Vagando por los caminos del más allá, Hemingway vio a un joven que, desde lejos, avanzaba hacia él; iba vestido con elegancia y se mantenía llamativamente erguido. A medida que aquel joven elegante iba aproximándose a él, Hemingway podía apreciar en sus labios una ligera sonrisa picara. Cuando estuvieron a un par de pasos de distancia, el joven detuvo la marcha, como si quisiera darle a Hemingway la última oportunidad de reconocerlo.
—¡Johann! —exclamó Hemingway sorprendido.
Goethe sonrió satisfecho; estaba orgulloso de haber logrado un excelente efecto escénico. No olvidemos que había sido durante mucho tiempo director de teatro y tenía talento para los efectos. Luego cogió a su amigo del brazo (es curioso que, aunque en aquel momento era más joven que Hemingway, siguiera comportándose con él con la misma amable deferencia de una persona mayor) y lo llevó a dar un largo paseo.
—Johann —dijo Hemingway—, está usted hoy hermoso como un Dios. —La belleza del amigo le producía una sincera alegría y reía feliz—: ¿Dónde dejó sus pantuflas? ¿Y aquella plaquita verde que llevaba sobre los ojos? —Y cuando dejó de reír—: Así tendría que ir al eterno juicio. ¡Destrozar a los jueces no con argumentos, sino con su belleza!
—Usted ya sabe que en el eterno juicio no dije ni palabra. Eso fue por desprecio. Pero no pude evitar pasar por allí y oír lo que decían. Lo lamento.
—¿Qué quiere? Ha sido condenado a la inmortalidad por el pecado de escribir libros. Usted mismo me lo explicó.
Goethe se encogió de hombros y dijo con cierto orgullo:
—Es posible que nuestros libros sean en cierto sentido inmortales. Quizá. —Después de una pausa añadió en voz baja y con gran énfasis—: Pero nosotros no.
—Es precisamente al contrario —protestó amargamente Hemingway—. Nuestros libros probablemente dejarán pronto de leerse. De su
Fausto
no quedará más que la estúpida ópera de Gounod. Y puede que también aquel verso que dice que el eterno femenino nos empuja hacia alguna parte…
—
Das Ewigweibliche zieht uns hinan
—recitó Goethe.
—Eso es. Pero la gente nunca dejará de interesarse por su vida hasta el más mínimo detalle.
—¿No ha comprendido usted, Ernest, que los personajes de los que hablan no somos nosotros?
—No intente decirme, Johann, que no tiene usted la menor relación con el Goethe sobre el que todos escriben y hablan. Estoy de acuerdo en que la imagen que ha quedado de usted no es totalmente igual a usted. Estoy de acuerdo en que quedó usted bastante desfigurado. Pero aun así está usted presente en ella.
—No lo estoy —dijo Goethe con mucha firmeza—. Y le diré algo más. Ni siquiera estoy presente en mis libros. El que no es, no puede estar presente.
—Este es un discurso demasiado filosófico para mí.
—Olvide por un momento que es norteamericano y haga trabajar el cerebro: el que no es, no puede estar presente. ¿Es tan complicado? En el momento en que me morí me fui de todas partes y por completo. Me fui también de mis libros. Los libros están en el mundo sin mí. Ya nadie me encontrará en ellos. Porque no es posible encontrar a alguien que no es.
—Le daré la razón con mucho gusto —dijo Hemingway—, pero, explíqueme: si la imagen que ha quedado de usted nada tiene en común con usted, ¿por qué le dedicó tanta atención cuando vivía? ¿Por qué invitó a Eckermann? ¿Por qué se puso a escribir
Poesía y verdad
?
—Ernest, tiene usted que aceptar que fui igual de vanidoso que usted. Esa preocupación por la propia imagen, ahí es donde reside la fatal inmadurez del hombre. Es tan difícil ser indiferente a la propia imagen. Semejante indiferencia es superior a las fuerzas del hombre. Sólo se llega a eso después de muerto. Y tampoco de inmediato. Mucho tiempo después de muerto. Usted todavía no ha llegado. Sigue sin ser maduro. Y eso que ya lleva muerto… ¿cuánto tiempo?
—Veintisiete años —dijo Hemingway.
—Eso no es nada. Tendrá que esperar veinte o treinta años más para darse cuenta plenamente de que el hombre es mortal y para ser capaz de sacar de ello todas las conclusiones. Antes no es posible. Cuando ya me faltaba poco para morir afirmé que sentía dentro de mí tal fuerza creativa que era imposible que desapareciera sin dejar rastro. Y por supuesto creía que iba a vivir en la imagen que dejaba de mí. Sí, era como usted. Incluso después de muerto me resultaba difícil aceptar que ya no era. Sabe, es una cosa tremendamente particular. Ser mortal es la experiencia humana más esencial y sin embargo el hombre nunca fue capaz de aceptarla, comprenderla y comportarse de acuerdo con ella. El hombre no sabe ser mortal. Y cuando muere ni siquiera sabe estar muerto.
—¿Y acaso usted sabe estar muerto, Johann? —preguntó Hemingway para suavizar la seriedad del momento—. ¿Cree usted de verdad que la mejor manera de estar muerto es perder el tiempo charlando conmigo?
—No se haga el tonto, Ernest —dijo Goethe—. Sabe perfectamente que en este momento no somos más que fantasías frívolas de un novelista que nos hace decir lo que él quiere y que probablemente nosotros nunca habríamos dicho. Pero para terminar. ¿Se ha dado cuenta del aspecto que tengo hoy?
—¿No se lo dije en cuanto le vi? ¡Está usted hermoso como un Dios!
—Este era el aspecto que tenía cuando toda Alemania me consideraba un seductor sin compasión —dijo Goethe en tono casi solemne. Luego, emocionado, añadió—: Quería que fuera precisamente así como me viera usted en sus años venideros.
Hemingway miró a Goethe con una repentina y tierna indulgencia:
—¿Y usted, Johann, cuantos años hace que murió?
—Ciento cincuenta —respondió Goethe con cierta timidez.
—¿Y aún no sabe estar muerto?
Goethe sonrió:
—Ya lo sé, Ernest. Actúo un poco en contradicción con lo que le dije hace un rato. Pero me he permitido esta vanidad infantil porque hoy nos vemos por última vez. —Y luego, lentamente, como quien ya no volverá a hablar, pronunció estas palabras—: Es que he comprendido definitivamente que lo del eterno juicio es una tontería. He decidido aprovechar por fin que estoy muerto y quisiera, si puede expresarse con esta palabra imprecisa, irme a dormir. Saborear el placer del total no ser, del cual mi gran enemigo Novalis dijo que tenía color azulado.
La casualidad
Después de comer volvió a subir a su habitación. Era domingo, el hotel ya no esperaba nuevos huéspedes, nadie tenía prisa porque ella se marchara; la ancha cama de la habitación seguía sin hacer, tal como cuando se había levantado por la mañana. Aquella visión la llenaba de felicidad: había pasado allí dos noches sola, sin oír más que su propia respiración, durmiendo atravesada de esquina a esquina, como si quisiera ocupar con su cuerpo toda aquella gran superficie rectangular, que sólo le pertenecía a ella y a su sueño.
En el maletín abierto encima de la mesa ya estaba todo guardado: arriba, sobre una falda doblada, había una edición de bolsillo de poemas de Rimbaud. Los había cogido porque en las últimas semanas pensaba mucho en Paul. En la época en que Brigitte aún no había llegado al mundo, montaba con frecuencia tras él en una gran moto y viajaban juntos por Francia. Con aquella época y aquella moto se fundían sus recuerdos de Rimbaud: era el poeta de ellos dos.
Había cogido aquellos poemas semiolvidados como si cogiera un viejo diario, con la curiosidad de saber si las anotaciones, amarillentas por el paso del tiempo, le iban a parecer emocionantes, ridículas, fascinantes o insignificantes. Los versos seguían siendo igual de hermosos que antes, pero había en ellos algo que le sorprendía: no tenían nada en común con la gran moto en la que tiempo atrás habían viajado. El mundo de los poemas de Rimbaud le resultaba mucho más próximo a un hombre del siglo de Goethe que a Brigitte. Rimbaud, que les había ordenado a todos que fueran absolutamente modernos, era un poeta de la naturaleza, era un vagabundo, en sus poemas había palabras que el hombre actual ya ha olvidado o de las que no sabe disfrutar: el berro, los tilos, el roble, los grillos, el nogal, el olmo, el brezo, los cuervos, el cálido estiércol de los viejos palomares y los caminos, los caminos sobre todo. «
Par les soirs bleus d'été, j'irai dans les sentiers, picotés par les blés, fouler l'herbe menue
…
Je ne parlerai pas, je ne penserai rien
…
et j'irai loin, bien loin, comme un bohêmien, par la Nature —heureux comme avec une femme
…»
«En las noches azules de verano, iré por los senderos, salpicados de maíz, pisar la fina hierba… No hablaré, no pensaré en nada… e iré lejos, muy lejos, como un gitano, por la Naturaleza —feliz como con una mujer…»
Cerró el maletín. Después salió al pasillo, salió del hotel, dejó el maletín en el asiento trasero y se sentó al volante.
Eran las dos y media y ya tendría que haberse puesto en camino, porque no le gustaba conducir de noche. Pero no era capaz de decidirse a girar la llave de contacto. Como un amante que no hubiera tenido tiempo de decirle todo lo que habría querido, el paisaje que la rodeaba le impedía marcharse. Bajó del coche. Estaba rodeada de montañas: las de la izquierda eran claras, de colores intensos, y por encima del horizonte verdoso que marcaban, brillaban los glaciares blancos; las montañas de la derecha estaban cubiertas de una neblina amarillenta que las convertía en simples siluetas. Eran dos iluminaciones completamente diferentes; dos mundos diferentes. Giró la cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y decidió ir a dar un último paseo. Y tomó el camino que, subiendo suavemente, conducía por los prados hacia los bosques altos.
Hacía ya unos veinticinco años que había ido con Paul a los Alpes en la gran moto. Paul amaba el mar, y las montañas le eran ajenas. Ella quería ganarlo para su mundo; quería que lo maravillase la visión de los árboles y los prados. La moto estaba junto al borde de la carretera y Paul decía:
—El prado no es más que un campo de sufrimientos. A cada instante en medio de ese hermoso verdor muere alguna criatura, las hormigas se comen vivas a las lombrices, los pájaros están al acecho en lo alto, viendo si pasa una comadreja o un ratón. ¿Ves ese gato negro que está inmóvil en medio de la hierba? No hace más que esperar a que se le presente la oportunidad de matar. Me resulta antipático ese respeto ingenuo por la naturaleza. ¿Crees que el ciervo siente menos terror en las fauces del tigre del que sentirías tú? La gente ha inventado que el animal no tiene la misma capacidad de sufrimiento que el hombre, porque de otro modo no podría soportar la idea de que está rodeada por una naturaleza que es un horror y nada más que un horror.
Paul disfrutaba pensando que poco a poco el hombre va cubriendo toda la tierra de cemento. Se sentía como si estuviese viendo emparedar viva a una cruel asesina. Agnes comprendía demasiado su actitud como para reprocharle su falta de amor por la naturaleza, motivada, si es posible decirlo así, por su sentido de humanidad y justicia.
Pero puede que se tratara más bien de una vulgar lucha de celos de un hombre por una mujer, a la que quería separar definitivamente de su padre. Porque quien enseñó a Agnes a amar la naturaleza fue su padre. Con él recorrió kilómetros y kilómetros de caminos y admiró el silencio de los bosques.
En una ocasión unos amigos la llevaron a recorrer la naturaleza norteamericana. Era el reino interminable e inaccesible de los árboles atravesado por largas carreteras. El silencio de aquellos bosques le sonaba igual de enemistoso y extraño que el ruido de Nueva York. En el bosque que Agnes ama, los caminos se ramifican en caminos menores y en senderos aún menores; por los senderos pasan los guardabosques. En los caminos hay bancos desde los que se ve un paisaje lleno de ovejas y vacas pastando. Eso es Europa, eso es el corazón de Europa, eso son los Alpes.
«
Depuis huit jours, j'avais déchiré mes bottines
aux cailloux des chemins
…».
«Hacía ya ocho días que destrozaba mis botas
contra las piedras del camino…», escribe Rimbaud.
Camino: franja de tierra por la que se va a pie. La carretera se diferencia del camino no sólo porque por ella se va en coche, sino porque no es más que una línea que une un punto a otro. La carretera, no tiene su sentido en sí misma; el sentido sólo lo tienen los dos puntos que une. El camino es un elogio del espacio. Cada tramo del camino tiene sentido en sí mismo y nos invita a detenernos. La carretera es la victoriosa desvalorización del espacio, que gracias a ella no es hoy más que un simple obstáculo para el movimiento humano y una pérdida de tiempo.
Antes de que los caminos desaparecieran del paisaje, desaparecieron del alma humana: el hombre perdió el deseo de andar, de caminar con sus propias piernas y disfrutar de ello. Ya ni siquiera veía su vida como un camino, sino como una carretera: como una línea que va de un punto a otro punto, del grado de capitán al grado de general, de la función de esposa a la función de viuda. El tiempo de la vida se convirtió para él en un simple obstáculo que hay que superar a velocidades cada vez mayores.
El camino y la carretera son también dos concepciones diferentes de la belleza. Cuando Paul dice que en tal o cual lugar hay un paisaje hermoso, eso significa: si paras el coche verás un hermoso castillo del siglo XV y junto a él un parque; o: hay allí un lago y, por su brillante superficie, que se extiende a lo lejos, navegan los cisnes.
En el mundo de las carreteras un paisaje hermoso significa: una isla de belleza unida por una larga línea a otras islas de belleza.
En el mundo de los caminos la belleza es ininterrumpida y constantemente cambiante; a cada paso nos dice:
«¡Detente!».
El mundo de los caminos era el mundo del padre. El mundo de las carreteras era el mundo del marido. Y la historia de Agnes se cierra como un círculo: del mundo de los caminos al mundo de las carreteras y ahora otra vez de vuelta. Porque Agnes se va a vivir a Suiza. Ya está decidido y éste es el motivo por el que en las dos últimas semanas se siente ininterrumpida y locamente feliz.
Ya anochecía cuando regresó al coche. Y en el preciso momento en que ella introducía la llave en la cerradura, el profesor Avenarius se aproximaba en bañador a la pequeña piscina, donde yo ya lo esperaba metido en el agua caliente, dejándome azotar por las violentas corrientes de agua que salían de las paredes, por debajo de la superficie.