Aunque ella no estaba más ausente de su vida de lo que había estado antes, con su muerte todo cambió. Cada vez que se acordaba de ella tenía que pensar en lo que había pasado con su cuerpo. ¿Lo habían enterrado en un ataúd? ¿O lo habían incinerado? Rememoraba su cara inmóvil que se observaba a sí misma con grandes ojos en el espejo imaginario. Veía los párpados de esos ojos que se cerraban lentamente y aquel era de pronto el rostro de una muerta. Precisamente porque el rostro era tan sereno, el paso de la vida a la no vida era tan fluido, armónico, bello. Pero después empezó a imaginar qué más le ocurriría a aquel rostro. Y fue espantoso.
Fue a verlo G. Como siempre empezaron a hacer el amor de una manera prolongada y silenciosa y como siempre en aquellos larguísimos ratos le vino a la mente la mujer que toca el laúd: como siempre estaba ante el espejo con los pechos desnudos y miraba hacia delante con mirada inmóvil. En ese momento Rubens pensó en que llevaría ya dos o tres años muerta; que el pelo ya se le habría caído y los ojos se habrían hundido. Quería librarse rápidamente de aquella imagen porque sabía que de otro modo no iba a ser capaz de seguir haciendo el amor. Ahuyentaba de la mente los pensamientos sobre la mujer que toca el laúd, se esforzaba por concentrarse en G, en su respiración acelerada, pero los pensamientos eran desobedientes y como a propósito ponían ante él las imágenes que no quería ver. Y cuando por fin se avinieron a obedecerle y a dejar de enseñarle a la mujer que toca el laúd en el ataúd, se la enseñaron entre las llamas en una posición concreta que él conocía de oídas: el cuerpo ardiente se erguía (gracias a alguna fuerza física que no comprendía), de modo que la mujer que toca el laúd estaba sentada en el horno. Y en medio de esa visión del cuerpo sentado entre las llamas se oyó de pronto una voz descontenta e imperiosa: «¡Más fuerte! ¡Más fuerte! ¡Más! ¡Más!». Tuvo que interrumpir el acto amoroso. Le pidió disculpas a G por no estar en forma.
Después se dijo: De todo lo que he vivido sólo me quedó una fotografía que es como si contuviese lo más íntimo, lo más profundamente oculto de mi vida erótica, como si contuviese su esencia misma. Puede que últimamente sólo haya hecho el amor para que esa fotografía reviviese en mi mente. Y ahora esa fotografía está en llamas y el hermoso rostro inmóvil se retuerce, se encoge, ennegrece y finalmente se hace cenizas.
G debía volver una semana más tarde y Rubens temía por adelantado las imágenes que iban a asaltarle durante el acto amoroso. Con la intención de expulsar de su mente a la mujer que toca el laúd, volvió a sentarse a la mesa, la cabeza apoyada en la palma de la mano, y buscó en la memoria otras fotografías que le habían quedado de su vida erótica y que podían suplantar la imagen de la mujer que toca el laúd. Todavía encontró unas cuantas e incluso se asombró, feliz, de que siguieran siendo tan hermosas y excitantes. Pero en lo más profundo del alma estaba seguro de que cuando fuera a hacer el amor con G su memoria se negaría a enseñárselas y le sacaría en su lugar, como un mal chiste macabro, la imagen de la mujer que toca el laúd ardiendo sentada. No se equivocaba. Esta vez también tuvo que pedirle disculpas a G en pleno acto amoroso.
Luego se dijo que no estaría mal suspender por un tiempo sus relaciones con mujeres. Hasta más adelante, como suele decirse. Pero el descanso se prolongaba una semana tras otra, un mes tras otro. Un día se dio cuenta de que ya no habría un «más adelante».
La celebración
En el gimnasio los espejos llevaban ya muchos años reflejando los movimientos de brazos y piernas; hace seis meses, debido a la insistencia de los imajólogos, penetraron también en el recinto de la piscina; por tres lados estábamos rodeados de espejos, el cuarto lado era una gran ventana de cristal que ofrecía el panorama de los tejados de París. Estábamos sentados en bañador junto a una mesa situada al borde de la piscina, donde resoplaban los bañistas. Entre nosotros se alzaba una botella de vino que habíamos pedido para celebrar el aniversario.
Avenarius seguramente no había tenido tiempo de preguntarme de qué aniversario se trataba porque había sido arrastrado por una nueva ocurrencia:
—Imagínate que tienes que elegir entre dos posibilidades. Pasar una noche de amor con una belleza mundialmente famosa, por ejemplo con Brigitte Bardot o con Greta Garbo, pero a condición de que nadie se entere. O cogerla por el hombro con familiaridad y pasear con ella por la calle principal de tu ciudad, pero a condición de no acostarte con ella. Me gustaría saber el porcentaje exacto de personas que elegirían una posibilidad o la otra. Sería necesario aplicar métodos estadísticos. Se lo planteé a varias empresas que se dedican a sondeos de opinión, pero todas se negaron.
—Jamás he entendido hasta qué punto hay que tomar en serio lo que haces.
—Todo lo que hago hay que tomarlo absolutamente en serio.
Continué:
—Te imagino, por ejemplo, presentando a los ecologistas tu plan para la destrucción de los automóviles. No es posible que pensaras que iban a aceptarlo.
Hice una pausa tras estas palabras. Avenarius permaneció en silencio.
—¿O pensabas que te iban a aplaudir?
—No —dijo Avenarius—, no lo pensaba.
—Entonces ¿para qué les presentaste tu proyecto? ¿Para desenmascararlos? ¿Para demostrarles que a pesar de todos sus gestos de inconformismo en realidad forman parte de eso a lo que llamas Diábolo?
—No hay nada más inútil —dijo Avenarius— que pretender demostrarles algo a los tontos.
—Entonces sólo queda una explicación: querías hacer una broma. Sólo que en tal caso tu actuación me parece ilógica. ¡Es imposible que contases con que iba a haber entre ellos alguien que te entendiera y se riera!
Avenarius hizo un gesto de negación con la cabeza y dijo con cierta tristeza:
—No, no contaba con eso. Diábolo se caracteriza por su absoluta carencia de sentido del humor. La comicidad, aunque sigue existiendo, se ha vuelto invisible. Hacer bromas ha dejado de tener sentido. —Luego añadió—: Este mundo se lo toma todo en serio. Incluso a mí. Y eso ya es el colmo.
—¡Yo tenía más bien la sensación de que nadie se toma nada en serio! Lo único que quieren todos es divertirse.
—Eso viene a ser lo mismo. Cuando el asno total tenga que anunciar la noticia del estallido de la guerra nuclear o un terremoto en París, tratará sin duda de ser ingenioso. Es posible que ya esté buscando algún juego de palabras para esas ocasiones. Pero eso no tiene nada que ver con el sentido de la comicidad. Porque el que resulta cómico en este caso es aquel que busca un juego de palabras para dar la noticia de un terremoto. Sólo que el que busca un juego de palabras para dar la noticia de un terremoto se toma su búsqueda completamente en serio y no tiene la menor idea de que resulta cómico. El humor sólo puede existir allí donde la gente distingue aún alguna frontera entre lo relevante y lo irrelevante. Y esa frontera se ha vuelto hoy imposible de distinguir.
Conozco bien a mi amigo, con frecuencia me divierto imitando su manera de hablar y adoptando sus ideas y ocurrencias; pero hay algo en él que se me sigue escapando. Su manera de actuar me gusta, me atrae, pero no puedo decir que la entienda por completo. Hace tiempo le expliqué que la esencia de una u otra persona sólo puede captarse mediante una metáfora. Mediante el rayo desenmascarador de la metáfora. Desde que le conozco, busco en vano la metáfora que me permita captar y comprender a Avenarius.
—Si no fue por hacer una broma ¿por qué presentaste esa proposición? ¿Por qué?
Antes de que pudiera responderme nos interrumpió una exclamación de sorpresa:
—¡Profesor Avenarius! ¡No es posible!
Desde la entrada avanzaba hacia nosotros un hombre atractivo, en bañador, que tendría entre cincuenta y sesenta años. Avenarius se incorporó. Los dos parecían emocionados y se estrecharon la mano durante largo rato.
Avenarius nos presentó. Comprendí que tenía ante mí a Paul.
Se sentó a nuestra mesa y Avenarius me señaló con un amplio movimiento del brazo:
—¿No conoce usted sus novelas? ¡
La vida está en otra parte
! ¡Tiene que leerla! ¡Mi mujer dice que es estupenda!
Comprendí con repentina clarividencia que Avenarius no había leído mi novela; si me obligó hace tiempo a dársela fue sólo porque su mujer, que padece de insomnio, necesita consumir en la cama kilos de libros. Me dio pena.
—Vine a refrescarme la cabeza en el agua —dijo Paul. Entonces vio el vino en la mesa y rápidamente se olvidó del agua—. ¿Qué beben? —Cogió la botella y examinó con atención la etiqueta. Luego añadió—: Hoy llevo bebiendo desde la mañana.
Sí, se le notaba y aquello me sorprendió. Nunca me lo había imaginado como borracho. Llamé al camarero para que trajese una tercera copa.
Empezamos a hablar de todo un poco. Avenarius volvió a referirse varias veces a mis novelas, que no había leído, y provocó así un comentario de Paul cuya falta de amabilidad me dejó casi perplejo:
—No leo novelas. Las memorias son mucho más divertidas y provechosas. O las biografías. Últimamente he leído libros sobre Salinger, sobre Rodin, sobre los amores de Franz Kafka. Y una estupenda biografía de Hemingway. Qué tramposo. Qué mentiroso. Qué megalómano —rió alegre Paul—: Qué impotente. Qué sádico. Qué machista. Qué maníaco sexual. Qué misógino.
—Si como abogado está dispuesto a defender a los asesinos ¿por qué no defiende a los escritores, que no son culpables más que de sus libros? —pregunté.
—Porque estoy harto de ellos —dijo Paul alegremente y se sirvió vino en la copa que el camarero acababa de poner delante de él.
—Mi mujer adora a Mahler —dijo después—. Me contó que dos semanas antes del estreno de su
Séptima sinfonía
, Mahler se encerró en la habitación de un ruidoso hotel y rehízo durante toda la noche la instrumentación.
—Así es —asentí—, fue en Praga en 1906. El hotel se llamaba Estrella Azul.
—Me lo imagino en esa habitación de hotel rodeado de papeles con notas —continuó Paul sin dejar que lo interrumpieran—, estaba convencido de que toda su obra quedaría estropeada si en la segunda frase tocaba la melodía el clarinete en lugar del oboe.
—Así es exactamente —dije y pensé en mi novela.
Paul continuó:
—Me gustaría que esa sinfonía se ejecutase una vez ante un público compuesto por los más renombrados especialistas, primero con los arreglos de las últimas dos semanas y después sin ellos. Garantizo que nadie sabría diferenciar una versión de la otra. Quiero decir que es sin duda admirable que el motivo que en la segunda frase toca el violín lo retome en la última frase la flauta. Todo está elaborado, pensado, sentido, nada se deja librado a la casualidad, pero esa enorme perfección nos supera, supera la capacidad de nuestra memoria, nuestra capacidad de concentración, de modo que ni el oyente más fanáticamente atento es capaz de abarcar de esa sinfonía más de una centésima parte, y seguro que aquella que menos le importaba a Mahler.
Su idea, tan evidentemente correcta, le alegraba, mientras yo iba poniéndome cada vez más triste: si mi lector se salta una frase de mi novela, no la entenderá, y sin embargo, ¿dónde hay en el mundo un lector que no se salte ni un solo renglón? ¿No soy yo mismo el mayor saltador de renglones y páginas?
—No le niego a esa sinfonía su perfección —continuó Paul—. Lo único que niego es la importancia de esa perfección. Esas sinfonías esplendorosas no son más que catedrales de la inutilidad. Son inaccesibles para el hombre. Son inhumanas. Hemos exagerado su significación. Nos hemos sentido inferiores ante ellas. Europa ha reducido a Europa a cincuenta obras geniales que nunca ha entendido. Imagínense esa indignante desigualdad: ¡millones de europeos que no significan nada frente a cincuenta nombres que lo representan todo! ¡La desigualdad entre las clases es un descuido insignificante en comparación con esta insultante desigualdad metafísica que convierte a unos en granos de arena y proyecta en otros el sentido del ser!
La botella estaba vacía. Llamé al camarero para que trajese otra. Así fue como Paul perdió el hilo de la conversación.
—Estaba hablando de las biografías —le apunté.
—Ajá —recordó.
—Se alegraba de poder leer por fin la correspondencia íntima de los muertos.
—Ya sé, ya sé —dijo Paul, como si quisiera adelantarse a las objeciones de la parte contraria—: Les aseguro que hurgar en la correspondencia íntima de alguien, interrogar a sus antiguas amantes, convencer a los doctores de que revelen secretos médicos, es una porquería. Los autores de biografías son gentuza y jamás me sentaría con ellos a una misma mesa, como con ustedes. Robespierre tampoco se hubiera sentado a la mesa con la chusma que robaba y tenía un orgasmo colectivo cuando devoraba con los ojos una ejecución. Pero sabía que sin ella no había manera. La gentuza es el instrumento del justiciero odio revolucionario.
—¿Qué hay de revolucionario en el odio hacia Hemingway? —dije.
—¡No estoy hablando del odio hacia Hemingway! ¡Estoy hablando de su obra! ¡Estoy hablando de la obra de todos ellos! Hacía falta decir ya de una vez que leer algo sobre Hemingway es mil veces más entretenido y provechoso que leer a Hemingway. Hacía falta mostrar que la obra de Hemingway no es más que la vida de Hemingway en clave y que esa vida fue igual de mísera e insignificante que la vida de todos nosotros. Hacía falta cortar en trocitos la sinfonía de Mahler y utilizarla como fondo musical para un anuncio de papel higiénico. Hacía falta acabar de una vez con el terror que producen los inmortales. ¡Derrocar el arrogante poder de las Novena y de los
Fausto
!
Ebrio de sus propias palabras se incorporó y levantó su copa:
—¡Brindo por el fin de los viejos tiempos!
En los espejos, que se reflejaban unos en otros, Paul se multiplicaba veintisiete veces y los ocupantes de la mesa contigua miraban con curiosidad su brazo levantado con la copa. Hasta los dos gorditos que salían de la pequeña piscina de masaje subacuático se detuvieron sin dejar de mirar los veintisiete brazos de Paul paralizados en el aire. Primero pensé que se había quedado así inmóvil para añadir patetismo a sus palabras, pero después me fijé en la señora en bañador que acababa de entrar en la sala, una mujer de cuarenta años con una cara bonita, unas piernas bien formadas aunque un poco cortas y un trasero expresivo aunque un poco grande, que como una flecha gruesa señalaba hacia el suelo. Por aquella flecha la reconocí de inmediato.