millas solamente; pero en su mayor anchura, desde la mandíbula del nordeste hasta la extremidad de la cola del sudoeste, no tenía menos de treinta millas.

En cuanto al interior de la isla, su aspecto general era el siguiente: muy frondosa en toda su parte meridional desde la montaña hasta el litoral y muy árida y arenosa en la parte septentrional. Entre el volcán y la costa este, Ciro Smith y sus compañeros se quedaron sorprendidos de ver un lago rodeado de verdes árboles, cuya existencia no podían siquiera sospechar. Visto desde aquella altura, parecía que el lago estaba al mismo nivel que el mar; pero, hechas las oportunas reflexiones, el ingeniero dijo que la altitud de aquella sabana de agua debía ser trescientos pies, puesto que la meseta que le servía de cuenca no era más que una prolongación de la costa.

—¿Entonces es un lago de agua dulce? —preguntó Pencroff.

—Necesariamente —contestó el ingeniero—, porque debe estar alimentado por las aguas que bajan de la montaña.

—Veo un riachuelo que desemboca en él —observó Harbert, señalando una estrecha corriente de agua que debía tener su origen en los contrafuertes del oeste.

—Es cierto —repuso Smith—; y puesto que ese riachuelo alimenta el lago, es probable que del lado del mar exista una desembocadura por la que se escape el exceso de agua. Lo veremos a nuestro regreso.

Aquel riachuelo, bastante sinuoso, y el río ya reconocido constituían el sistema hidrográfico o al menos todo el que se ofrecía a la vista de los exploradores. Sin embargo, era muy Posible que entre aquellos grupos de árboles que convertían en bosque inmenso dos tercios de la isla corriesen otros ríos hacia el mar. Avalaba esta suposición el hecho de que toda aquella región se mostraba rica y fértil, presentando magníficos ejemplares de la flora de las zonas templadas.

En la parte septentrional no se veía indicio de aguas corrientes; tal vez las hubiera estancadas en la parte pantanosa del nordeste, pero nada más. En aquella parte no se veía otra cosa que dunas, arenas y una aridez espantosa, que contrastaba con la opulencia de la mayor extensión de aquel suelo.

El volcán no ocupaba el centro de la isla, sino la región del nordeste y parecía marchar al límite de las dos zonas. Al sudoeste, al sur y al sudeste las primeras estribaciones de los contrafuertes desaparecían bajo masas de verdor. Al norte, por el contrario, se podían seguir sus ramificaciones, que iban a morir en las llanuras de arena. Este lado era el que había dado paso, en los tiempos de las erupciones, a la lava del volcán, según podía observarse por la larga calzada de lavas que se prolongaba hasta la estrecha mandíbula que formaba el golfo del nordeste.

Smith y sus compañeros permanecieron una hora en la cima de la montaña. La isla se desarrollaba ante sus miradas como un plano en relieve con sus diversos colores, verdes en los bosques, amarillos en las arenas y azules en las aguas. Su vista abarcaba todo el conjunto, sin que escapara a sus investigaciones nada más que la parte cubierta de verdor, la cuenca de los valles umbríos y el interior de las estrechas gargantas abiertas al pie del volcán.

Quedaba por resolver una grave cuestión, que debía influir singularmente en el futuro de los náufragos.

—¿Estaba la isla habitada?

Fue el corresponsal quien hizo esta pregunta, a la cual parecía que se podía responder negativamente después del minucioso examen que habían hecho de las diversas regiones de la isla.

En ninguna parte se veía obra alguna de la mano del hombre; ni un grupo de viviendas, ni una cabaña aislada, ni una choza de pescador en el litoral, ni la más ligera columna de humo que denunciase la presencia del hombre.

Es cierto que una distancia de treinta millas por lo menos separaba a los observadores de los puntos extremos, es decir, de la cola que se proyectaba al sudoeste, en la que ni la vista de águila de Pencroff hubiera podido descubrir una vivienda. Tampoco se podía levantar la cortina de verdor que cubría las tres cuartas partes de la isla para ver si ocultaba algún pueblo; pero, generalmente, los insulares, en los estrechos espacios que han surgido de las olas del Pacífico, suelen habitar en el litoral, y el litoral parecía completamente desierto.

Por lo tanto, hasta que la exploración no estuviese terminada, podía admitirse que la isla no estaba habitada.

Pero ¿la frecuentaban al menos en ciertas épocas los indígenas de las islas vecinas? Esta pregunta era muy difícil de contestar, pues en un radio de cincuenta millas no se veía tierra alguna. Pero una distancia de cincuenta millas podían franquearla sin dificultad los praos malayos o las piraguas polinesias. Todo dependía, pues, de la situación de la isla, de su aislamiento en el Pacífico o de su proximidad a los archipiélagos.

¿Podría Ciro Smith, que estaba desprovisto de instrumentos, precisar su posición en longitud y latitud? Sería muy difícil. En todo caso, era conveniente tomar algunas precauciones contra un desembarco posible de los indígenas vecinos.

La exploración de la isla estaba concluida, determinada su configuración, fijado su relieve, calculada su extensión y reconocida su hidrografía y su orografía. La disposición de los bosques y de las llanuras había sido anotada de una manera general en el plano levantado por el corresponsal; sólo faltaba descender de la montaña y explorar el terreno desde el triple punto de vista de sus recursos minerales, vegetales y animales.

Pero antes de dar a sus compañeros la señal de partida, Ciro Smith les dijo con voz reposada y grave:

—Este es, amigos míos, el estrecho rincón del mundo donde el Todopoderoso nos ha arrojado. Aquí tendremos que vivir quién sabe cuánto tiempo; pero también puede suceder que nos llegue pronto algún socorro imprevisto o que pase algún barco por casualidad... Digo por casualidad, porque esta isla es poco importante, no ofrece ni siquiera un puerto que pueda servir de escala a los buques, y es de temer que se encuentre situada fuera del rumbo que ordinariamente siguen, es decir, demasiado al sur para las naves que frecuentan los archipiélagos del Pacífico, y demasiado al norte para las que se dirigen a Australia doblando el cabo de Hornos. No quiero ocultaron cuál es nuestra verdadera situación.

—Y hace usted muy bien, mi querido Ciro —contestó el corresponsal—.

Habla usted con hombres con quienes puede contar para todo, pues tienen absoluta confianza en usted. ¿No es cierto, amigos míos?

—Le obedeceré en todo, señor Ciro —dijo Harbert, estrechando la mano del ingeniero.

—¡Aquí y en todas partes será usted mi amo! —exclamó Nab.

—En cuanto a mí —dijo el marinero—, que pierda mi nombre si no ayudo en todo lo que sea necesario, y si usted quiere, convertiremos esta isla en una pequeña América. Levantaremos edificios, construiremos ferrocarriles, instalaremos el telégrafo, y cuando esté enteramente transformada, embellecida y civilizada, la ofreceremos al gobierno de la Unión. Sólo pido una cosa.

—¿Cuál? —preguntó el corresponsal.

—Que no nos consideremos náufragos, sino colonos que hemos venido aquí a colonizar. Ciro Smith se sonrió y la proposición del marino fue aceptada. Después dio las gracias a sus compañeros y añadió que contaban con su valor y con la ayuda del cielo.

—Pues bien, ¡en camino hacia las Chimeneas! —gritó Pencroff.

—Un momento, amigos míos —repuso el ingeniero—. Creo conveniente dar nombres a esta isla, a los cabos y a los promontorios y a las corrientes de agua que tenemos a la vista.

—¡Muy bien! —exclamó el corresponsal—. Esto simplificará en lo sucesivo las instrucciones que tenga usted que damos.

—En efecto —añadió el marino—, ya es algo poder decir adónde se va y de dónde se viene. A lo mejor se sabe que está uno en alguna parte.

—Las Chimeneas, por ejemplo —propuso Harbert.

—Justo —repuso Pencroff—. Ese nombre es muy adecuado y ya se me había ocurrido. ¿Daremos a nuestro campamento el nombre de Chimeneas, señor Ciro?

—Sí, Pencroff, puesto que lo han bautizado ustedes así.

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