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Authors: Brian Selznick

Tags: #Infantil y Juvenil

La invención de Hugo Cabret (20 page)

BOOK: La invención de Hugo Cabret
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Los niños abrieron la puerta de un suave empujón y todos se quedaron clavados en el umbral. Esperaban encontrar una habitación sumida en el caos: muebles tirados, dibujos rotos por todas partes… Pero ante sus ojos apareció un panorama muy distinto.

Georges Méliès había apartado la cama a un lado y estaba sentado tras un escritorio colocado en el centro de la habitación. Tenía una pluma en la mano, que lo asemejaba a una versión gigante de su autómata. Hugo vio que el dibujo del hombre mecánico estaba sobre el escritorio. El viejo juguetero había desencajado las puertas del armario para sacar sus viejos dibujos, y los había esparcido por todo el suelo; los papeles parecían brotar de las patas de la mesa y trepar por la cama y las paredes, donde estaban sujetos con chinchetas hasta la altura del techo. Las cortinas estaban corridas, y Méliès había instalado el proyector en una mesilla colocada frente a la puerta, con la lente dirigida hacia él. La película se reflejaba en toda la pared del fondo. Las brillantes imágenes de la luna, el cohete y los exploradores se superponían a la cara del viejo juguetero y al mar de bellos dibujos que trepaba por la pared, a sus espaldas.

—Mis padres eran fabricantes de zapatos, ¿sabéis? —dijo el viejo mirando a Hugo e Isabelle—. Me obligaron a trabajar en su empresa, pero yo odiaba aquello. Lo único que me gustaba de la fábrica eran las máquinas. Aprendí yo solo cómo arreglarlas, mientras soñaba todo el tiempo con escapar y convertirme en mago profesional. Así estuve años, hasta que pude vender mi parte de la fábrica y comprar un teatro para presentar mis espectáculos de magia. Mi mujer me hacía de ayudante, y los dos éramos muy felices. En la parte trasera del teatro monté un taller donde construí mi autómata. Todo el mundo se quedaba extasiado al verlo.

Georges Méliès miró al vacío con una sonrisa de nostalgia, pero en seguida se repuso y prosiguió su relato.

—Entonces, los hermanos Lumière inventaron el cine. Me enamoré de su invento a primera vista, y les pedí de inmediato que me vendieran una cámara. Ellos se negaron, así que decidí construir una con mis propias manos. Lo hice usando muchas de las piezas que me habían sobrado del autómata. Pronto descubrí que no era el único mago que se había sentido atraído por el cine. Fuimos muchos los que percibimos que se había inventado una nueva forma de magia y quisimos formar parte de ella. Mi bella esposa se convirtió en mi musa, mi estrella. Hice cientos de películas; todos creíamos que aquello no se acabaría jamás. ¿Cómo iba a terminar algo tan maravilloso? Pero luego estalló la guerra y, cuando acabó, ya había mucha competencia en el mundo del cine. Y así lo perdí todo; recuerdo con horror el día en que tuve que decirles a mis empleados que ya no podía mantenerlos. Pero cuando pensaba que las cosas ya no podían ir peor, dos de mis amigos más queridos, un cámara y su mujer, murieron en un terrible accidente de tráfico. Solo su hijita sobrevivió.

—¿Era yo? —exclamó Isabel.

—Sí, eras tú.

—Entonces, ¿mi padre hacía películas contigo?

—Tu padre trabajó de cámara en todas las películas que hice durante los últimos años en que funcionó mi estudio. Tu madre era maestra en una escuela de la localidad, y yo les tenía muchísimo cariño a los dos. Cuando murieron, Jeanne y yo te acogimos en nuestra casa… La verdad es que te convertiste en la única luz dentro de nuestra sombría vida. Obligué a tu madrina a prometer que no volvería a hablar de mis películas nunca más. Clausuré mi pasado, quemé todos mis decorados y el vestuario de todos mis montajes. Para sacar algo de dinero, tuve que vender las películas a un empresario que derritió los rollos de celuloide para hacer tacones de zapato. Aquel dinero me permitió comprar la juguetería de la estación. Y allí he estado atrapado desde entonces, obligado a oír el repiqueteo de los tacones de la gente a todas horas. Para mí, aquel ruido era un recordatorio constante de que mis películas habían desaparecido para siempre, de que hasta sus restos se iban desintegrando poco a poco… He pasado años obsesionado por esos fantasmas. Lo único que no tuve fuerzas para destruir fue el autómata, de modo que lo doné al museo de la ciudad. Pero nunca llegaron a exponerlo, y luego el edificio del museo se quemó. El último vestigio que me quedaba de mi vida anterior era una llave de repuesto para el autómata que le había dado a mi mujer como regalo de aniversario años atrás, e incluso aquello acabó por desaparecer. Creí que el autómata había salido para siempre de mi vida… pero me equivoqué. Había sobrevivido milagrosamente. Decidme, ¿dónde está?

—Lo tengo guardado en la estación —respondió Hugo.

—¿Y qué hace allí?

—Es una historia muy larga…

—Tráemelo, Hugo.

—Sí, señor —repuso el niño—. Estaré de vuelta en un abrir y cerrar de ojos.

9

El fantasma de la estación

H
UGO SE PUSO LOS ZAPATOS
y echó a correr bajo la lluvia hacia la estación. Al llegar vio que aún estaba llena de viajeros. Iba a ser difícil sacar el autómata de la red de corredores ocultos sin que lo viera nadie, pero Hugo estaba impaciente por llevárselo a Georges Méliès. Meneó la cabeza de un lado a otro para sacudirse el agua del pelo, como un perrillo, y luego echó a correr por los atestados pasillos, con el cuerpo vibrante por la emoción. Le dolía la mano y sabía que no le iba a ser fácil acarrear el autómata hasta el apartamento, así que se detuvo en la cantina para coger un poco de hielo. Teniendo cuidado de que no lo viera nadie, agarró un puñado y aprovechó para sisar una botella de leche. Cuando estaba a punto de marcharse, oyó lo que el dueño del quiosco de prensa le decía a la cantinera:

—… No me lo puedo creer, señora Emile. ¿Aquí, dice? ¿Pero está usted segura, señora Emile?

—¡Desde luego, señor Frick! Tengo una amiga que trabaja limpiando la comisaría y oye muchas cosas —respondió ella—. Esta mañana me la encontré cuando venía a trabajar, y me dijo que la policía había encontrado un cadáver en el fondo del Sena hace unos días.

Hugo estaba deseando marcharse, pero había algo en las palabras de la señora Emile que le intrigaba. Se acurrucó junto a la puerta de la cantina y aguzó el oído.

—Aún no lo sabe nadie, ¡pero ya verá cómo se corre la voz! —prosiguió la cantinera—. Estaban dragando el río cuando encontraron el cuerpo de un ahogado. Parece que llevaba mucho tiempo muerto, tal vez años, incluso. Mi amiga me dijo que solo lograron identificarlo ayer por la noche, y que si pudieron hacerlo fue gracias a la petaca plateada que llevaba en un bolsillo de la chaqueta. Les llevó unos días limpiarla del todo para poder leer el nombre que tenía grabado en la base. ¿Y sabe usted quién resultó ser, señor Frick?

Hugo ya sabía la respuesta.

—¿Se acuerda usted de aquel borrachín que se ocupaba de los relojes de la estación? —dijo la señora Emile tras hacer una dramática pausa—. ¡Pues era él, ni más ni menos! ¡Y llevaba años muerto!

Hugo sabía que se equivocaba en aquel punto. Su tío Claude solo podía llevar muerto unos meses; pero no iba a ser él quien corrigiera a la cantinera.

—¡Dios mío! —exclamó el señor Frick, que estaba acostumbrado a poseer la exclusiva de las primicias en aquella estación—. Bueno, supongo que nadie lo habrá echado de menos, y con razón.

—¿Pero no se da usted cuenta de lo que significa esto? Los relojes de la estación deberían haberse parado cuando el relojero se ahogó, porque no quedó nadie que pudiera darles cuerda. Pero en vez de pararse, ¡siguieron funcionando perfectamente! El relojero descansaba cómodamente en el fondo del río; no querría que lo molestaran, así que su fantasma siguió cuidando de los relojes. Pero en cuanto han ido a molestarlo, ¿ve usted lo que ha pasado? ¡Los relojes han empezado a estropearse uno tras otro! ¡Tenemos un fantasma en la estación!

En aquel momento, Hugo dejó caer inadvertidamente el hielo y la botella de leche, y esta última se rompió con estrépito. La señora Emile se dio la vuelta en redondo y lo vio de inmediato.

—¡Mi leche! —chilló—. ¡Ese es el raterillo que me ha estado robando!

Hugo se internó entre la muchedumbre tan rápido como pudo y desapareció por el primer respiradero que vio en la pared, aún mareado por la impresión de lo que acababa de oír.

Cuando llegó a su cuarto, se sentó unos minutos para recobrar el aliento, pero luego recordó que había prometido regresar a casa de Isabelle en seguida y empezó a apartar las cajas que ocultaban el escondrijo del autómata.

Cuando acabó, arrastró al hombre mecánico hasta el centro del cuarto y se puso a dar vueltas en torno a él, tratando de imaginar cómo podría acarrearlo con su mano lesionada.

Al fin se decidió, lo tapó por completo con el cobertor de tela para que no se mojara y lo rodeó con un brazo. Con la mano buena lo empujó para apoyárselo en el hueco del codo y logró levantarlo con gran esfuerzo, sin poder reprimir un gemido de dolor. Avanzó tambaleante hacia la puerta, pero al levantar la vista se dio cuenta de que la había cerrado al entrar, llevado por la costumbre. Pensó que, para abrirla, iba a tener que dejar de nuevo al hombre mecánico en el suelo, y estaba preguntándose cómo hacerlo sin que le doliera demasiado cuando oyó que alguien llamaba a la puerta.

—¿Eres tú, Isabelle?

La puerta se abrió de golpe y, por un instante, lo único que vio Hugo fue un borrón verde que ocupaba todo su campo visual: era el inspector de la estación, que se abalanzó al interior del cuarto como un torbellino, seguido de la señora Emile y el señor Frick. El inspector agarró a Hugo del brazo; el niño soltó un chillido de dolor y dejó caer el autómata, que aterrizó en el suelo con un ominoso crujido.

—¡Es él! —berreó la señora Emile—. Lleva meses robándome leche y cruasanes.

—Sí, yo lo vi todo —corroboró el señor Frick—. ¡Es un ratero!

—Se lo agradezco mucho a los dos —repuso el inspector—. Ha sido una suerte que pudieran seguirlo. Y ahora, por favor, dejen que me haga cargo de la situación.

—¿Dónde estamos? —preguntó el señor Frick mirando a su alrededor.

—En el apartamento del relojero de la estación —contestó el inspector.

—¿Del relojero? —dijo la señora Emile con un hilo de voz.

El señor Frick y ella palidecieron como dos fantasmas y salieron corriendo del cuarto de Hugo.

El inspector soltó un bufido desdeñoso y se volvió para mirar a Hugo, que se debatía tratando de liberarse.

—¡Estate quieto, chico! —gritó el inspector, con el rostro congestionado por la ira. Luego posó la mirada en el bulto informe que yacía en el suelo y la expresión de su rostro cambió bruscamente de la furia a la perplejidad—. ¿Qué está pasando aquí, chico? ¿Qué es eso?

Hugo estaba tan cerca del inspector que distinguía algunos detalles de los que nunca se había dado cuenta. Tenía varios dientes cariados, y le faltaba la parte superior de una oreja. Además, olía un poco a repollo.

Sin soltar a Hugo, el inspector se agachó y apartó la tela que cubría el autómata hasta dejarlo al descubierto. Había aterrizado de lado, y tenía el cuello doblado hacia atrás.

—¿Pero se puede saber qué rayos… ? —exclamó.

El inspector comenzó a registrar la habitación. Abrió todos los armarios y asomó la cabeza por todas las puertas, hasta que, al cabo de un rato, encontró un montoncito de sobres. Eran los cheques de la paga del tío Claude, que Hugo no había llegado a cobrar.

—¿Qué le ha pasado al relojero? —preguntó el inspector—. ¿Cómo has podido enterarte de que había túneles dentro de las paredes, cómo has llegado hasta este apartamento? ¿Dónde está el señor Claude?

—Suélteme, señor inspector —suplicó Hugo—. Tengo dos dedos rotos en esta mano.. . Agárrame del otro brazo, por favor, ¡me está haciendo daño!

Al ver el vendaje de Hugo, el inspector aflojó los dedos, y el niño aprovechó aquella oportunidad para echar a correr como un animal acorralado.

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