El recreo había terminado, la segunda parte del seminario amoroso iba a empezar en cualquier momento y él tenía ganas de decir algo, alguna barbaridad que la hiciese perder el control, pero sabía que no iba a atreverse. Estaba en la situación de un extranjero que se ve envuelto en una discusión en un idioma que no domina; ni siquiera puede soltar un insulto porque el contrincante que ha sido atacado le preguntaría inocentemente: «¿Qué es lo que pretendía decir? ¡No le he entendido!». Así que no dijo ninguna barbaridad e hizo una vez más el amor con silenciosa serenidad.
Luego la acompañó hasta la puerta (no sabía si estaba satisfecha o defraudada, pero parecía más bien satisfecha) y decidió que ya no volvería a verla; sabía que ella iba a sentirse herida e interpretaría tan repentina pérdida de interés (¡tenía que haberse dado cuenta de la impresión que ayer mismo le había causado!) como una derrota tanto peor cuanto más incomprensible. Sabía que por su culpa las zapatillas peregrinarían por el mundo con un paso aún más melancólico. Se despidió de ella y en el momento en que ella desapareció de su vista al doblar la esquina, lo invadió una fuerte, torturante nostalgia por las mujeres que hasta entonces había tenido. Aquello fue brutal e inesperado como una enfermedad que estalla en un solo segundo y sin previo aviso.
Poco a poco empezó a entender lo que pasaba. En el cuadrante la manecilla había llegado a un nuevo número. Oyó sonar las horas y vio cómo se abría un ventanuco en el gran reloj y gracias a un secreto mecanismo medieval salía por él una mujer con unas grandes zapatillas. Descubrirla significaba que su deseo daba media vuelta; ya no deseará a mujeres nuevas; ya sólo deseará a las mujeres que ha tenido; su deseo estará a partir de ahora obsesionado por el pasado.
Veía pasar por las calles a mujeres hermosas y se asombraba al comprobar que no les prestaba atención. Creo incluso que ellas le prestaban atención y él ni se enteraba.
En otros tiempos sólo deseaba a mujeres nuevas. Las deseaba tanto que con algunas de ellas sólo hacía el amor una vez y basta. Como si de pronto tuviera que pagar por aquella obsesión por lo nuevo, por aquella desatención hacia todo lo duradero y estable, por aquella desatinada impaciencia que lo impulsaba hacia delante, quería ahora dar la vuelta, encontrar a las mujeres de su pasado, volver a hacer el amor con ellas, llegar más lejos, extraer lo que había quedado por extraer. Comprendió que a partir de entonces «sólo habría grandes emociones en el pasado y que si aún quería encontrar nuevas emociones tendría que ir a por ellas en el pasado.
De muy joven, era pudoroso y trataba de estar a oscuras al hacer el amor. Pero en la oscuridad tenía los ojos abiertos de par en par para ver al menos algo, gracias al débil rayo que se filtraba por la persiana.
Después no sólo se acostumbró a la luz, sino que la requería. Cuando comprobaba que su acompañante tenía los ojos cerrados, la obligaba a abrirlos.
Y un día comprobó con sorpresa que hacía el amor con la luz encendida pero que cerraba los ojos. Hacía el amor y recordaba.
Oscuridad con los ojos abiertos.
Luz con los ojos abiertos.
Luz con los ojos cerrados.
El cuadrante de la vida.
Se sentó ante una hoja en blanco e intentó poner en una columna los nombres de las distintas mujeres que había tenido. Ya en ese momento comprobó la primera derrota. Sólo en muy pocos casos recordaba su nombre y apellido y en algunos ni siquiera uno de los dos. Las mujeres se habían convertido (sin que se notara, sin que se viera) en mujeres sin nombre. Es posible que de haber mantenido con ellas una correspondencia más frecuente, se le hubieran quedado grabados sus nombres, porque habría tenido que escribirlos con frecuencia en los sobres, pero «más allá del amor» no se cultiva la correspondencia sentimental. Quizá si hubiera tenido la costumbre de llamarlas por su nombre de pila, lo recordaría, pero desde la desgraciada historia de su noche de bodas tomó la decisión de emplear exclusivamente triviales apelativos cariñosos para dirigirse a todas las mujeres, apelativos que pudieran ser aceptados como propios por cualquiera de ellas en cualquier momento, sin despertar sospechas.
Llenó media página (el experimento no exigía que la lista fuera completa) reemplazando con frecuencia un nombre olvidado por alguna característica («pecosa»; o: «maestra de escuela» y así en adelante) y luego intentó recordar el
curriculum vitae
de cada una. ¡La derrota fue aún peor! ¡No sabía de sus vidas absolutamente nada! Simplificó por tanto la tarea y se limitó a una sola pregunta: ¿quiénes eran sus padres? Con la excepción de un único caso (había conocido al padre antes que a la hija) no tenía al respecto la menor idea. ¡Y, sin embargo, en la vida de cada una de ellas los padres tienen que haber ocupado un espacio enorme! ¡Seguro que le contaron muchas cosas acerca de ellos! ¿Qué valor atribuía entonces a la vida de sus amigas si no estaba dispuesto a recordar de ellas ni siquiera los datos más elementales?
Admitió (aunque con cierto rubor) que para él las mujeres no habían significado más que experiencia erótica. Intentó por lo tanto rememorar al menos esta experiencia. Se detuvo, al azar, en una mujer (sin nombre) a la que había señalado como «doctora». ¿Cómo fue la primera vez que hizo el amor con ella? Se acordó de la casa en que entonces vivía. Entraron y ella se puso enseguida a buscar el teléfono; luego le pidió disculpas a un desconocido, en presencia de Rubens, porque un compromiso inesperado le impedía ir a verlo. Se rieron de aquello y después hicieron el amor. Lo curioso es que sigue oyendo esa risa hasta hoy y de cómo hicieron el amor no recuerda nada. ¿Dónde fue? ¿Encima de la alfombra?, ¿en la cama?, ¿en el sofá? ¿Cómo lo hacía ella? ¿Y cuántas veces más se vieron? ¿Tres o treinta? ¿Y cómo fue que dejaron de verse? ¿Recuerda al menos un único retazo de las conversaciones que mantuvieron, que necesariamente tienen que haber llenado un espacio de al menos veinte horas pero puede también que de cien? Recuerda vagamente que le hablaba con frecuencia de su novio (pero por supuesto ha olvidado el contenido de esas informaciones). Cosa curiosa: lo único que quedó en su memoria fue el novio. El acto amoroso fue para él menos importante que el detalle halagador y tonto de que gracias a él engañaba a otro.
Piensa con envidia en Casanova. No en sus hazañas eróticas, de las que al fin y al cabo son capaces muchos hombres, sino en su memoria incomparable. ¡Unas ciento treinta mujeres arrancadas del olvido, con sus nombres, con sus rostros, con sus gestos, con sus frases! Casanova: la utopía de la memoria. En comparación con eso, ¡qué pobre es el balance de Rubens! En determinado momento del comienzo de su madurez, cuando renunció a la pintura, se consoló pensando que el conocimiento de la vida significaba para él más que la lucha por el poder. La vida de sus colegas que perseguían el éxito le parecía tanto agresiva como monótona y vacía. Creía que las aventuras eróticas lo conducirían directamente al centro de la vida, plena y real, rica y misteriosa, encantadora y concreta, a la que deseaba abrazar. Y de pronto ve que se había equivocado: a pesar de todas sus aventuras amorosas, su conocimiento de la gente es exactamente igual que cuando tenía quince años. Durante todo ese tiempo daba por seguro que había tenido una vida rica; pero las palabras «vida rica» no eran más que una afirmación abstracta; cuando intentaba descubrir lo que tenía de concreto esa riqueza, no encontraba más que un desierto por el que daba vueltas el viento.
La manecilla del reloj puso en su conocimiento que a partir de ahora sólo le obsesionará el pasado. Pero ¿cómo puede estar obsesionado por el pasado alguien que no ve en él más que un desierto por el que el viento persigue retazos de recuerdos? ¿Significa eso que estará obsesionado por esos retazos? Sí. Una persona puede estar obsesionada incluso por unos retazos. Además no exageremos: aunque no recordaba nada que valiese la pena de la joven doctora, otras mujeres se alzaban ante sus ojos con imperiosa intensidad.
Cuando digo que se alzaban, ¿cómo imaginar ese «alzarse»? Rubens se dio cuenta de una cosa curiosa: la memoria no filma, la memoria fotografía. Lo que había guardado de cada una de ellas era, en el mejor de los casos, un par de fotografías mentales. No veía de esas mujeres movimientos «conexos, ni siquiera veía los gestos breves en toda su continuidad, sino en la inmovilidad de un único segundo. Su memoria erótica le brindaba un pequeño álbum de fotografías pornográficas pero ni una sola película pornográfica. Y cuando digo álbum de fotografías, exagero, porque le habían quedado, todo lo más, unas siete, ocho fotografías: aquellas fotografías eran hermosas, le fascinaban, pero su número era sin embargo lamentablemente escaso: siete, ocho fracciones de segundo, a eso se reducía en sus recuerdos toda su vida erótica, a la que una vez decidió dedicar todas sus fuerzas y todo su talento.
Veo a Rubens sentado a la mesa con la cabeza apoyada en la palma de la mano: se parece al pensador de Rodin. ¿En qué piensa? Ya que se ha hecho a la idea de que su vida se le ha reducido a vivencias sexuales y éstas a siete imagines inmóviles, a siete fotografías, quisiera al menos conservar la esperanza de que en algún rincón de la memoria se halla olvidada una octava, una novena, una décima fotografía. Por eso está sentado con la cabeza apoyada en la palma de la mano. Evoca de nuevo a cada una de las mujeres y trata de encontrar para cada una de ellas una fotografía olvidada.
Al hacerlo comprueba otra cosa curiosa: tuvo algunas amantes especialmente osadas en sus iniciativas eróticas y además muy atractivas; sin embargo habían dejado en su alma muy pocas o ninguna fotografía excitante. Mucho más le atraían en sus recuerdos las mujeres cuya iniciativa erótica era más atenuada y su aspecto más discreto: aquellas a las que entonces más bien había subestimado. Era como si la memoria (y el olvido) llevaran a cabo una revisión radical de todos los valores; lo que había sido en su vida erótica deseado, premeditado, ostentoso, planificado, perdía valor, y por el contrario las aventuras que se habían producido inesperadamente, que no se habían anunciado como algo extraordinario, se volvían en el recuerdo inestimables.
Pensaba en las mujeres a las que su memoria había revalorizado: una de ellas ya había superado, con seguridad, la edad a la que aún hubiese deseado encontrarla; otras vivían en condiciones que hacían excepcionalmente difícil un encuentro. Pero ahí estaba la mujer que toca el laúd. Hacía ya ocho años que no la veía. Venían a su memoria tres fotografías mentales. En la primera de ellas estaba un paso delante de él, tenía el brazo inmovilizado ante la cara en medio de un movimiento con el que parecía borrar sus rasgos. La segunda fotografía captaba el instante en el que con la mano en su pecho él le preguntaba si ya la había tocado alguien de aquella forma y ella le respondía en voz baja «¡no!» con la vista fija hacia delante. Y finalmente la veía (esa fotografía era la más arrebatadora de todas) de pie entre dos hombres ante el espejo, con las palmas de las manos sobre los pechos desnudos. Era curioso que en aquellas tres fotografías su cara hermosa e inalterada tuviera la misma mirada: fija hacia delante, como ignorando a Rubens.
Buscó inmediatamente su número de teléfono, que en otros tiempos conocía de memoria. Ella le habló como si se hubieran despedido ayer. Fue a verla a París (esta vez no necesitó un pretexto, fue sólo para verla a ella) y se encontraron en el mismo hotel en el que muchos años antes ella había estado ante el espejo entre dos hombres, cubriéndose los pechos con las manos.
La mujer que toca el laúd seguía teniendo la misma silueta, sus movimientos el mismo encanto, sus rasgos no habían perdido nada de su delicadeza. Sólo una cosa había cambiado: al mirarla de cerca su piel ya no era fresca. A Rubens aquello no se le podía escapar; pero lo curioso era que los momentos en que se fijaba en ello eran extraordinariamente breves, duraban apenas un par de segundos; la mujer que toca el laúd volvía luego rápidamente a su imagen, tal como había sido hacía ya mucho tiempo definitivamente dibujado por la memoria de Rubens: se ocultaba tras su imagen.
Retrato: hace ya mucho tiempo que Rubens sabe lo que significa. Oculto tras el cuerpo del compañero que estaba sentado delante de él, dibujaba en secreto la caricatura del profesor. Luego levantaba la vista del dibujo; la cara del profesor estaba en un permanente movimiento mímico y no se parecía al dibujo. Sin embargo, cuando el profesor se alejaba del campo de su visión, era incapaz (ni entonces ni ahora) de imaginárselo con otro aspecto que el de su caricatura. El profesor había desaparecido para siempre tras su imagen.
En la exposición de un fotógrafo famoso vio la foto de un hombre que se levanta de la acera y tiene la cara ensangrentada. ¡Una fotografía inolvidable, misteriosa! ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué le había pasado? Probablemente un accidente sin importancia en la calle, se decía Rubens; un traspié, una caída y la imprevista presencia del fotógrafo. Sin sospechar nada, aquel hombre se había incorporado, se había lavado la cara en el bar de enfrente y se había ido a casa a reunirse con su mujer. Y en ese mismo momento, embriagado por su nacimiento, su imagen se había separado de él y se había ido precisamente en dirección contraria tras su propia aventura, tras su propio destino.
Una persona puede ocultarse tras su imagen, puede desaparecer para siempre tras su imagen, puede estar completamente separada de su imagen: una persona nunca es su imagen. Sólo gracias a las tres fotografías mentales Rubens telefoneó al cabo de ocho años a la mujer que toca el laúd. ¿Pero quién es la mujer que toca el laúd en sí misma, al margen de su imagen? Sabe poco de eso y no quiere saber más. Se imagina su encuentro al cabo de ocho años: están sentados frente a frente en el vestíbulo del gran hotel parisino. ¿De qué hablan? De todo lo imaginable menos de la vida que cada uno de ellos lleva. Porque, si se conociesen de un modo excesivamente íntimo, se formaría entre ellos una barrera de informaciones inútiles que los convertiría en dos extraños. Sólo saben el uno del otro el mínimo indispensable y están casi orgullosos de haber guardado el uno ante el otro su vida en la sombra para que su encuentro esté así iluminado y separado del tiempo y de todas las circunstancias.
Mira a la mujer que toca el laúd lleno de ternura y está contento de que, aunque haya envejecido algo, sigue cercana a su imagen. Con una especie de cinismo emocionado se dice: el valor de la mujer que toca el laúd, físicamente presente, consiste en que sigue siendo capaz de confundirse con su imagen.