Read La herencia de la tierra Online
Authors: Andrés Vidal
El siguiente en actuar fue Moisés Ramírez, el letrado de Helena Casamunt. Se colocó delante de Helena y le presentó un nuevo papel, sin que ella hiciera nada por entenderlo, mirarlo o cogerlo siquiera.
—Señora Casamunt, usted sabe que en los últimos años no he escatimado tiempo en aras del bien de los Casamunt, aun cuando los beneficios que dicha actuación pudiese reportar a mi bufete fueran más bien escasos debido a los retrasos acumulados en los pagos, por no hablar de ciertos riesgos legales emprendidos. Por eso, y en vista de que ahora usted sí dispone de liquidez, le ruego que acepte saldar el importe que se me adeuda. En este escrito quedan reflejados todos los gastos y los conceptos correspondientes. Deseo fervientemente que se dirija a nuestras oficinas en Navas para establecer nuevos mecanismos de trabajo cuando crea que necesite de nuestros servicios si es el caso que decide usted vender algunas de sus propiedades. Ha sido un placer trabajar para usted y para toda su familia durante todos estos largos años.
Y, recogida de encima de la mesa la cantidad exacta, el abogado se dirigió hacia la puerta. Ante un gesto de su padre, salieron también de la estancia los hijos Roca. Permanecieron allí sólo Rosendo y Helena, uno de pie haciendo aún gala de una pose imponente y la otra sentada, manteniendo la compostura aunque sumida en la rabia, la impotencia y el abandono.
Rosendo alzó entonces la vista alrededor y se notó observado por los retratos de toda una estirpe, testigos ahora de su triunfo. Allí estaba Valentín Casamunt con los perros de caza y una perdiz inerte en una de sus manos. Fernando, el pelo de color oro viejo y la espalda un tanto arqueada hacia atrás, se apoyaba en una mesa alta con los pulgares en los pequeños bolsillos de su chaleco. La mirada azul desafiaba a su enemigo y a su hermana, la última representante de su linaje. Rosendo se colocó frente a Helena y los antagonistas se observaron sin decirse nada.
¿Qué caprichos del destino habían determinado que aquellas dos personas, aquellas dos familias, contrastaran de modo tan opuesto? ¿Era sólo la clase social o había habido algo más que distinguía sus intereses y empeños? Del mismo modo que Rosendo Roca se había mostrado flexible y tenaz a lo largo de su vida, aprendiendo de todos y de todo, Helena Casamunt había vivido de forma altiva y caprichosa. El primero había nacido solo pero vivía ahora rodeado de amigos y de renombre; la segunda había nacido rodeada de gente, lujo y nobleza, pero se había quedado sola. Así como Rosendo Roca nunca había aceptado la injusticia, Helena Casamunt continuaba sin aceptar la justicia, ni siquiera la de ese momento.
Rosendo se acercó al sillón para poner su cara a la altura del oído de Helena. Ella sintió entonces nacerle del vientre un latigazo de esperanza y casi sin querer, de manera imperceptible, acercó su cabeza hacia Rosendo. Y en un último esfuerzo que sonó acartonado, implosivo, la boca de Rosendo se abrió para hablar: era el monólogo que resumía sus vidas:
—Una vez, cuando yo era pequeño, acompañé a mi padre para vender a un vecino el fruto de nuestro trabajo. Allí, con la firme voluntad de darle una pequeña alegría a mi familia, empujado también por el hambre y la inconsciencia de la niñez, cogí una apetitosa manzana roja de un árbol del vecino. La guardé entre mis ropas hasta llegar a casa para entregársela a mi madre. Cuando se supo su origen, mi padre me propinó una paliza y mi madre me dijo entonces unas palabras que aún hoy no he olvidado: «Jamás disfrutes de algo que no te hayas ganado con tu esfuerzo. Jamás, pues no te traerá más que desgracias.»
El ápice de esperanza de Helena se congeló en su rostro. Rosendo se incorporó y se encaminó con paso firme hacia la puerta. Justo antes de traspasarla se detuvo y dirigió una última mirada hacia el interior. Helena, la última de los Casamunt, rodeada de los cuadros de sus antecesores, se había quedado inmóvil al fondo de la estancia, empequeñecida por la perspectiva y por los hechos. Rosendo Roca le volvió la espalda y cruzó el umbral que conducía a la salida de aquel recinto de la mezquindad por fin extinta.
El silencio ulcerado se escondía bajo la alfombra, el sillón y la mueca impávida de Helena. Con la espalda cada vez más curvada, los ojos de la señora Casamunt sólo alcanzaban a ver el suelo y el crepitar de la leña que ardía frente a ella. El calor de las llamas no le molestaba ni le quemaba el rostro, todo lo contrario: la mantenía en su alienación mientras su memoria evocaba una y otra vez lo sucedido hacía sólo unos instantes. Rosendo Roca había vencido. Cincuenta años después de que aquel deshonroso campesino irrumpiera en su puesta de largo y padeciera la humillación lanzada por Valentín, éste y su apellido habían recibido la ignominia en pago a lo sucedido.
Helena Casamunt era incapaz de elevar su mirada y enfrentarse a la cruda realidad. Se había pasado la vida queriendo evitar lo que acababa de ocurrir y ahora ya no le quedaba nada más por hacer. A lo largo de ese camino había perdido a toda su familia; también a su sobrino Álvaro.
—Álvaro —susurraron sus labios agrietados en silencio sin que el resto de su marchito cuerpo respondiera.
Ese muchacho la quiso de verdad. Había sido la única persona en hacerlo. De eso también estaba segura.
Helena se esforzó hasta el temblor para alzar la mirada. Al hacerlo se encontró con los retratos de todos los miembros de su familia que ya no estaban, cual fantasmas recriminatorios provenientes de un pasado del que sólo quedaban pequeñas estelas de ceniza y sombra. La señora parpadeó en un movimiento breve y reiterativo para humedecer sus ojos. A través de la nebulosa de esa aridez continuó observando los rasgos resistentes al tiempo de todos esos semblantes momificados. Se dio cuenta de que nunca había conseguido llorar sin convertir el llanto en un gesto interesado. Se preguntó si ella no disponía de ese mecanismo que el resto de la humanidad parecía emplear incluso en demasía. O quizá la pena no era un sentimiento al alcance de todo el mundo. En su caso, la rabia y el rencor eran los agentes que solían movilizar toda acción. Y, vislumbrando frente a sí el final de ese camino revestido de pérdidas, la señora Casamunt supo que ninguno de esos elementos resultaba útil.
Era un hecho real y trágico al mismo tiempo: ya no contaba con las tierras de la mina ni de la colonia, las únicas que por aquel entonces habían continuado ofreciéndole un mínimo de ingresos. Ni tampoco con el precio que les había puesto su difunto padre. Los otros terrenos, desatendidos, se habían vuelto yermos hacía ya mucho. Lo único que le quedaba era ese viejo caserón, campos abandonados y un puñado de dinero.
Se distrajo de sus pensamientos cuando escuchó el resonar de los pasos de Manuela. Todavía acudía a casa de Helena todos los días para llevarle la comida que preparaba en su hogar. Hacía ya algunos años que, tras la muerte de Álvaro, la única superviviente de su saga había abandonado todo interés por el servicio y había despedido a los empleados que quedaban, optando así por permanecer en casi completa soledad. Únicamente el anciano Jacinto había persistido en su labor hasta el final de sus días. Ya no había mayordomo que abriera el enorme portón de madera, como tampoco había visitas que llamaran a él.
Manuela había acatado la decisión de su ama con la única condición de que le permitiera acudir a la casa cada día para ofrecerle una buena comida caliente. La fiel cocinera no podía evitar sentir lástima por aquella mujer que, a pesar de su mal carácter, le había proporcionado sustento durante tantos años.
Cuando la cocinera llegó a la sala en la que Helena pasaba todo el tiempo de su ya longeva vida, saludó a la señora:
—Buenos días, señora Casamunt. Y muchas felicidades… No pensará usted que me he olvidado. Hoy es su cumpleaños y por eso le he traído un buen potaje y un delicioso bizcocho para que le endulce el día —dijo mientras colocaba sobre la mesa dos recipientes de terracota.
Helena miraba ahora el fuego. Bajo las sombras de las llamas repletas de pesares, muecas y lágrimas, la señora parecía estar esperando encontrar las respuestas que necesitaba. Sí, era su cumpleaños. ¿Y qué? ¿A quién le importaba?
Por su parte, Manuela ya estaba acostumbrada a que, según el día y el momento, la señora Casamunt ignorara su presencia haciendo caso omiso a sus palabras.
—Hoy hace un tiempo estupendo, debería usted probar a salir fuera a que le dé un poco el aire. Todo el día aquí encerrada no le hace a la señora ningún bien… —Manuela hablaba casi sin pausas, como si evitando el silencio pudiera también evitar la decadencia manifiesta de aquella morada.
—Voy a poner un poco más de leña en la chimenea. ¡Parece que sea invierno aquí! —exclamó mientras desaparecía por la puerta hacia el exterior. Volvió a los pocos minutos con los brazos cargados de troncos y echó unos cuantos al fuego levantando un sinfín de chispas revoltosas.
—Ya verá como en un momento vuelve el calor.
Mientras Manuela recolocaba los troncos con unas tenazas de hierro forjado, Helena observaba inmutable cómo las llamas volvían a tornarse feroces nada más encontrar otros cuerpos que calcinar. La oronda cocinera retiraba las manos de vez en cuando para evitar quemarse con el calor abrasador que volvía a surgir de la chimenea. Cuando hubo terminado, salió de nuevo de la sala. Casi al instante estaba ya de vuelta con un plato y una cuchara en la mano. Al disponerlos sobre la mesa descubrió el dinero.
—Vaya, señora, veo que ha recibido buenos pagos. Utilícelos como desee, pero no le vendría mal cuidar la alacena. Hágame caso, tiene la cocina vacía. Si le parece bien a la señora, puedo ir a comprar y llenarle la despensa.
Helena no desvió su atención. Los billetes y monedas eran los últimos vestigios de una vida pasada llena de lujos y esperanzas. Lo poco que le quedaba ya no valía nada.
Tras comprobar que la señora mantenía su actitud ausente y no respondía, Manuela cogió unas pocas pesetas y se despidió:
—Hasta mañana, señora Casamunt. Y no se preocupe, le traeré provisiones de su agrado.
Manuela salió con paso decidido de la sala y dejó a la señora Casamunt con la única compañía del silencio, el fuego y el dinero.
La frase final de Rosendo le resonaba una y otra vez en la cabeza. La sentía a punto de estallar, su estruendo era cada vez mayor; «Jamás disfrutes de algo que no te hayas ganado con tu esfuerzo.» No cesaba de preguntarse cuándo había comenzado a equivocarse: quizá en su puesta de largo, quizá aquella tarde en la margen del río, quizá cuando ese campesino la penetró rebosante de fuerza, energía y determinación. A partir de ese momento su vida había sido un sinfín de vejaciones gratuitas, esfuerzos malogrados y elecciones equivocadas. No sólo eso, muy al contrario de la quimera que había perseguido» ahora se daba cuenta con diáfana claridad de que Rosendo Roca había llegado a ser lo que era gracias a ella. ¡Qué sinsentido la vida entera!
De las palmas de sus manos cayeron varias gotas de sangre, tal era la fuerza con la que estaba clavando las uñas en su propia carne. La lucha había acabado. Demasiados errores, demasiado orgullo, demasiada soberbia. Rosendo Roca, un hombre simple y testarudo, había conseguido todo lo que se había propuesto. No, mucho peor, estaba segura de que había conseguido lo que ni siquiera se había propuesto. ¿Qué singular inteligencia había propiciado que aquel hombre la hubiera humillado una y otra vez?
Después de lo ocurrido aquella tarde, el dolor en su interior era tan intenso que no atinaba a salir del pozo en el que aquel susurro la había sumido. Había sido doblegada una y otra vez, pero ya no más. Esta vez la derrota le resultaba insoportable.
Se levantó con esfuerzo. La luz lo imbuía todo de una luminosidad lechosa, extraña. Caminó por la habitación hasta la puerta. Allí se detuvo. Se apoyó en ella para sostener el pesar infinito que la atenazaba. Aquel desgraciado 21 de septiembre de 1831, el día de su puesta de largo, se le presentaba ahora como el fatal día del inicio de su luto.
Se enderezó y recompuso su vestido. Giró entonces la llave y se dirigió al otro extremo de la estancia: abrió uno de los ventanales. Las llamas de la chimenea se avivaron ante el renovado suministro de tiro. Y allí se dirigió Helena con paso vacilante. Cogió un tronco delgado cuyo rescoldo se ocultaba entre las brasas, se incorporó y miró extrañada entre la tristeza y la rabia la lumbre de la punta.
La tea ardiente prendió rápida los cortinajes y la pieza se iluminó de inmediato. La señora se volvió para, impasible, incendiar también los legajos de documentos y billetes de papel moneda. Cuando se sentó nuevamente en su sillón, Helena Casamunt dejó caer la antorcha junto al tafetán y los generosos ropajes de su falda.
—No más humillaciones, campesino —masculló mientras por fin las lágrimas recorrían sus ajadas mejillas al tiempo que comenzaba a reír histérica. Sola y hundida, se mofó de sí misma y del mundo entero en la que había decidido sería su última batalla y su primera y única victoria contra el tiempo.
A la editora Susana Sánchez, por su confianza e ilusión en este proyecto. A Mauro Cavaller, por su colaboración más allá de lo que el deber le exigía. A Claudia Carreras y a Eva Ramírez, por sus lecturas desinteresadas. A Carme García, Moisés Sánchez, Ton Marcet y Perfecte Sanchis, por un soporte cuya tangibilidad sería muy difícil explicar aquí. A Montse Torres, por sus aportaciones como documentalista. A la joven plantilla de las Minas de Cercs. A Mayé y M.
a
Àngels, guías de la simpatía en Can Vidal. A Mateu, el hombre de l'Ametlla de Merola, capaz de transportarte a la cotidianidad de un pasado que él mismo vivió. A la doctora Elisenda Florensa, por sus conocimientos. A la casa consistorial de Manresa cuya atención y puntualidad fueron impecables.
A Armand y Arlet, por entenderme. A Juanjo, por sus sabios e impagables consejos. A Josep Punset, el mejor mentor del mundo. A Marisol Martínez, por recordarme que comiera cuando los tiempos de entrega me tenían absorbido. A David, por transmitirme un poco de su perseverancia. A Conchita de Vega, por sus valiosos recuerdos sobre una época que no tuve oportunidad de conocer. A Leopoldo, por leer mis dudas y ayudarme a resolverlas. A Bea, quien confió en la novela desde sus inicios, aportando calor y cariño todo el tiempo. A Concha, por estar ahí, animada y animosa. A Pepe, lector y sagaz crítico, con ese don de la opinión justa, certera. A Beatriz, cuya fe supo salvar muchos quilómetros y ofrecer comentarios oportunos. A Lluís Sola e Igor Muñoz, tanto monta, monta tanto. A Laia y a Martina, una por estar siempre, la otra por llegar siempre en el momento justo.