Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
—¡Sí que es sencillita la cosa! —añadió Pencroff.
—Pero sea isla o continente —preguntó Gedeón Spilett—, ¿dónde le parece a usted que hemos sido arrojados?
—A ciencia cierta, no puedo saberlo —contestó el ingeniero—, pero presumo que nos encontramos en tierra del Pacífico. En efecto, cuando partimos de Richmond, el viento soplaba del nordeste, y su violencia prueba que su dirección no ha debido variar. Si esta dirección se ha mantenido de nordeste a sudoeste, hemos atravesado los Estados de Carolina del Norte, de la Carolina del Sur, de Georgia, el golfo de México, México, en su parte estrecha, y después una parte del océano Pacífico. No calculo menos de seis mil o siete mil millas la distancia recorrida por el globo, y por poco que el viento haya variado ha debido llevamos o al archipiélago de Mendana, o a las islas de Tuamotú, o, si tenía más velocidad de la que me parece, hasta la tierra de Nueva Zelanda. Si esta última hipótesis se ha realizado, nuestra repatriación será fácil, pues encontraremos con quienes hablar, ya sean ingleses o maorís. Si, al contrario, esta costa pertenece a alguna isla desierta de un archipiélago micronesio, quizá podremos reconocerlo desde lo alto del cono que domina este país, y entonces tendremos que establecernos aquí como si no debiéramos salir nunca.
—¡Nunca! —exclamó el corresponsal—. ¿Dice usted nunca, querido Ciro?
—Más vale ponerse desde luego en lo peor —contestó el ingeniero—; así se reserva uno la sorpresa de lo mejor.
—¡Bien dicho! —replicó Pencroff—. Debemos, sin embargo, esperar que esta isla, si lo es, no se encontrará precisamente situada fuera de la ruta de los barcos. ¡Sería verdaderamente el colmo de la desgracia!
—No sabremos a qué atenernos sino después de haber subido a la cima de la montaña —añadió el ingeniero.
—Pero mañana, señor Ciro —preguntó Harbert—, ¿podrá soportar usted las fatigas de esta ascensión?
—Así lo espero —contestó el ingeniero—, pero a condición de que Pencroff y tú, hijo mío, os mostréis cazadores inteligentes y diestros.
—Señor Ciro —dijo el marino—, ya que habla usted de caza, si a mi vuelta estuviera tan seguro de poderla asar como estoy tan seguro de traerla...
—Tráigala usted de todos modos, Pencroff —dijo Ciro Smith.
Se convino, pues, que el ingeniero y el corresponsal pasarían el día en las Chimeneas, a fin de examinar el litoral y la meseta superior. Durante este tiempo, Nab, Harbert y el marino volverían al bosque, renovarían la provisión de leña y harían acopio de todo animal de pluma o de pelo que pasara a su alcance.
Partieron, pues, hacia las diez de la mañana: Harbert, confiado; Nab, alegre; Pencroff, murmurando para sí:
—Si a mi vuelta encuentro fuego en casa, es porque el rayo en persona habrá venido a encenderlo.
Los tres subieron por la orilla y, al llegar al recodo que formaba el río, el marino, deteniéndose, dijo a sus compañeros:
—¿Comenzaremos siendo cazadores o leñadores?
—Cazadores —contestó Harbert—; ya está
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en su sitio.
—Cacemos, pues —respondió el marino—; después volveremos aquí para hacer nuestra provisión de leña.
Dicho esto, Harbert, Nab y Pencroff, después de haber arrancado tres ramas del tronco de un joven abeto, siguieron a
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, que saltaba entre las altas hierbas.
Aquella vez los cazadores, en lugar de seguir el curso del río, se internaron directamente en el corazón mismo del bosque. Hallaron los mismos árboles que el primer día, pertenecientes la mayor parte de ellos a la familia de los pinos. En ciertos sitios donde el bosque era menos espeso, había matas aisladas de pinos que presentaban medidas más considerables, y parecían indicar, por su altura, que aquella comarca era más elevada en latitud de lo que suponía el ingeniero. Algunos claros, erizados de troncos roídos por el tiempo, estaban cubiertos de madera seca, y formaban así inagotables reservas de combustible. Después, pasados los claros, el bosque se estrechó y se hizo casi impenetrable.
Guiarse en medio de aquellas masas de árboles, sin ningún camino trazado, era bastante difícil. Por esto el marino, de cuando en cuando, establecía jalones, rompiendo algunas ramas que debían señalarles el camino a su vuelta. Pero quizá no había hecho bien en no seguir el curso del río, como Harbert y él habían hecho en su primera excursión, porque después de una hora de marcha no se había dejado ver ni una sola pieza de caza.
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corriendo bajo las altas hierbas, no levantaba más que avecillas a las cuales no se podían aproximar. Los mismos curucús eran absolutamente invisibles, y probablemente el marino se vería forzado a volver a la parte pantanosa del bosque, en la cual había operado tan felizmente en su pesca de tetraos.
—¡Eh, Pencroff! —dijo Nab en tono algo sarcástico—, ¡si ésta es la caza que ha prometido llevar a mi amo, no necesitará fuego para asarla!
—Paciencia, Nab —contestó el marino—, ¡no faltará caza a la vuelta!
—¿No tiene confianza en el señor Smith?
—Sí.
—Pero no cree usted que hará fuego.
—Lo creeré cuando la madera arda en la lumbre.
—Arderá, puesto que mi amo lo ha dicho.
—¡Veremos!
Entretanto, el sol no había aún llegado al más alto punto de su curso en el horizonte. La exploración continuó y fue útilmente señalada por el descubrimiento que Harbert hizo de un árbol cuyas frutas eran comestibles. Era el pino piñonero, que producía un piñón excelente, muy estimado en las regiones templadas de América y Europa. Aquellos piñones estaban maduros y Harbert los señaló a sus dos compañeros, que comieron en abundancia.
—Vamos —dijo Pencroff—, tendremos algas a guisa de pan, moluscos crudos a falta de carne, y piñones para postre; tal es la comida de las personas que no tienen una cerilla en los bolsillos.
—No hay que quejarse —contestó Harbert.
—No me quejo —añadió Pencroff—, solamente repito que la carne brilla demasiado por su ausencia en estas comidas.
—No es ése el parecer de
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—exclamó Nab, y corrió hacia un matorral en medio del cual había desaparecido el perro ladrando.
A los ladridos de
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se mezclaron unos gruñidos singulares.
El marino y Harbert habían seguido a Nab. Si había allí caza, no era el momento de discutir cómo podrían cocerla, sino cómo podrían apoderarse de ella.
Los cazadores, apenas entraron en la espesura, vieron a
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luchando con un animal, al que tenía por la oreja. El cuadrúpedo era una especie de cerdo de unos dos pies y medio de largo, de un color negruzco, pero menos oscuro en el vientre; tenía un pelo duro y poco espeso, y sus dedos, fuertemente adheridos entonces al suelo, parecían unidos por membranas.
Harbert creyó reconocer en aquel animal un cabiay, es decir, uno de los más grandes individuos del orden de los roedores.
Sin embargo, el cabiay no luchaba con el perro. Miraba estúpidamente con sus ojazos profundamente hundidos en una espesa capa de grasa. Quizá veía al hombre por primera vez.
Entretanto, Nab con su bastón bien asegurado en la mano iba a descargar un golpe al roedor, cuando éste, desprendiéndose de los dientes de
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que no se quedó más que con un trozo de su oreja, dio un gruñido, se precipitó sobre Harbert, a quien hizo vacilar, y desapareció por el bosque.
—¡Ah, pillo! —exclamó Pencroff.
Inmediatamente los tres se lanzaron, siguiendo las huellas de
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y en el momento en que iban a alcanzarlo, el animal desapareció bajo las aguas de un vasto pantano, sombreado por grandes pinos seculares.
Nab, Harbert y Pencroff se habían quedado inmóviles.
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se arrojó al agua, pero el cabiay, oculto en el fondo del pantano, no aparecía.
—Esperemos —dijo el joven—, ya saldrá a la superficie para respirar.
—¿No se ahogará? —preguntó Nab.
—No —contestó Harbert—, porque tiene los pies palmeados, y casi es un anfibio. Pero aguardemos.
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había seguido nadando. Pencroff y sus dos compañeros fueron a ocupar cada uno un punto de la orilla, a fin de cortar toda retirada al cabiay, que el perro buscaba nadando en la superficie del pantano.
Harbert no se había equivocado. Después de unos minutos, el animal volvió a la superficie del agua.
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de un salto, se lanzó sobre él y le impidió sumergirse de nuevo. Un instante después el cabiay, arrastrado hasta la orilla, había muerto de un bastonazo de Nab.
—¡Hurra! —exclamó Pencroff, que empleaba con frecuencia este grito de triunfo—. Ahora sólo falta fuego, y este roedor será roído hasta los huesos.
Pencroff cargó el cabiay sobre sus espaldas y, calculando por la altura del sol que debían ser cerca de las dos de la tarde, dio la señal de regreso.
El instinto de
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no fue inútil a los cazadores que, gracias al inteligente animal, pudieron encontrar el camino ya recorrido. Media hora después llegaron al recodo del río.
Como había hecho la primera vez, Pencroff formó rápidamente una especie de almadía, aunque faltando fuego le parecía aquello una tarea inútil y, llevando la leña por la corriente, volvieron a las Chimeneas.
El marino estaba a unos cincuenta pasos de ellas; se detuvo, dio un hurra formidable y, señalando con la mano hacia el ángulo de la quebrada, exclamó:
—¡Harbert! ¡Nab! ¡Mirad!
Una humareda se escapaba en torbellinos de las rocas.
Algunos instantes después los tres cazadores se encontraban delante de una lumbre crepitante. Ciro Smith y el corresponsal estaban allí.
Pencroff los miró a uno y a otro alternativamente sin decir una palabra, con su cabiay en la mano.
—Ya lo está viendo, amigo —exclamó el corresponsal—. Hay fuego, verdadero fuego, que asará perfectamente esa magnífica pieza, con la cual nos regalaremos dentro de poco.
—Pero ¿quién lo ha encendido? —preguntó Pencroff.
—¡El sol!
La respuesta de Gedeón Spilett era exacta. El sol había proporcionado aquel fuego del que se asombraba Pencroff. El marino no quería dar crédito a sus ojos, y estaba tan asombrado, que no pensó siquiera en interrogar al ingeniero.
—¿Tenía usted una lente, señor? —preguntó Harbert a Ciro Smith.
—No, hijo mío —contestó éste—, pero he hecho una.
Y mostró el aparato que le había servido de lente. Eran simplemente los dos cristales que había quitado al reloj del corresponsal y al suyo.
Después de haberlos limpiado en agua y de haber hecho los dos bordes adherentes por medio de un poco de barro, se había fabricado una verdadera lente, que, concentrando los rayos solares sobre un musgo muy seco, había determinado la combustión.
El marino examinó el aparato y miró al ingeniero sin pronunciar palabra. Pero su mirada era todo un discurso. Sí, para él, Ciro Smith, si no era un dios, era seguramente más que un hombre. Por fin, recobró el habla y exclamó:
—¡Anote usted eso, señor Spilett, anote eso en su cuaderno!
—Ya está anotado —contestó el corresponsal.
Luego, ayudado por Nab, el marino dispuso el asador, y el cabiay, convenientemente destripado, se asaba al poco rato, como un simple lechoncillo, en una llama clara y crepitante.
Las Chimeneas habían vuelto a ser habitables, no solamente porque los corredores se calentaban con el fuego del hogar, sino también porque habían sido restablecidos los tabiques de piedras y de arena.
Como se ve, el ingeniero y su compañero habían empleado bien el día.
Ciro Smith había recobrado casi por completo las fuerzas y las había probado subiendo sobre la meseta superior. Desde ese punto, su vista, acostumbrada a calcular las alturas y las distancias, se había fijado durante largo rato en el cono, a cuyo vértice quería llegar al día siguiente. El monte, situado a unas seis millas al noroeste, le parecía medir tres mil quinientos pies sobre el nivel del mar. Por consiguiente, la vista de un observador desde su cumbre podía recorrer el horizonte en un radio de cincuenta millas por lo menos. Era, pues, probable que Ciro Smith resolviera fácilmente la cuestión de “si era isla o continente”, a la que daba, no sin razón, la primacía sobre todas las otras.
Cenaron regularmente. La carne del cabiay fue declarada excelente y los sargazos y los piñones completaron aquella cena, durante la cual el ingeniero habló muy poco. Estaba muy preocupado por los proyectos del día siguiente.
Una o dos veces, Pencroff expuso algunas ideas sobre lo que convendría hacer, pero Ciro Smith, que era evidentemente un espíritu metódico, se contentó con sacudir la cabeza.
—Mañana —repetía— sabremos a qué atenernos y haremos lo que proceda en consecuencia.
Terminó la cena, arrojaron en el hogar nuevas brazadas de leña, y los huéspedes de las Chimeneas, incluso el fiel
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se durmieron en un profundo sueño. Ningún incidente turbó aquella apacible noche, y al día siguiente (29 de marzo), frescos y repuestos, se levantaron dispuestos a emprender aquella excursión que había de determinar su suerte.
Todo estaba preparado para la marcha. Los restos del cabiay podían alimentar durante veinticuatro horas a Ciro Smith y a sus compañeros.
Por otra parte, esperaban avituallarse por el camino. Como los cristales habían sido puestos en los relojes del ingeniero y del corresponsal, Pencroff quemó un poco de trapo que debía servir de yesca. En cuanto al pedernal, no debía faltar en aquellos terrenos de origen plutónico.
Eran las siete y media de la mañana, cuando los exploradores, armados de palos, abandonaron las Chimeneas. Siguiendo la opinión de Pencroff, les pareció mejor tomar el camino ya recorrido a través del bosque, sin perjuicio de volver a otra parte. Esta era la vía más directa para llegar a la montaña. Volvieron, pues, hacia el ángulo sur y siguieron la orilla izquierda del río, que fue abandonada en el punto en que doblaba hacia el sudoeste. El sendero abierto bajo los árboles verdes fue encontrado y, a las nueve, Ciro Smith y sus compañeros llegaban al lindero occidental del bosque.
El suelo, hasta entonces poco quebrado, pantanoso al principio, seco y arenoso después, acusaba una ligera inclinación que remontaba del litoral hacia el interior de la comarca. Algunos animales fugitivos habían sido entrevistos bajo los grandes árboles.
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les hacía levantar, pero su amo lo llamaba en seguida, porque el momento no era propicio para perseguirlos. Más tarde ya se vería. El ingeniero no era un hombre que se distrajera ni se dejara distraer en su idea fija. Puede afirmarse que el ingeniero no observaba el país en su configuración, ni en sus producciones naturales: su único objeto era el monte que pretendía escalar y al que iba directamente.