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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (99 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Sus perseguidores avanzaron a una hacia él y Moreturi dijo con furia contenida:

—Déjale para mí; yo le obligaré a volver.

Fue entonces cuando Marc se desmoronó. La vista del malévolo aborigen que se acercaba quebrantó su resistencia. La derrota se pintaba en sus ojos horrorizados: la muralla de la civilización se había hundido y las hordas bárbaras saltaban sobre ella. Sus facciones descompuestas parecían implorar a alguien invisible.

—Adley —dijo con voz ahogada. Retrocedió cuando Moreturi iba casi a alcanzarle—. ¡No! —chilló Marc—. ¡No! ¡Antes al infierno!

Dio media vuelta y echó a correr, tropezando y tambaleándose. Así recorrió toda la ancha plataforma rocosa hasta el borde del vertiginoso acantilado. Volviéndose de espaldas al horizonte, afrontó a sus captores, balanceándose peligrosamente y blandiendo el puño, pero no a ellos —qué extraño, pensó Courtney—, sino al cielo.

—¡Maldito seas! —gritó—. ¡Maldito seas por toda la eternidad!

Courtney detuvo a Moreturi con un gesto y gritó:

—¡No, Marc… no hagas eso!

Balanceándose al borde del acantilado, Marc se echó a reír como un demente y luego lanzó un aullido, con el rostro espantosamente contraído. De pronto giró en redondo hacia el inmenso y profundo mar, olvidándose de sus perseguidores, sólo con sus demonios interiores, y durante un segundo se irguió al borde del abismo, como un nadador en el trampolín.

Pero no se lanzó de cabeza. Dio un grotesco paso hacia la nada, para quedar suspendido momentáneamente entre el cielo y la tierra antes de caer como una piedra y perderse de vista, mientras exhalaba un horrendo y prolongado alarido, último vínculo que le unió a la sociedad de los hombres.

—¡Marc! —gritó Courtney, casi instintivamente. Pero ya no había nadie para oír su grito.

Ambos corrieron al lugar donde se había alzado y Courtney se puso de rodillas para mirar hacia abajo. La pared del abismo, vertical, causaba espanto… había por lo menos sesenta metros hasta el pequeño amontonamiento de rocas puntiagudas que se hundían en el océano.

Moreturi tocó a Courtney en el brazo para indicarle lo que quedaba de Marc Hayden. Su cuerpo, que desde allí se veía diminuto, colgaba entre dos lanzas de basalto, aplastado, como un huevo caído sobre un piso de cemento. Mientras miraban, vieron cómo las espumeantes aguas arrastraban sus restos, hasta que el cadáver se deslizó por las resbaladizas rocas. A los pocos segundos, había desaparecido en las verdes aguas del mar, en las que se perdió de vista, quizás para siempre.

Los dos testigos del drama se levantaron y descendieron al sendero sin mirar. Courtney exhaló un suspiro y se echó la mochila al hombro, mientras Moreturi se hacía cargo del paquete.

El indígena fue el primero en hablar.

—Más vale así —dijo con voz queda—. Hay hombres que no merecen vivir.

Sin hacer más comentarios, emprendieron el largo camino de regreso al poblado de Las Tres Sirenas.

CAPÍTULO NOVENO

Le parecía increíble haber vivido y trabajado cinco semanas y seis días en las islas de Las Tres Sirenas, y que aquella fuese su última noche de estancia antes de partir a la mañana siguiente.

Claire Hayden, descalza, pero vestida aún con su fino traje de algodón, con las piernas recogidas bajo el cuerpo y la espalda vuelta a la luz suspendida a fin de ver mejor, permanecía acurrucada en la estancia delantera de su choza intentando continuar la lectura de los Viajes de Kakluyt, en edición popular.

Pero era inútil. No podía concentrar sus ojos ni su mente. Aquella antología de viajes y exploraciones inglesas del siglo XVI era algo demasiado remoto y aparcado de lo que aquella noche necesitaba. Tomó aquel volumen más para dormirse leyéndolo que para cosechar útiles enseñanzas, pero ni como somnífero servía. Su espíritu prefería hacer su propio viaje por la época contemporánea, en aquel mismo día y aquella misma semana, recorriendo también las tres semanas transcurridas desde la muerte de Marc. No tenía sueño y acabó dejando el pequeño libro sobre su regazo.

Mientras encendía un cigarrillo, Claire se preguntó si no se habría equivocado cuando varias horas antes se negó a cenar y pasar su última velada en Las Sirenas con su madre política. La excusa que dio a Maud fue de que necesitaba todo el tiempo que aún le quedaba disponible para hacer el equipaje. El capitán Ollie Rasmussen y Richard Hapai llegarían al poblado entre siete y ocho de la mañana. Todos los miembros de la expedición tenían orden de tener el equipaje preparado para que los porteadores indígenas lo transportasen a la playa del otro extremo de la isla. En realidad, Claire había declinado la invitación de Maud no porque tuviera que hacer el equipaje, sino porque prefería pasar aquella última noche en la isla sola y tranquila.

Sabía que sus colegas y amigos habían celebrado una cena de despedida. Era como si cerrasen sus filas y se dispusieran a formar un solo frente unido, antes de regresar a Estados Unidos. Claire se preparó la cena al estilo indígena, consistente en alimentos ligeros, y cenó sola. Aún no había empezado a hacer el equipaje.

Tenía muy poco que llevarse y por lo tanto eso no la inquietaba. Unos días después de la muerte de Marc, ella y Maud, haciendo un esfuerzo por contener sus lágrimas, hicieron inventario de sus efectos personales: camisas, pantalones, calcetines, zapatos, libros, cigarros, whisky, corbatas y los restantes artículos que forman parte del guardarropa de todo hombre civilizado. Maud quiso quedarse algunos recuerdos de su hijo, la llave "Phi Beta Kappa", el reloj de oro, el ejemplar de la obra de Malinowski Crímenes y costumbres de las sociedades salvajes, con notas marginales de Marc.

Todo aquello le recordaría que ella y Adley habían tenido un hijo. Claire accedió a que se quedase con lo que quisiera, pues ella no deseaba quedarse con nada ya que, en realidad, consideraba que no había tenido marido. La ocasión, sin embargo, resultó triste porque Claire se esforzó por compartir los sentimientos de Maud y ello le hizo comprender la prueba que aquella selección de objetos representaba para su madre política.

Una vez terminada la selección de efectos personales de Marc, el momento más triste para Claire fue cuando Maud exclamó, con la sorpresa retratada en su ajado semblante:

—Pero su obra, ¿dónde está su obra?

Esta no se encontraba entre los efectos personales de Marc y, a juzgar por los cuadernos de notas y las cuartillas en blanco, ambas comprendieron que la tal obra era inexistente. De su equipaje y guardarropa no surgía ni una sola nota tomada durante su estancia en Las Tres Sirenas. De la mochila que trajo Courtney tampoco salió nada parecido. Ni siquiera el paquete que Moreturi les entregó, con las fotografías y películas de Sam Karpowicz, que fueron devueltas a su dueño, contenía nada que indicase la existencia de un antropólogo, salvo las copias de las notas de Maud, hechas por Claire para el archivo y que Marc también había robado. A excepción de las cartas de Rex Garrity dirigidas a Marc, indicadoras de que éste también le había escrito, no había una sola prueba de que Marc hubiese hecho algo en Las Sirenas, como no fuese urdir su destrucción. Lo que apenó a Maud más profundamente fue esta lamentable falta de obra creadora, esta prueba de un espíritu en descomposición. Claire no pudo por menos de compartir la pena de la pobre mujer, madre al fin.

Aquel fue el peor momento. Los efectos personales de su hijo, que Maud no quiso quedarse, fueron cuidadosamente empaquetados y atados con cuerda de cáñamo, para ser entregados al capitán Rasmussen quien, con permiso de Claire, vendería los últimos bienes terrenales de Marc en Tahití, para comprar algunos utensilios de cocina para los parientes de Tehura y medicamentos para la enfermería de Vaiuri, con el producto de la venta.

Dijérase que aquel inventario había sido hecho hacía siglos; era algo confuso y lejano que nada tenía que ver con el presente. Claire vio en el reloj de pulsera que eran las diez y cuarto. Maud y sus compañeros ya debían de haber terminado la cena de despedida y estarían haciendo el equipaje, llenos de aquella dicha y pesar mezclados que todo viajero experimenta la víspera de marcharse de un lugar extraño, para regresar a la comunidad de su hogar y a la vida tranquila y rutinaria. Claire analizó sus propios sentimientos a la hora de la marcha. No se sentía ni contenta ni triste. Estaba en una especie de limbo intemporal. Ninguna emoción la agitaba.

En su vida inmediata, todo había cambiado desde que vino a la isla; sin embargo, en apariencia nada había cambiado. Desde luego, debía experimentar el dolor de una viuda o lo que las viudas sientan; como si algo muy importante hubiese sido arrancado a su vida, para dejarla sola y desamparada. Sus compañeros parecían verlo así, pero no era esto lo que ella sentía.

Aceptó maquinalmente las expresiones de condolencia, para no desairar a los que le daban el pésame, pero comprendía que su actitud era falsa y fingida, porque no sentía nada. Maud lo sabía, por supuesto, y era posible que Courtney también lo supiese, aunque no la hubiera creído. De todos modos, en el mismo instante en que Marc intentaba dejarla para siempre, ella ya había dicho a Courtney que era la ex señora Hayden.

Siempre lo había sido, desde la noche de bodas hasta el final. Si le hubiesen pedido que describiese su intimidad con el difunto Marc Hayden, la página hubiera sido tan blanca e inmaculada como la de los cuadernos del propio Marc. Jamás lo conoció íntimamente, salvo la parte enferma de su ser, aquella parte tan enferma que se negaba a aceptar cualquier clase de intimidad. Marc había sido incapaz de entregarse a otro ser. Entre ellos no existía ningún vínculo forjado por el amor o el odio. Incluso la parte más evidente de su unión, la parte corporal, fue una ficción. Unas semanas antes, mientras trataba de conciliar el sueño, trató de contar mentalmente las cópulas que habían efectuado en dos años. Andaba por la número dieciocho, cuando ya no se acordó más. Quizás hubo otras, pero no las recordaba en absoluto. La biografía mental de Marc sería siempre para ella la de un opresivo invitado en su casa.

¿Qué dirían los demás, no Maud ni Courtney, ni siquiera Rachel con su formación de psiquiatra, sino sus amistades de aquí y de Estados Unidos, si supiesen la verdad pura y simple? ¿Qué dirían los demás si supiesen que por último se alegraba de verse libre de él?

La constatación de este sentimiento escandalizó aquella parte de su ser, criada de acuerdo con los sentimientos y los convencionalismos. Desde luego, ella no había querido que Marc abandonase esta vida de aquella manera tan horrible. Como Dios sabía muy bien, ella no deseaba la muerte de Marc ni de nadie. Pero el hecho de que hubiese desaparecido, dejando aparte la manera como esto sucedió, era un alivio. El sadismo con que la trató durante las semanas que antecedieron a su muerte fue algo casi insoportable. Al recordarlo, sentía justificada su frialdad. La había provocado, la había insultado, había jugueteado malévolamente con sus debilidades y temores. Y esto sin hablar de lo demás, de su complot con el cerdo de Garrity, de su complot con Tehura, de sus planes para abandonarla y dejarla expuesta a la lástima y la irrisión de los otros, esto no podía perdonarse. Al haberse matado en vez de escapar, por el hecho de que ya estaba muerto, según las normas imperantes en la sociedad en que vivía, ya había purgado bastante sus malas acciones para con ella. Esto la obligaba a cargar con su papel de viuda. Al demonio los convencionalismos, se dijo; aquella muerte no curaba las heridas causadas ni le compensaba los años que había perdido. Su única muerte no reparaba las cien muertes que le hizo sufrir. Al demonio con los falsos convencionalismos. "Me alegro de haberme librado de ti, Marc —se dijo—, de ti y de tu mente enfermiza y malsana".

Durante aquellas últimas semanas de estancia en Las Sirenas, deseó estar sola y su deseo fue respetado, pero por otros motivos. Todos, incluso Tom Courtney, que hubiera debido conocerla mejor, pensaron que había que respetar su dolor de viuda. Pero Claire deseó estar sola sólo porque necesitaba tiempo para que fuesen calmándose las tensiones que Marc había creado en su espíritu. La prueba había terminado y ella necesitaba un descanso.

De manera esporádica, continuó trabajando con Maud. Incluso, poco después de que Marc desapareciera en su tumba líquida, Claire ya fue capaz de tomar al dictado las notas necrológicas, retóricas y ampulosas, que Maud pensaba insertar en la prensa diaria y en las revistas de la especialidad.

También le dictó una docena de cartas para sus compañeros de facultad y diversos colegas de Maud en Estados Unidos. Se comunicó a todos los personajes importantes la caída fatal de Marc, ocurrida por accidente, en plena actividad, y que así truncaba su brillante carrera de antropólogo. A Claire le interesó observar que todas aquellas notas necrológicas y cartas particulares no dejaban de aludir entre líneas a la labor científica que entonces desarrollaba Maud y a la que ésta y Adley habían hecho en el pasado. Si Marc hubiese podido ver desde el otro mundo que ni siquiera en su muerte podía librarse de sus absorbentes colaboradores, su amargura y frustración no hubieran conocido límites.

Rasmussen se llevó este correo necrológico y, en su viaje de vuelta, les trajo los telegramas de pésame y los recortes de prensa con la noticia. En un artículo fechado en Papeete, se mencionaba que el famoso escritor Rex Garrity había lamentado vivamente la temprana muerte de su joven y malogrado amigo, que era uno de los antropólogos más prometedores de Norteamérica. En el mismo artículo, Garrity declaraba que, después de sus breves vacaciones en Tahití, pensaba ir a Trinidad y de allí a la pequeña isla de Tobago, en las Indias Occidentales Británicas, donde la tradición situaba el naufragio de Robinson Crusoe. Garrity había recibido el encargo, por parte del Busch Artist and Lyceum Bureau, de emular los veintiocho años de soledad de Crusoe en veintiocho días, y Garrity prometía a sus lectores, que formaban legión, que representaría escrupulosamente el papel de náufrago, utilizando como únicos efectos personales los víveres, el ron, las herramientas de carpintero, las pistolas y la pólvora que Crusoe poseía.

Después de escribir estas noticias destinadas al gran público, Claire continuó tomando al dictado las notas escritas por Maud sobre Las Sirenas, y los voluminosos informes que ésta enviaba a Walter Scott Macintosh y Cyrus HackFeld. Aquella monótona labor taquigráfica la ayudó a matar el tiempo. A excepción de algunos largos paseos, Claire sólo abandonó una vez el despacho de Maud o su propia vivienda. Lo hizo para asistir a la cremación de los restos de Tehura en la pira funeraria y no pudo contener el llanto junto a los parientes de la joven, porque aquello sí era una auténtica tragedia. La infortunada muchacha no pereció a causa de un extravío mental, sino a consecuencia de la corrupción que le fue contagiada desde el exterior y que podía compararse a las repugnantes dolencias que en los tiempos de antaño difundían entre los isleños los primeros exploradores franceses.

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