Read La isla misteriosa Online
Authors: Julio Verne
Harbert y Pencroff abandonaron las “chimeneas” y, doblando el ángulo, empezaron a remontar la orilla izquierda del río. La corriente era bastante rápida y arrastraba algunos árboles secos. La marea era alta. El marino pensó, pues, que podría utilizar el flujo y el reflujo para el transporte de ciertos objetos pesados.
Después de andar durante un cuarto de hora, el marino y el muchacho llegaron al brusco recodo que hacía el río hundiéndose hacia la izquierda. A partir de este punto, su curso proseguía a través de un bosque de árboles magníficos que habían conservado su verdura, a pesar de lo avanzado de la estación, porque pertenecían a esa familia de coníferas que se propaga en todas las regiones del globo, desde los climas septentrionales hasta las comarcas tropicales. El joven naturalista reconoció perfectamente los “deodar”, especie muy numerosa en la zona del Himalaya y que esparce un agradable aroma. Entre aquellos hermosos árboles crecían pinos, cuyo opaco quitasol se extendía bastante. Entre las altas hierbas Pencroff sintió que su pie hacía crujir ramas secas, como si fueran fuegos artificiales.
—Bien, hijo mío —dijo a Harbert—; si por una parte ignoro el nombre de estos árboles, por otra sé clasificarlos en la categoría de leña para el hogar. Por el momento son los únicos que nos convienen.
La tarea fue fácil. No era preciso cortar los árboles, pues yacía a sus pies enorme cantidad de leña. Pero si combustible no faltaba, carecían de medios de transporte. Aquella madera era muy seca y ardería rápidamente; de aquí la necesidad de llevar a las Chimeneas una cantidad considerable, y la carga de dos hombres no era suficiente.
Harbert hizo esta observación.
—Hijo mío —respondió el marino—, debe de haber un medio de transportar esa madera. ¡Siempre hay medios para todo! Si tuviéramos un carretón o una barca, la cosa sería fácil. —¡Pero tenemos el río! —dijo Harbert.
—Justo —respondió Pencroff—. El río será para nosotros un camino que marcha solo y para algo se han inventado las almadías.
—Pero —repuso Harbert— va en dirección contraria a la que necesitamos, pues está subiendo la marea.
—No nos iremos hasta que baje —respondió el marinero— y ella se encargará de transportar nuestro combustible a las Chimeneas. Preparemos mientras tanto los haces.
El marino, seguido de Harbert, se dirigió hacia el ángulo que el extremo del bosque formaba con el río. Ambos llevaban, cada uno en proporción de sus fuerzas, una carga de leña, atada en haces.
En la orilla había también cantidad de ramas secas, entre la hierba, que probablemente no había hollado la planta del hombre. Pencroff empezó a preparar la carga.
En una especie de remanso situado en la ribera, que rompía la corriente, el marino y su compañero pusieron trozos de madera bastante gruesos que ataron con bejucos secos, formando una especie de balsa, sobre la cual apilaron toda la leña que habían recogido, o sea la carga de veinte hombres por lo menos. En una hora el trabajo estuvo acabado, y la almadía quedó amarrada a la orilla hasta que bajara la marea.
Faltaban unas horas y, de común acuerdo, Pencroff y Harbert decidieron subir a la meseta superior, para examinar la comarca en un radio más extenso.
Precisamente a doscientos pasos detrás del ángulo formado por la ribera, la muralla, terminada por un grupo de rocas, venía a morir en pendiente suave sobre la linde del bosque. Parecía una escalera natural.
Harbert y el marino empezaron su ascensión y, gracias al vigor de sus piernas, llegaron a la punta en pocos instantes, y se apostaron en el ángulo que formaba sobre la desembocadura del río.
Cuando llegaron, su primera mirada fue para aquel océano que acababan de atravesar en tan terribles condiciones. Observaron con emoción la parte norte de la costa, sobre la que se había producido la catástrofe. Era donde Ciro Smith había desaparecido. Buscaron con la mirada algún resto del globo al que hubiera podido asirse un hombre, pero nada flotaba. El mar no era más que un vasto desierto de agua. La costa también estaba desierta. No se veía ni al corresponsal ni a Nab. Era posible que en aquel momento los dos estuvieran tan distantes, que no se les pudiera distinguir.
—Algo me dice —exclamó Harbert— que un hombre tan enérgico como el señor Ciro no ha podido ahogarse. Debe estar esperando en algún punto de la costa. ¿No es así, Pencroff?
El marino sacudió tristemente la cabeza. No esperaba volver a ver a Ciro Smith; pero, queriendo dejar alguna esperanza a Harbert, contestó:
—Sin duda alguna nuestro ingeniero es hombre capaz de salvarse donde otro perecería.
Entretanto observaba la costa con extrema atención. Bajo su mirada se desplegaba la arena, limitada en la derecha de la desembocadura por líneas de rompientes. Aquellas rocas, aún emergidas, parecían dos grupos de anfibios acostados en la resaca. Más allá de la zona de escollos, el mar brillaba bajo los rayos del sol. En el sur, un punto cerraba el horizonte, y no se podía distinguir si la tierra se prolongaba en aquella dirección o si se orientaba al sudeste y sudoeste, lo que hubiera dado a la costa la forma de una península muy prolongada. Al extremo septentrional de la bahía continuaba el litoral dibujándose a gran distancia, siguiendo una línea más curva. Allí la playa era baja, sin acantilados, con largos bancos de arena, que el reflujo dejaba al descubierto.
Pencroff y Harbert se volvieron entonces hacia el oeste, pero una montaña de cima nevada, que se elevaba a una distancia de seis o siete millas, detuvo su mirada. Desde sus primeras rampas hasta dos millas de la costa verdeaban masas de bosques formados por grupos de árboles de hojas perennes. A la izquierda brillaban las aguas del riachuelo, a través de algunos claros, y parecía que su curso, bastante sinuoso, le llevaba hacia los contrafuertes de las montañas, entre los cuales debía de tener su origen. En el punto donde el marino había dejado su carga comenzaba a correr entre las dos altas murallas de granito; pero, si en la orilla izquierda las paredes estaban unidas y abruptas, en la derecha, al contrario, bajaban poco a poco, las macizas rocas se cambiaban en bloques aislados, los bloques en guijarros y los guijarros en grava, hasta el extremo de la playa.
—¿Estamos en una isla? —murmuró el marino.
—En ese caso, sería muy vasta —respondió el muchacho.
—Una isla, por vasta que sea, siempre será una isla —dijo Pencroff.
Pero esta importante cuestión no podía aún ser resuelta. Era preciso aplazar la solución para otro momento. En cuanto a la tierra, isla o continente, parecía fértil, agradable en sus aspectos, variada en sus productos.
—Es una dicha —observó Pencroff— y, en medio de nuestra desgracia, tenemos que dar gracias a la Providencia.
—¡Dios sea loado! —respondió Harbert, cuyo piadoso corazón estaba lleno de reconocimiento hacia el Autor de todas las cosas.
Durante mucho tiempo Pencroff y Harbert examinaron aquella comarca sobre la que los había arrojado el destino, pero era difícil imaginar, después de tan superficial inspección, lo que les reservaba el porvenir.
Después volvieron, siguiendo la cresta meridional de la meseta de granito, contorneada por un largo festón de rocas caprichosas, que tomaban las formas más extrañas. Allí vivían algunos centenares de aves que anidaban en los agujeros de la piedra. Harbert, saltando sobre las rocas, hizo huir una bandada.
—¡Ah! —exclamó—, ¡no son ni goslands, ni gaviotas!
—¿Qué clase de pájaros son, entonces? —preguntó Pencroff— ¡Aseguraría que son palomas!
—En efecto, pero son palomas torcaces o de roca —respondió Harbert—. Las conozco por la doble raya negra de su ala, por su cuerpo blanco y por sus plumas azules cenicientas. Ahora bien, si la paloma de roca es buena para comer, sus huevos deben ser excelentes, y por pocos que hayan dejado en sus nidos...
—¡No les daremos tiempo a abrirse sino en forma de tortilla! —contestó alegremente Pencroff.
—Pero ¿dónde harás tu tortilla? —preguntó Harbert—. ¿En un sombrero?
—¡Bah! —contestó el marino—, no soy un brujo para esto. Nos contentaremos con comerlos pasados por agua y yo me encargaré de los más duros.
Pencroff y el joven examinaron con atención las hendiduras del granito, y encontraron, en efecto, huevos en algunas. Recogieron varias docenas, que pusieron en el pañuelo del marino, y, acercándose el momento de la pleamar, Harbert y —Pencroff empezaron a descender hacia el río.
Cuando llegaron al recodo, era la una de la tarde. El reflujo había empezado ya y había que aprovecharlo para llevar la leña a la desembocadura. Pencroff no tenía intención de dejarlo ir por la corriente sin dirección, ni embarcarse para dirigirlo. Pero un marino siempre vence los obstáculos cuando se trata de cables o de cuerdas, y Pencroff trenzó rápidamente una cuerda larga con bejucos secos. Ataron aquel cable vegetal al extremo de la balsa y, teniendo el marino una punta en la mano, Harbert empujaba la carga con la larga percha, manteniéndola en la corriente.
El procedimiento dio el resultado apetecido. La enorme carga de madera, que el marino detenía marchando por la orilla, siguió la corriente del agua.
La orilla era muy suave, por lo que era difícil encallar. Antes de dos horas, llegó la embarcación a unos pasos de las Chimeneas.
El primer cuidado de Pencroff, después que la pila de leña estuvo descargada, fue hacer las Chimeneas habitables, obstruyendo los corredores a través de los cuales se establecía la corriente de aire.
Arenas, piedras, ramas entrelazadas y barro cerraron herméticamente las galerías de aire, abiertas a los vientos del sur, aislando el anillo superior. Un solo agujero estrecho y sinuoso, que se abría en la parte lateral, fue dejado abierto, para conducir el humo fuera y que tuviese tiro la lumbre. Las Chimeneas quedaron divididas en tres o cuatro cuartos, si puede darse este nombre a cuevas sombrías, con las que una fiera apenas se habría contentado.
Pero allí no había humedad y un hombre podía mantenerse en pie, al menos en el cuarto del centro. Una arena fina cubría el suelo y podía servir perfectamente aquel asilo mientras se encontraba otro mejor.
Durante la tarea, Harbert y Pencroff hablaban:
—Quizá —decía el muchacho— nuestros compañeros habrían encontrado mejor instalación que la nuestra.
—¡Es posible —contestó el marino—, pero, en la duda, no te abstengas! ¡Más vale una cuerda más en tu arco que no tener ninguna!
—¡Ah! —prosiguió Harbert—, si traen a Smith, si lo encuentran, no me importa lo demás, y debemos dar gracias al cielo.
—¡Sí! —murmuraba Pencroff—. ¡Era todo un hombre!
—Era... —dijo Harbert—. ¿Es que desesperas de volverlo a ver?
—¡Dios me guarde de ello! —contestó el marino.
—Ahora —dijo— pueden volver nuestros amigos. Encontrarán un lugar confortable.
Faltaba establecer la cocina y preparar la cena; tarea sencilla y fácil.
Al extremo del corredor de la izquierda, junto al estrecho orificio que se había dejado para chimenea, pusieron grandes piedras planas. El calor que no escapase con el humo sería suficiente para mantener dentro una temperatura conveniente. La provisión de leña fue almacenada en uno de los departamentos y el marino puso sobre las piedras de la hoguera algunos leños mezclados con ramas secas.
El marino se ocupaba de este trabajo, cuando Harbert le preguntó si tenía cerillas. —Ciertamente —contestó Pencroff—, y añadiré felizmente, porque sin cerillas o sin yesca nos hubiéramos visto muy apurados.
—¡Bah! Haríamos fuego como los salvajes —contestó Harbert—, frotando dos pedazos de leña seca el uno contra el otro.
—Bueno, haz la prueba, y veremos si consigues otra cosa que romperte los brazos.
—No obstante, es un procedimiento muy sencillo y muy usado en las islas del Pacífico.
—No digo que no —contestó Pencroff—, pero los salvajes conocen la manera de usarlo y emplean madera especial, porque más de una vez he querido procurarme fuego de esa suerte y no lo he conseguido nunca. Confieso que prefiero las cerillas. ¿Dónde están mis cerillas?
Pencroff buscó en su chaleco la caja de cerillas, que no abandonaba nunca, ya que era un fumador rabioso. No la encontró. Buscó en los bolsillos del pantalón y tampoco halló nada, con lo cual llegó al colmo su estupor.
—¡Buena la hemos hecho! —dijo mirando a Harbert—. Se habrá caído de mi bolsillo y la he perdido. Tú, Harbert, ¿no tienes nada, ni eslabón, ni nada que pueda hacer fuego? —¡No, Pencroff!
El marino salió seguido del joven, rascándose la frente.
En la arena, en las rocas, cerca de la orilla del río, por todas partes buscaron con el mayor cuidado, pero inútilmente. La caja era de cobre y no hubiera podido escapar a sus miradas.
—Pencroff —preguntó Harbert—, ¿no has tirado la caja desde la barquilla?
—Ya me guardé bien —contestó el marino—; pero, cuando ha sido uno sacudido como nosotros por los aires, un objeto tan pequeño puede haber desaparecido. ¡Mi pipa! ¡También me ha abandonado! ¡Diablo de caja! ¿Dónde puede estar?
—El mar se retira —dijo Harbert—; corramos al sitio donde tomamos tierra.
Era poco probable que se encontrase la caja, que las olas habían debido arrastrar por los guijarros durante la alta marea; sin embargo, nada se perdía con buscarla. Harbert y Pencroff se dirigieron rápidamente hacia el lugar donde habían tomado tierra el día anterior, a doscientos pasos más o menos de las Chimeneas.
Allí, entre los guijarros y entre los huecos de las rocas, registraron minuciosamente, pero en vano. Si la caja hubiera caído en aquella parte, habría sido arrastrada por las olas. A medida que el mar se retiraba, el marino registraba todos los intersticios de las rocas, sin encontrar nada.
Era una pérdida grave en aquellas circunstancias, y por el momento, irreparable.
Pencroff no ocultó su vivo descontento. Su frente se había arrugado gravemente y no pronunciaba ni una palabra. Harbert quería consolarle haciéndole observar que probablemente las cerillas estarían mojadas por el agua del mar y que no valdrían.
—No —contestó el marino—. Están dentro de una caja de cobre que cierra muy bien. ¿Y, ahora, cómo nos las arreglaremos?
—Ya encontraremos algún medio de procurarnos fuego —dijo Harbert—. Smith y Spilett no serán tan tontos como nosotros.
—Sí —respondió Pencroff—, pero mientras estamos sin fuego, y nuestros compañeros no encontrarán más que una triste cena a su vuelta.