La herencia de la tierra (81 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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Una mano acarició el hombro de Rosendo Roca. Se volvió y vio a Rosendo
Xic
y a Roberto con una sonrisa triste, incómoda. Rosendo cerró su diario y se incorporó con dificultad.

—Ya está todo preparado, padre —dijo Rosendo
Xic
casi en un susurro.

—Arístides nos espera en Manresa, tal como quedamos —declaró Roberto en el mismo tono de voz respetuoso.

Rosendo tomó aire y, resuelto, avanzó hacia el carruaje. Rosendo
Xic
y Roberto, con los sombreros en la mano y un gesto compungido en el rostro, le dedicaron una mirada a la tumba de su madre. Después dieron media vuelta y comenzaron a caminar. Se pusieron a la par de su padre, que se sintió inmensamente reconfortado y seguro flanqueado por sus dos hijos.

Iban a cumplir el último deseo de alguien que había entregado su vida al trabajo con la dignidad de quien lucha porque no se conforma.

En una penumbra pesada y tupida, con las contraventanas cerradas que apenas dejaban escapar un rayo horizontal de luz, una voz surgía del sillón situado tras la mesa del despacho. Sonaba distante y quebrada, ronca, desacostumbrada a ser utilizada con la profusión de otros tiempos.

—Entonces, ¿qué crees que debo esperar, Ramírez?

Moisés Ramírez entornaba un poco los ojos, molesto por la falta de luz y el fogonazo que se filtraba deslumbrante rasgando la contraventana. No veía a la dueña de la voz, sólo la silueta recortada del sillón y una gran mancha oscura en medio. Ciertamente, habían sido penosos los largos años de ahogo y agonía financiera del apellido Casamunt. Pero ahora había una salida:

—Según mis cálculos, atendiendo a beneficios y reinversiones de estos últimos años, es matemáticamente imposible que hayan reunido la cifra. Con total seguridad necesitarán de un préstamo importante para completar la cantidad fijada en el contrato y, por lo que he podido saber de mis contactos en la banca, no se tiene noticia de ninguna operación reciente en toda la comarca y no creen que en Cataluña sea posible reunir grandes préstamos sin contar con ellos de alguna manera.

—Está bien. Espero que aciertes —concluyó la voz.

—No hay duda. Conseguirá usted todas las posesiones Roca ubicadas en sus terrenos o, en el remoto caso de que se presentaran con el dinero estipulado en él contrato, podría disponer de él desde hoy mismo.

Tras una pausa, el abogado preguntó:

—¿Alguna cosa más, señora Casamunt?

—No, puedes aguardar fuera o ir al salón. Recibiremos allí a los Roca.

Casi a tientas, el leguleyo inició el movimiento de retirada. Sus pasos resonaron huecos y dejaron un molesto rastro en la estancia. Después, sólo quedó el silencio de la espera.

Capítulo 99

—Querido Rosendo, amigo mío. ¡Cuánto tiempo! —exclamó Efrén Estern.

En el salón principal de la fonda San Ignacio de Manresa, Rosendo Roca recibió cordialmente aunque en silencio la mano del financiero de Girona. Pese a los años transcurridos su aspecto era el de siempre: seguía delgado, calvo y encorvado. Se lo veía tranquilo, probablemente se sentía seguro. Contribuían sin duda también a esa serenidad los dos individuos que se hallaban a su lado; vestidos con el mismo tipo de abrigo largo y negro, representaban casi el doble de la altura del menudo pero poderoso banquero.

Tras el patriarca Roca, los dos hijos se acercaron y lo saludaron, primero Rosendo
Xic,
que seguía al frente de la fábrica, y después Roberto, vinculado a la política. El menor, ahora más moderado, era perfecto conocedor de los círculos de poder del país, los evidentes y los ocultos, los conocidos y los que ejercían su influencia desde la sombra y con los que había que contar para ganar. Pese a estar aquellos últimos años algo alejado de la colonia, viviendo con Rosa Ferrer y los hijos de ambos en el corazón de la extraordinaria urbe en que se estaba convirtiendo Barcelona, no quería perderse la última gran aventura de su padre.

Rosendo
Xic
hizo recaer sobre sí el peso de la conversación y Roberto aceptó ese pacto tácito.

—Señor Estern, estamos realmente agradecidos por su confianza en nosotros. Será ésta la segunda vez —dijo tras los saludos.

—No, por favor. No merezco su agradecimiento, señor Roca. Recuerde que nosotros procuramos, siempre que sea posible, jugar sobre seguro. En aquel primer préstamo, la que fue trascendental para nuestra decisión fue la doble propuesta de avalarlo mediante los bienes muebles y de comprar esos bienes a través de un testaferro ajeno a la influencia del contrato Casamunt a fin de eludir el riesgo de perderlo todo.

El testaferro. Rosendo
Xic
recordó con nostalgia aquella historia que su padre les contó hacía ya muchos años, cuando Pantenus Miral precisó de alguien cercano y fiel, capaz de colaborar ciegamente con los Roca. Así, el primer préstamo proveniente del círculo de influencia de Efrén Estern, saldado ahora ya desde hacía algunos años, jamás se hubiera hecho efectivo si Henry Gordon no hubiera aceptado firmar las compras de todas y cada una de las máquinas con las que iniciaron la fábrica. Rosendo
Xic,
con un gesto triste a la vez que agradecido, recordó una cosa más, algo que le impresionó mucho cuando su padre se lo contó: fue precisamente Henry quien, cuarenta y nueve años antes, el mismo día que lo salvó de los escombros, le ofreció constituirse en sociedad. Dicha unión no sólo le permitió completar el pago del primer año de su andanza, sino que le permitió experimentar una de las lecciones más importantes para un aventurero: sólo con el otro se puede continuar avanzando. Ahora era su turno; el nuevo préstamo que estaba a punto de suscribir con el señor Estern lo situaba a él exactamente en el mismo ciclo de aprendizaje.

—Todo está preparado —anunció Arístides mientras extraía varios pliegos de un cartapacio negro.

—Lo está también por nuestra parte —apuntó Efrén Estern seguro de sí mismo aunque sin poder evitar frotarse las manos en un gesto que le era característico—. Debo confesarles que, a estas alturas, los proyectos de los Roca crean notable expectación en mi comunidad y otros círculos financieros privados. Como siempre, esperamos no defraudarlos.

Rosendo se sentó y Arístides dispuso ante él los documentos que había estudiado y preparado durante aquella semana. Cogió la pluma con seguridad, la mojó en el tintero y la arrastró con pulcritud en una firma certera. Luego firmaron los dos hijos que, subsidiariamente, asumían el pago del nuevo crédito sobre la base de las futuras ganancias de la fábrica. En los últimos años de trabajo habían podido reunir la mitad del total del millón de reales. El valor del nuevo préstamo alcanzaba, pues, el otro medio millón, ciento veinticinco mil pesetas en la nueva moneda. Sin los gravámenes del primer crédito y del canon anual, el pago de la nueva deuda se presentaba perfectamente posible.

Después de las firmas, los documentos desaparecieron en el bolsillo interior del abrigo de Efrén Estern. Éste cogió a continuación de manos de uno de sus acompañantes una pequeña maleta de cartón con cierres metálicos y la abrió. En ella, unos pocos fajos de billetes de quinientas pesetas estaban dispuestos uno al lado del otro. La mayoría de los presentes nunca antes había visto billetes como aquéllos; hacía poco que circulaban y con sólo uno de ellos podía vivir una familia un año entero. Desde hacía algo más de una década y coincidiendo con el momento en que se oficializaba en España el moderno sistema métrico decimal, el gobierno había cambiado la moneda española. La equivalencia no oficial era de cuatro reales por peseta y de cinco pesetas por «peso fuerte» o «duro» castellano. El objetivo de la emisión de la nueva moneda era el de equiparar su valor al del franco francés, cuyo convenio internacional lo mantenía en posición de liderazgo europeo.

Con tal cantidad de efectivo sobre la mesa, una sensación de irrealidad envolvió a los presentes, como si todos los billetes que contemplaban fuesen falsos o pudieran levantar el vuelo ante una inoportuna corriente de aire. Curioso, Rosendo se adelantó, se acercó a la maleta, cogió quinientas pesetas y las levantó en el aire, como sopesándolas. Le pasó después el billete a Rosendo
Xic
y éste lo volvió a colocar en el fajo al que correspondía. Cerró la maleta y la tomó con firmeza: Rosendo
Xic
ya no se separaría de ella hasta llegar al banco, su próxima estación.

En aquel ambiente de complicidad, salieron todos al exterior de la plaza Mayor y se dispusieron a cruzar el empedrado del concurrido trapezoide. La silueta de los imponentes contrafuertes del edificio de La Seu se recortaba al sur vigilando sus pasos. En el Banco de Crédito Hipotecario, justo al otro extremo de la explanada, los estaban esperando impacientes.

—Yo me quedo fuera, no me necesitan —dijo Efrén Estern.

Se cruzaron las miradas y Arístides, enigmático, añadió:

—Debo volver un momento a la fonda a recoger algo. Empiecen sin mí, por favor.

Rosendo, de pie ante la pesada puerta del banco, reconoció una vez más el enorme parecido del letrado con su viejo amigo Pantenus. Era como viajar en el tiempo treinta años atrás. Les hizo un saludo con la cabeza, se volvió y entró en el banco seguido de sus dos hijos; El lujo de aquella oficina completamente forrada de mármol travertino les hizo imaginar que se hallaban en un mundo irreal donde la riqueza era la norma y la pobreza no existía. Así lo testimoniaban las prendas de los clientes, muestra del lujo y la moda con los que se ambicionaba emular a la gran capital.

—Bienvenidos, señores. Pasen, pasen, por favor. —Los recibió el director de la entidad—. Bonito día, ¿no creen?

—No lo sabe Usted bien, señor Gallart.

En una sala privada, Rosendo
Xic
acomodó la maleta sobre una gran mesa de reuniones. Pese a ser media mañana de un día soleado, estaban encendidas las lámparas de gas. El director llegó tras ellos con un visitante.

—Permítanme que los presente. Éste es el señor Armas-Mirabent, notario.

Un hombre alto y espigado, de gesto hosco y mirada oscura, lanzó su mano al aire ofreciéndola en un saludo distinguido a los miembros de la familia Roca.

—Mucho gusto, señores.

—Refrendará la transacción que tendrá lugar en las dependencias de los Casamunt. Está a su disposición desde ahora mismo —anunció el director.

Inmediatamente apareció un empleado del banco con manguitos y una extraña visera negra en su frente calva. Cuándo Rosendo
Xic
hubo abierto la maleta, empezó a contar los billetes que ésta contenía sin dilación. A la velocidad que iba, parecía imposible que no se equivocara. Cuando acabó, anunció en alta voz:

—Exactamente ciento veinticinco mil pesetas.

—Perfecto, perfecto. Proceda a traer el cambio y el reintegro de los fondos Roca—dijo el director.

A continuación, el empleado se retiró con el dinero y apareció con dos sacas, que colocó sobre la mesa. Se alejó y de nuevo asomó por el fondo de la pieza con otros dos fardos iguales a los anteriores colgando de sus brazos. Tras el segundo viaje, anunció solícito el auxiliar:

—Dos sacas más y ya está.

—Como usted nos pidió, señor Roca —dijo el director—, aquí tenemos el millón de reales en billetes pequeños de veinticinco pesetas. Desistimos de cambiarlos en monedas porque pesaban demasiado.

—Muy bien. Muchas gracias, señor Gallart —agradeció Rosendo
Xic.

Cada uno de ellos se dispuso a coger dos sacas.

—A su servicio. Sólo falta firmar el recibo del reintegro.

—Por supuesto —respondió Rosendo
Xic
y procedió a estampar su rúbrica.

Después el director añadió:

—Perdonen la molestia, pero ¿podríamos mi ayudante y yo acompañarlos? Quisiéramos asistir al pago. Permítanme que no les diga el porqué, es una cuestión privada que les prometo no entorpecerá su labor. Tal vez incluso todo lo contrario.

Los dos hermanos se miraron desconcertados y volvieron luego los ojos hacia su padre, que bajó casi imperceptiblemente la cabeza en señal de aprobación.

Así fue como los tres Roca, el señor notario, el director y el subalterno, portando un legajo de documentos bajo el brazo ya sin manguitos ni visera; salieron al sol de Manresa. Efrén, con las manos en la espalda, se puso a su lado mientras sus dos acompañantes se colocaban detrás de la comitiva. Por el otro extremo de la plaza del ayuntamiento se acercaba Arístides empujando un extraño artilugio. Cuando estuvo suficientemente cerca pudieron distinguir de qué, o más exactamente, de quién se trataba.

—Buenos días tengan ustedes, señores. Entiendo sus caras de sorpresa, pero espero que no creyesen que me iba yo a perder la celebración de esta esperada efeméride.

—¡Diantre de hombre! —exclamó Roberto cargado de afabilidad—. Ni por un momento tuvimos la menor duda.

Pantenus conservaba una mirada inteligente tras su cara envejecida y algo grotesca. El extraño artilugio en el que lo desplazaban era una especie de silla que en lugar de patas tenía ruedas. El anciano abogado había hecho el esfuerzo de abandonar por un día el lecho donde estaba postrado, acuciado por una gota despiadada que no le permitía siquiera apoyar los pies en el suelo. Todos enarcaron una amplia sonrisa al ver al invencible octogenario con las manos apoyadas encima del bastón de caoba cuya única utilidad era señalar a Arístides el lugar por el que tomar el camino. Sin perder más tiempo, Rosendo se dirigió hacia el landó que esperaba más allá de la plaza, junto a los de los que venían de Girona y Barcelona.

Llegados a los carros, Efrén hizo un gesto con los dedos a sus dos acompañantes. El más decidido levantó a Pantenus como si fuera una pluma y lo introdujo en volandas en el carro de Rosendo Roca. Parecía una esposa a punto de entrar al tálamo nupcial. El viejo no perdía la sonrisa traviesa.

Durante el trayecto, Pantenus se balanceaba en su asiento con las palabras que acudían a su boca a borbotones.

—¿Habéis visto mi nuevo invento? Una locura de Arístides. A veces temo que un día le ponga alas sin avisarme…

El abogado hablaba y hablaba tratando de evitar la tensión que se condensaba en el pequeño habitáculo del landó. Los dos hermanos asentían en silencio, con una sonrisa de esperanza incrustada en el rostro y medio hipnotizados por el eterno jugueteo del viejo letrado con su reloj. Mientras tanto, Rosendo permanecía taciturno y encerrado en sí mismo, mirando por la ventana el polvoriento paisaje del final del verano. Quedaba poco para la culminación de una vida y, pese a tener el dinero allí, en el carruaje, a sus amigos cercanos a su lado, el respaldo de Efrén Estern y del banco, pese a todo, seguía temiendo un último revés del destino como los que había sufrido a lo largo de toda su vida, alguna contrariedad que lo golpease de nuevo, esta vez casi sin tiempo para levantarse, plantar cara y seguir siendo él hasta el final, Rosendo Roca, un luchador.

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