La isla misteriosa (2 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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Es conocida la sensibilidad estática de los aerostatos. Bastaba arrojar el objeto más ligero para provocar un movimiento en sentido vertical. El aparato, flotando en el aire, obra como una balanza de exactitud matemática. Se comprende que, aligerado de un peso relativamente considerable, su movimiento sea importante y brusco. Fue lo que pasó en aquella ocasión. Pero, después de estar un instante equilibrado en las zonas superiores, el aerostato volvió a descender. El gas se escapaba por una rasgadura imposible de reparar.

Los pasajeros habían hecho todo lo posible. Ningún medio humano podía salvarles. Sólo tenían que contar con la ayuda de Dios.

A las cuatro el globo estaba a quinientos pies sobre la superficie de las aguas.

Se oyó un ladrido. Un perro, que acompañaba a los pasajeros, estaba asido, cerca de su dueño, a las mallas de la red.

—¡
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ha visto alguna cosa! —exclamó uno de los pasajeros.

Poco rato después se oyó una voz fuerte que decía:

—¡Tierra! ¡Tierra!

El globo, arrastrado sin cesar por el viento hacia el sudoeste, después del alba había franqueado una distancia considerable, unos centenares de millas, y una tierra elevada acababa, en efecto, de aparecer en aquella dirección.

Pero aquélla tierra se encontraba aún a treinta millas a sotavento.

Faltaba más de una hora para llegar a ella, con la condición de no desviarse. ¡Una hora! ¿No se habría escapado ya el fluido que les quedaba?

¡Este era el problema! Los pasajeros veían distintamente aquel punto sólido, que era menester alcanzar a toda costa. Ignoraban lo que era, isla o continente, porque apenas sabían hacia qué parte del mundo el huracán los había arrastrado. ¡Pero aquella tierra, estuviese o no habitada, fuera o no hospitalaria, era su único refugio!

Cerca de las cuatro el globo no podía sostenerse. Rozaba la superficie del mar. Las crestas de las enormes olas habían lamido muchas veces la parte inferior de la red, haciéndola aún más pesada, y el aerostato no se levantaba sino a medias, como un pájaro que tiene plomo en las alas.

Media hora más tarde la tierra no estaba más que a una milla de distancia, pero el globo ajado, flojo, deshinchado, enrollado en gruesos pliegues, sólo conservaba gas en su parte superior.

Los pasajeros, asidos a la red, pesaban ya demasiado para él, y pronto, medio sumergidos en el mar, fueron golpeados por las furiosas olas. La cubierta del aerostato se infló entonces, y el viento lo empujó, como un buque con viento de popa. ¡Parecía que iban a llegar a la costa!

Pero, cuando no estaban más que a dos cables de distancia, resonaron gritos terribles, salidos de cuatro pechos a la vez. El globo, que, al parecer, no podía ya levantarse, acababa de dar un salto inesperado, a impulsos de un formidable golpe de mar. Como si hubiera sido aligerado súbitamente de una nueva parte de su peso, remontó a una altura de mil quinientos pies, y allí encontró una especie de remolino de viento que, en lugar de llevarlo directamente a la costa, le hizo seguir una dirección casi paralela a ella. En fin, dos minutos más tarde se acercaron oblicuamente y cayó sobre la arena de la orilla, fuera del alcance de las olas.

Los pasajeros se ayudaron los unos a los otros, logrando desprenderse de las mallas de la red. El globo, libre de aquel peso, fue recogido par el viento y, como un pájaro herido que encuentra un instante de vida, desapareció en el espacio.

La barquilla contenía cinco pasajeros, más un perro, y el globo sólo había arrojado cuatro sobre la orilla.

El pasajero que faltaba había sido evidentemente arrebatado por el golpe de mar, que, dando de lleno en la red, había permitido al aparato, aligerado de peso, llegar a tierra.

Apenas los cuatro náufragos —se les puede dar ese nombre— habían tomado tierra, todos, pensando en el ausente, exclamaron:

—¡Quizá podrá ganar la orilla a nado! ¡Salvémoslo! ¡Salvémoslo!

2. Cinco prisioneros en libertad

No eran ni aeronautas de profesión ni amantes de expediciones aéreas los que el huracán acababa de arrojar en aquella costa: eran prisioneros de guerra, a los que su audacia había impulsado a fugarse en circunstancias extraordinarias. ¡Cien veces estuvieron a punto de perecer! ¡Cien veces su globo desgarrado hubiera debido precipitarlos en el abismo! Pero el cielo les reservaba un extraño destino, y el 20 de marzo, después de haberse fugado de Richmond, sitiada por las tropas del general Ulises Grant, se encontraron a siete millas de aquella ciudad de Virginia, principal plaza fuerte de los separatistas durante la terrible guerra civil de Secesión. Su navegación aérea había durado cinco días.

He aquí en qué circunstancias se realizó la evasión de los prisioneros, evasión que debía terminar como ya conocemos.

En el mes de febrero de 1858, en un golpe de mano intentado, aunque inútilmente, por el general Grant para apoderarse de Richmond, muchos de sus oficiales cayeron en poder del enemigo en la ciudad. Uno de los más distinguidos prisioneros pertenecía al Estado Mayor Federal y se llamaba Ciro Smith.

Ciro Smith, natural de Massachusetts, era ingeniero, un sabio de primer orden, al que el gobierno de la Unión había confiado durante la guerra la dirección de los ferrocarriles por el papel estratégico de los mismos. Americano del norte, seco, huesudo, esbelto, de unos cuarenta y cinco años, pelo corto y canoso, barba afeitada, con abundante bigote.

Tenía una cabeza
numismática,
que parecía hecha para ser acuñada en medallas: los ojos ardientes, la boca seria, la fisonomía de un sabio de la escuela militar. Era uno de esos ingenieros que empiezan manejando el martillo y el pico, como esos generales que partieron de soldados rasos.

Al mismo tiempo que agudeza de espíritu, poseía habilidad de manos.

Sus músculos presentaban notables síntomas de tenacidad. Verdadero hombre de acción, al mismo tiempo que hombre de pensamiento, lo ejecutaba todo sin esfuerzo, bajo la influencia de una larga expansión vital, desafiando todo obstáculo. Muy instruido, muy práctico,
muy campechano,
para emplear una palabra de la lengua militar francesa.

Tenía buen carácter, pues, conservándose siempre dueño de sí, en cualquier circunstancia, reunía las condiciones que determinan la energía humana: actividad de espíritu y de cuerpo, impetuosidad de deseo, fuerza de voluntad. Y su divisa hubiera podido ser la de Guillermo de Orange en el siglo XVII: “No tengo necesidad de esperar para acometer una empresa, ni de lograr el objeto para perseverar.” Al mismo tiempo Ciro Smith era el valor personificado. Había tomado parte en todas las batallas durante la guerra de Secesión. Tras haber empezado a las órdenes de Ulises Grant con los voluntarios del Illinois, había combatido en Paducah, en Belmont, en Pittsburg-Landig, en el sitio de Corinto, en Port-Gibson, en la Rivera Negra, en Chattanooga, Wildemes, sobre el Potomak, en todas partes y valerosamente. Fue un soldado digno del general que respondía: “¡Yo no cuento jamás mis muertos!” Y cien veces Ciro Smith había estado a punto de ser uno de aquellos que no contaba el terrible Grant. Sin embargo, en esos combates, donde se exponía tanto, la suerte le favoreció siempre, hasta que fue herido y hecho prisionero en el campo de batalla de Richmond.

A la vez que Ciro Smith otro personaje importante cayó en poder de los sudistas. Este era nada menos que el honorable Gedeón Spilett, corresponsal del “New York Herald”, encargado de seguir las peripecias de la guerra entre los ejércitos del Norte.

Gedeón Spilett era de esos cronistas ingleses o americanos, de los Stanley y otros, que no retroceden ante nada para obtener una información exacta y para transmitirla a su periódico rápidamente. Los periódicos de la Unión, tales como el “New York Herald”, constituyen verdaderas potencias, y sus enviados son los representantes con que cuentan. Gedeón Spilett figuraba entre los primeros enviados.

Hombre de mucho valor, enérgico, preparado a todo, lleno de ideas, habiendo recorrido el mundo entero, soldado y artista ágil en el consejo, resuelto en la acción, no temiendo penas, ni trabajo, ni peligros cuando se trataba de saber algo, para él primero, y para su periódico después, verdadero héroe de la curiosidad, de la información, de lo inédito, de lo desconocido, de lo imposible. Era uno de esos intrépidos observadores que escriben bajo las balas, “haciendo las crónicas bajo el fuego de los cañones, y para los que todos los peligros son un pasatiempo”.

El también había asistido a todas las batallas en primera fila, con el revólver en una mano y las cuartillas en la otra, y la metralla no hacía temblar su pluma. No cansaba los hilos con telegramas incesantes, como suelen hacer los que no tienen nada que decir. Sus notas, cortas, claras, daban luz sobre algún punto importante. Por otra parte, “el buen humor” no le faltaba. El, después de la acción de la Rivera Negra, queriendo a toda costa conservar su puesto junto a la ventanilla de la oficina telegráfica, para anunciar a su periódico el resultado de la batalla, telegrafió, durante dos horas, los primeros capítulos de la Biblia. Costó dos mil dólares al “New York Herald”, pero el “New York Herald” fue el primer informado.

Gedeón Spilett era alto y tenía unos cuarenta años. Unas patillas rubias tirando a rojo enmarcaban su rostro. Su mirada era tranquila, viva, rápida en sus movimientos; la mirada de un hombre que tiene la costumbre de percibir todos los detalles de un horizonte. Robusto y de buena salud, estaba acostumbrado a todos los climas, como la barra de acero en el agua fría.

Desde hacía diez años, Gedeón Spilett era el corresponsal oficial del “New York Herald”, al que enriquecía con sus crónicas y sus dibujos, ya que manejaba tan bien el lápiz como la pluma. Cuando fue hecho prisionero, estaba haciendo la descripción y el croquis de la batalla. Las últimas palabras anotadas fueron: “Un sudista me apunta con su fusil y...”

Y Gedeón Spilett se salvó, porque, siguiendo su invariable costumbre, salió de aquel peligro sin ningún arañazo.

Ciro Smith y Gedeón Spilett, que se conocían por su reputación, habían sido trasladados a Richmond. El ingeniero, que había curado de su herida, conoció al corresponsal durante su convalecencia. Aquellos dos hombres simpatizaron y se estimaron mutuamente.

Pronto su anhelo común no tuvo más que un objeto: volver al ejército de Grant y combatir en sus filas por la unidad federal.

Los dos americanos estaban decididos a aprovechar una ocasión; pero, aunque fueran libres en la ciudad, Richmond estaba tan vigilada que una evasión parecía imposible.

Acompañaba a Ciro Smith un criado, que era la fidelidad y la abnegación personificadas: un negro, nacido en las posesiones del ingeniero, de padres esclavos, pero que, desde hacía tiempo, Ciro Smith, abolicionista de ideas y de corazón, había emancipado. El esclavo, una vez libre, no quiso separarse de su amo. Le quería tanto, que hubiera dado la vida por él. Era un mozo de treinta años, ágil, hábil, inteligente, dulce y tranquilo, a veces sencillo, siempre sonriente, servicial y bueno.

Se llamaba Nabucodonosor, pero respondía al nombre abreviado y familiar de Nab.

Al enterarse Nab de que su dueño había sido hecho prisionero, abandonó Massachusetts sin vacilar, llegó a Richmond y, a fuerza de astucia y destreza, después de arriesgar veinte veces su vida, penetró en la ciudad sitiada. No es posible describir la alegría de Ciro Smith al ver de nuevo a su criado y Nab al encontrar a su amo.

Aunque Nab pudo penetrar en Richmond, le hubiera sido muy difícil salir, porque eran vigilados de cerca los prisioneros federales. Había que aguardar una ocasión favorable para intentar una evasión con alguna probabilidad de éxito, y esta ocasión era difícil hallarla.

Entretanto, Grant continuaba sus enérgicas operaciones. La victoria de Petersburgo le había costado mucho. Sus fuerzas, unidas a las de Butler, no habían alcanzado ninguna victoria ante Richmond, y nada hacía presagiar que la libertad de los prisioneros estaba próxima. El corresponsal, a quien su cautividad no le proporcionaba ya un detalle interesante que anotar, no podía resistir más. Su idea fija era salir de Richmond a toda costa. Muchas veces intentó la aventura y fue detenido por obstáculos insuperables.

El sitio continuaba y los prisioneros tenían prisa por escaparse para unirse al ejército de Grant. Algunos sitiados no tenían menos deseos de escaparse, para reunirse con el ejército separatista, y entre ellos, un tal Jonathan Forster, furibundo sudista. Si los prisioneros federales no podían abandonar la ciudad, los confederados tampoco, porque el ejército del Norte los cercaba. El gobernador de Richmond no podía comunicarse con el general Lee y necesitaba urgentemente refuerzos.

Jonathan Forster tuvo entonces la idea de elevarse en globo, para atravesar las líneas sitiadoras y llegar al campo de los separatistas.

El gobernador autorizó la tentativa. Un aerostato fue fabricado y puesto a disposición de Jonathan Forster, al que le debían acompañar en el viaje aéreo cinco compañeros armados para defenderse en donde aterrizaran, en caso de ser atacados, y víveres, por si la excursión se prolongaba.

La partida del globo había sido fijada para el 18 de marzo. Debía efectuarse durante la noche, y con un viento de nordeste de mediana fuerza los aeronautas creían que en pocas horas llegarían al cuartel general de Lee.

Pero el viento del nordeste no fue más que brisa; el día 18 pudo observarse que se convertiría en huracán. Sobrevino la tempestad, y la partida de Forster fue aplazada, ya que era imposible arriesgar el aerostato y a los ocupantes en medio de los desencadenados elementos.

El globo, hinchado en la plaza de Richmond, partiría al calmarse el viento, y en la ciudad había impaciencia porque la atmósfera no se modificaba.

Transcurrieron el 18 y el 19 de marzo sin que se produjera ningún cambio en la tormenta, y costó ímprobo trabajo mantener el globo amarrado y evitar que lo destrozara el huracán.

Pasó también la noche del 19 al 20; por la mañana, el huracán hacía que la partida fuera imposible.

Ese día se acercó al ingeniero Ciro Smith, en una de las calles de Richmond, un hombre a quien no conocía: era un marino llamado Pencroff, de treinta y cinco a cuarenta años de edad, fuerte, de rostro atezado, ojos vivos y parpadeantes, pero de buen aspecto. Pencroff era un norteamericano que había corrido todos los mares y le había sucedido todo lo que puede ocurrir a un bípedo sin plumas. Es inútil decir que era de carácter emprendedor, capaz de todo y que no se admiraba de nada.

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