La inmortalidad (28 page)

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Authors: Milan Kundera

Tags: #Relato

BOOK: La inmortalidad
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Así es como están sincronizados los acontecimientos. Siempre que ocurre algo en el sitio Z, ocurre también algo distinto en los sitios A, B, C, D, E. «Y en el preciso momento en que…», es una de las frases mágicas de todas las novelas, la frase que nos subyuga cuando leemos
Los tres mosqueteros
, la novela preferida del profesor Avenarius, a quien le dije a modo de saludo:

—En el preciso momento en que te metes en la piscina, la protagonista de mi novela gira por fin la llave de contacto para ponerse en camino hacia París.

—Una magnífica coincidencia —dijo el profesor Avenarius, evidentemente satisfecho, y se sumergió.

—Claro que casualidades de ésas ocurren millones en el mundo a cada instante. Sueño con escribir sobre eso un gran libro: La teoría de la casualidad. Describir y clasificar distintos tipos de casualidades. Por ejemplo: «en el preciso momento en que el profesor Avenarius se sumergía en la piscina para sentir la cálida corriente de agua en su espalda, cayó de un castaño en un parque de Chicago una hoja amarillenta». Esa es una coincidencia casual de acontecimientos, pero no tiene sentido alguno. En mi clasificación la llamo
casualidad muda
. Pero imagínate que digo: «en el preciso momento en que caía la
primera
hoja amarillenta en la ciudad de Chicago, el profesor Avenarius se sumergía en la piscina para darse un masaje en la espalda». La frase se vuelve melancólica, porque vemos al profesor Avenarius como anunciador del otoño y el agua en la que se ha sumergido nos parece como si estuviera salada de lágrimas. La casualidad ha dado a los acontecimientos un significado inesperado y por eso la llamo
casualidad poética
. Pero también puedo decir lo que te he comunicado al verte: el profesor Avenarius se sumergió en la piscina en el preciso momento en que Agnes ponía su coche en marcha en los Alpes. A esta casualidad no se la puede llamar poética porque no le da un sentido especial a tu entrada en la piscina, pero es sin embargo una
casualidad
muy valiosa a la que denomino
contrapuntual
. Es como cuando se unen en una pequeña composición dos melodías. Lo sé de mi infancia. Un niño cantaba una canción y al mismo tiempo otro niño cantaba otra canción ¡y las dos combinaban! Y hay además otro tipo de casualidad: el profesor Avenarius bajó al paso subterráneo del metro de Montparnasse en el preciso momento en que allí se encontraba una hermosa mujer que llevaba en la mano una hucha roja. Esa es la llamada
casualidad generadora de historias
, que adoran los novelistas.

Hice una pequeña pausa tras estas palabras, porque quería incitarlo a que me dijese algo sobre su encuentro en el metro, pero él no hacía más que mover la espalda para que la corriente de agua le masajeara bien el lumbago y ponía cara de que mi último ejemplo nada tenía que ver con él.

—Me da la sensación —dijo—, de que en la vida humana la casualidad no se rige por el cálculo de probabilidades. Quiero decir con esto que nos ocurren muchas cosas casuales tan improbables que no podemos justificarlas matemáticamente. No hace mucho tiempo iba por una calle totalmente insignificante de un barrio totalmente insignificante de París y me encontré con una mujer de Hamburgo a la que hacía veinticinco años veía casi a diario y a la que luego perdí completamente de vista. Iba por esa calle sólo porque había bajado del metro por error una estación antes. Y ella había venido a pasar tres días en París y se había perdido. ¡Nuestro encuentro tenía una probabilidad en un millón!

—¿Cuál es tu método para calcular la probabilidad de los encuentros entre las personas?

—¿Tú conoces algún método?

—No. Y lo lamento —dije—. Es curioso, pero la vida humana nunca ha sido sometida a investigación matemática. Fíjate por ejemplo en el tiempo. Desearía que existiese un método experimental que mediante electrodos fijos a la cabeza de la gente investigase el porcentaje de su vida que el hombre dedica al presente, el que dedica a los recuerdos y el que dedica al futuro. Así conoceríamos quién es realmente el hombre en relación con el tiempo. Qué es el tiempo humano. Y seguro que podríamos determinar tres tipos básicos de hombre, según la forma de tiempo dominante para él. Y para volver a las casualidades. ¿Acaso podemos decir algo en serio sobre la casualidad en la vida sin una investigación matemática? Pero lamentablemente la matemática existencial no existe.

—La matemática existencial. Una idea excelente —dijo Avenarius y se quedó pensativo. Luego añadió—: En todo caso, se tratase de una posibilidad en un millón o de una posibilidad en un billón, el encuentro fue absolutamente improbable y precisamente en esa improbabilidad residía su valor. Porque la matemática existencial, que no existe, establecería probablemente la siguiente ecuación: el valor de una casualidad es igual a su tasa de improbabilidad.

—Encontrar inesperadamente en medio de París a una mujer hermosa a la que hacía años no veías… —dije recreándome en la idea.

—No sé por qué supones que era hermosa. Era la encargada de la guardarropía de la cervecería a la que yo iba todos los días y el club de jubilados le consiguió una excursión de tres días a París. Cuando nos reconocimos, nos miramos sin saber qué hacer. Casi con la desesperación que siente un niño sin piernas cuando gana en una tómbola una bicicleta. Como si los dos supiéramos que nos habían regalado una casualidad enormemente valiosa que, sin embargo, no nos iba a servir para nada. Nos parecía que alguien se estaba riendo de nosotros y a los dos nos daba vergüenza.

—A este tipo de casualidades se les podría llamar
morbosas
—dije—. Pero no consigo saber en qué categoría incluir la casualidad que hizo que Bernard Bertrand recibiera el diploma de asno total.

Avenarius dijo con toda autoridad:

—Bernard Bertrand recibió el diploma de asno total porque es un asno total. No se trataba de una casualidad. Era una necesidad absoluta. Ni siquiera las férreas leyes de la historia, de las que habla Marx, son una necesidad de mayor rango que este diploma.

Y como si mi pregunta lo hubiese irritado, se incorporó dentro del agua en toda su amenazadora enormidad. Yo también me incorporé y salimos de la piscina para ir a sentarnos al bar que estaba al otro lado de la sala.

5

Pedimos una copa de vino, tomamos el primer trago y Avenarius dijo:

—Sabes perfectamente que todo lo que hago forma parte de la lucha contra Diábolo.

—Claro que lo sé —respondí—. Por eso pregunto qué sentido tiene atacar precisamente a Bernard Bertrand.

—No entiendes nada —dijo Avenarius, como si estuviese cansado de que yo no entendiera lo que ya me había explicado tantas veces—. No existe una forma eficaz ni sensata de luchar contra Diábolo. Marx lo intentó, todos los revolucionarios lo intentaron y al final Diábolo se apoderó siempre de cualquier organización que tuviera el objetivo inicial de destruirlo. Todo mi pasado de revolucionario terminó en un desengaño y para mí hoy sólo hay una cuestión importante: ¿qué puede hacer un hombre que ha comprendido que una lucha organizada, eficaz y sensata contra Diábolo no es posible? Sólo tiene dos posibilidades: o renuncia y deja de ser quien era o continúa cultivando dentro de sí la necesidad interior de rebelión y de vez en cuando la manifiesta. No para cambiar el mundo, como en otro tiempo correcta e inútilmente deseó Marx, sino porque lo obliga a ello un imperativo moral íntimo. Pienso últimamente en ti. Para ti también es importante que no manifiestes tu rebelión sólo escribiendo novelas, que no pueden darte una satisfacción verdadera, sino que actúes. ¡Hoy quiero que por fin te unas a mí!

—Sin embargo sigo sin saber —dije— por qué te llevó la necesidad moral interior a atacar a un pobre redactor de un programa de radio. ¿Qué motivos objetivos te impulsaron a ello? ¿Por qué se convirtió para ti precisamente él en símbolo del asno?

—¡Te prohíbo que emplees la estúpida palabra símbolo! —elevó la voz Avenarius—. ¡Ese es el pensamiento de las organizaciones terroristas! ¡Ese es el pensamiento de los políticos, que hoy no son más que malabaristas que manejan símbolos! Yo desprecio por igual a los que cuelgan banderas de las ventanas y a los que las queman en las plazas. Bernard no es para mí un símbolo. ¡No hay para mí nada más concreto que él! ¡Lo oigo hablar todas las mañanas! ¡Con sus palabras empiezo el día! ¡Su voz afeminadamente afectada, estúpidamente graciosa, me enerva! ¡No soporto nada de lo que dice! ¿Motivos objetivos? ¡No sé lo que son! ¡Lo nombré asno total basándome en mi más extravagante, más malintencionada, más caprichosa libertad personal!

—Eso es lo que quería oír —dije—. No actuaste como Dios de la necesidad sino como Dios de la casualidad.

—Se trate de la casualidad o de la necesidad, estoy contento de ser para ti un Dios —dijo, nuevamente con su voz baja normal, el profesor Avenarius—. Pero no entiendo por qué te extraña tanto mi elección. Una persona que bromea estúpidamente con los oyentes y hace campaña contra la eutanasia es sin lugar a dudas un asno total y no soy capaz de imaginar que a eso se le pueda hacer una sola objeción.

Al oír las últimas palabras de Avenarius me quedé paralizado:

—¡Confundes a Bernard Bertrand con Bertrand Bertrand!

—¡Me refiero a Bernard Bertrand, el que habla por la radio y lucha contra los suicidios y la cerveza!

Me llevé las manos a la cabeza:

—¡Son dos personas distintas! ¡Padre e hijo! ¿Cómo has podido unir en una sola persona al redactor de la radio y al diputado? Tu error es un perfecto ejemplo de lo que hace un momento hemos denominado casualidad morbosa.

Avenarius se quedó confuso durante un momento. Pero pronto se recuperó y dijo:

—Me temo que todavía no conoces bien ni siquiera tu propia teoría de la casualidad. Mi error nada tiene de morboso. Se parece evidentemente, por el contrario, a lo que has llamado casualidad poética. El padre y el hijo se han convertido en un solo asno con dos cabezas. ¡Un animal tan magnífico no lo inventó ni siquiera la mitología griega!

Terminamos el vino, fuimos a cambiarnos al vestuario y desde allí llamamos a un restaurante para que nos reservaran mesa.

6

En el preciso momento en que el profesor Avenarius se ponía un calcetín, Agnes se acordó de esta frase: «Una mujer prefiere siempre a su hijo antes que a su marido». Se la había dicho en tono íntimo (en circunstancias de las que ya se había olvidado) su madre a Agnes, quien por entonces debía de tener doce o trece años. El sentido de la frase sólo se aclara cuando reflexionamos un rato sobre ella: decir que queremos a A más que a B no es una comparación entre dos grados de amor, sino que significa que B no es amado. Porque cuando amamos a alguien no lo podemos comparar. La persona amada no es comparable. Aunque amemos a A y a B, no podemos compararlos, porque al compararlos ya dejamos de amar a uno de ellos. Y si decimos en público que preferimos a uno de ellos y no al otro, nunca se trata de declarar ante los demás nuestro amor por A (porque en tal caso bastaría con decir simplemente «¡Amo a A!»), sino de poner con discreción pero con claridad en evidencia que B nos es por completo indiferente.

Claro que la pequeña Agnes no era capaz de semejante análisis. La madre seguro que contaba con eso; tenía necesidad de hacer una confidencia pero al mismo tiempo no quería que se entendiera del todo. Pero la niña, aunque no era capaz de entenderlo todo, sintió sin embargo que la frase no hablaba en provecho del padre. ¡Y ella lo amaba tanto! Por eso no se sintió halagada al ver que se le daba preferencia, sino entristecida porque se hería a quien ella amaba.

La frase se grabó en su mente; trataba de imaginar de la manera más concreta posible lo que significa querer a uno más y a otro menos; antes de dormirse yacía arropada con una manta y veía ante los ojos esta escena: el padre está de pie y coge con cada mano a una hija. Frente a él está preparado un pelotón de fusilamiento que sólo espera una orden: ¡apunten! ¡fuego! La madre va a pedirle clemencia al general enemigo y él le da la oportunidad de salvar a dos de los tres condenados. De modo que justo antes de que el comandante dé la orden de disparar, la madre corre hacia ellos, le arranca al padre las hijas de las manos y se las lleva con una prisa enloquecida. Agnes es arrastrada por la madre y tiene la cabeza vuelta hacia atrás, hacia el padre; la tiene vuelta hacia atrás con tal terquedad, con tal obstinación, que le da un calambre en el cuello; ve al padre que las mira alejarse con tristeza y sin la menor protesta: se resigna a aceptar la decisión de la madre porque sabe que el amor maternal siempre es mayor que el amor matrimonial y que le toca a él ir a la muerte.

A veces imaginaba que el general enemigo le daba a la madre la oportunidad de salvar sólo a uno de los condenados. No dudaba ni por un instante de que la madre salvaría a Laura. Se imaginaba cómo se quedaban solos, ella y el padre, cara a cara ante el pelotón de fusilamiento. Se cogían de la mano. A Agnes en ese momento no le importaba en absoluto lo que pasaba con la madre y la hermana, no las seguía con la mirada pero sabía que se alejaban con rapidez ¡y que ninguna de ellas volvía la vista atrás! Agnes estaba envuelta en la manta de su cainita, tenía lágrimas ardientes en los ojos y se sentía indeciblemente feliz de tener al padre cogido de la mano, de estar junto a él y de que fueran a morir juntos.

7

Es posible que Agnes hubiera olvidado la escena del fusilamiento si un día las hermanas no hubiesen reñido después de sorprender al padre junto a un montón de fotografías rotas. Miró entonces a Laura, que gritaba, y recordó que era la misma Laura que la había dejado sola con el padre ante el pelotón de fusilamiento y se había marchado sin volver la vista atrás. Comprendió de pronto que el conflicto era más profundo de lo que intuía y precisamente por eso nunca volvió a tocar el tema de la pelea acerca de las fotografías rotas, como si tuviera miedo de nombrar lo que debe permanecer innombrado, de despertar lo que debe seguir durmiendo.

Aquella vez, cuando la hermana se marchó llorando furiosa y ella se quedó sola con el padre, sintió por primera vez una sensación de cansancio al comprobar con sorpresa (las comprobaciones que más nos sorprenden son siempre las más triviales) que iba a tener toda la vida la misma hermana. Podría cambiar de amigos, cambiar de amantes, podría, si quisiera, divorciarse de Paul, pero no podría cambiar de hermana. Laura es una constante de su vida, lo cual resulta para Agnes aún más agotador porque la relación entre ellas se parece desde la infancia a una carrera: Agnes corre por delante y su hermana tras ella.

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