La herencia de la tierra (31 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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Las cosas cambiaban en el mundo, pero en aquel pueblo y en aquel momento Rosendo sentía que ciertos yugos eran inamovibles. Los Casamunt siempre se burlarían de ellos por más que Pantenus o Henry protestaran e insistieran en demostrarle que se estaban produciendo cambios.

A pesar de todo, pensar que otro mundo era posible resultaba una quimera en la España de aquel entonces. Los poderosos seguían reprimiendo los deseos de cambiar el rumbo. Incluso Pantenus tuvo que aceptarlo de alguna manera. A Rosendo, aun así, no le había ido tan mal. Pero él ansiaba libertad y dignidad. Y también justicia; No quería ser mejor que los Casamunt ni más poderoso sino que se le dejara avanzar sin recordarle cada cierto tiempo que no valía nada o era menos que el barro que ensuciaba las botas de los nobles.

Capítulo 39

En 1846 se desató una nueva guerra, la Segunda Guerra Carlista. Cada uno vivía la tragedia de manera diferente. Para Pantenus significaba el fin de la ilusión y para Henry, un rompecabezas que no podía acabar de armar porque le faltaban piezas. Rosendo estaba convencido de que el cambio no era posible y, si lo había, acabaría beneficiando a los de siempre. A él apenas le importaba si la reina Isabel II se casaba o no con su primo Francisco de Asís de Borbón y que aquello sirviera de excusa para levantarse en armas. La única verdad era que el campo estaba agonizando y la industria no acababa de nacer. Ese vacío suponía el caldo de cultivo ideal para cualquier conflicto. El redoble de los tambores anunciaba los sucesivos ataques. La tierra se manchaba de rojo y no del verde que le daba aliento.

La vida en la aldea del Cerro Pelado también pasaba por un momento de crispación. Narcís hijo continuaba en el poblado consumido por el dolor, la culpa y el rencor hacia Rosendo. De alguna manera, le hacía responsable de su penosa existencia, al fin y al cabo, él lo había iniciado todo. La muerte de su padre había acabado de hundirlo. Se culpaba por haberlo abandonado yéndose a la guerra y que éste falleciera sin haber podido despedirse de él, y pasaba sus días bebiendo para ahogar sus remordimientos. Había llegado la noticia de que una nueva guerra había empezado y no sabía qué hacer. Aunque guardaba un mal recuerdo del anterior conflicto bélico, tampoco se había amoldado a la vida en las tierras regidas por su hermano mayor.

Así fue como aquella tarde de octubre se levantó en la aldea un alboroto desconcertante. Los gritos desentonados de una voz familiar resonaban en la montaña y todo el mundo salió de sus casas para ver qué estaba ocurriendo. Era Narcís, completamente borracho y descontrolado. Sentado en la puerta de la botica, vociferaba mientras se amorraba a una botella de vino y desparramaba sobre sí mismo el líquido que ésta contenía.

—Eeeeehhhh, boticarioooooo, ¿te gusta mi madre?—gritaba a la vez que golpeaba con la mano la puerta de la tienda de Salvador Lluch—. Porque si te gusta vas a tener que hablar con mi padre.

Una mezcla de risa y llanto perturbado siguió a la advertencia que Narcís acababa de pronunciar.

—Pero mi padre, mi padre está muerto. Mueeertooo, mueeertooo, mueeertooo… Así que lo tienes difícil. ¿Me oyes, boticario? —continuó vociferando mientras se levantaba del suelo y daba una patada a la puerta del establecimiento.

Lejos de allí, Angustias, encerrada en su habitación, lloraba. Desde la muerte de su marido, permanecía muchas horas en casa sola y hacía ya algún tiempo que el boticario Salvador Lluch había tomado por costumbre ir a visitarla. Se hacían compañía a la vez que él vigilaba la salud de la viuda. En esos últimos cuatro años Angustias había sufrido varios mareos y todos, incluida ella, temían que pudiera pasarle algo malo. Aquella mañana, como tantas otras, Salvador Lluch se había acercado a la casa de la familia Roca para visitarla. Bajo los efluvios del humeante caldo que Pepita preparaba, Angustias y Salvador habían estado recordando el pasado y mirando juntos un futuro que parecía inexistente.

—Mis hijos ya no me necesitan y mi marido se ha ido. Tan sólo soy una anciana sin nada que hacer. ¿Qué va a ser de mí, Salvador, hasta que Dios me acoja en su regazo?

—Tienes mucho que hacer todavía, Angustias. Con toda una familia que te apoya y te quiere. Y no te olvides de la escuela. Yo, sin embargo, estoy completamente solo.

Angustias había cogido la mano de Salvador Lluch y la había estrechado entre las suyas.

—La escuela ya tiene suficiente ayuda con Herminia, Amelia y Ana. Y no estás solo. Quítate esa idea de la cabeza —le había respondido componiendo una tierna sonrisa.

En ese momento, Narcís entró en la cocina, descubriendo a los dos amigos en esa posición tan afectuosa. El hijo menor de Angustias, que llevaba como siempre la botella de vino en la mano, había echado con violencia al boticario de su casa a pesar de las súplicas y las lágrimas de Angustias.

—¿Qué hacía este hombre aquí? —preguntó tras expulsar a Salvador—. Todavía no está frío el cadáver de padre y tú ya pasas el tiempo con otro. ¿Acaso eres una furcia? —le recriminó antes de abandonar de nuevo la casa y a su madre descompuesta por el disgusto.

Ahora Narcís, descontrolado, intentaba echar abajo la puerta de la botica para zanjar el asunto.

—¡Ven aquí, boticario, tengamos unas palabras!

Los vecinos eran testigos perplejos del alboroto. Los hombres habían abandonado su trabajo, las mujeres sus tareas y los niños sus juegos para comprobar cuál era la razón de tanto griterío en un lugar que solía ser tranquilo.

—¿Qué haces, hermano?

Rosendo acudió al lugar en cuanto recibió el aviso. Estaba picando en uno de los frentes en el interior de la mina cuando uno de sus trabajadores corrió a contarle lo que ocurría.

—Deja a Salvador tranquilo y ven conmigo —le pidió mientras se acercaba a él y trataba de coger a Narcís de los hombros, como tantas veces había hecho en el pasado.

—¡Déjame en paz! Te has convertido en el amo de todos éstos, pero a mí nadie me manda. —Narcís despreció el gesto de su hermano y se apartó de él cayéndose torpemente al suelo.

—Vamos, acompáñame a casa —dijo Rosendo mientras le ofrecía la mano para que se levantara.

—¿Qué vas a hacer si no te obedezco? ¿Romperme el brazo? —le preguntó Narcís, quien rechazó de nuevo su mano y se levantó con dificultad. Después lo miró fijamente a los ojos esquivos y le preguntó a voz en grito:

—¿Qué pasa? ¿Es que no te gusta mirarme? ¿Es por la cicatriz?

El aliento envenenado de alcohol hizo que Rosendo apartara su cara con expresión de asco.

—¿Y a vosotros? ¿No os gusta mi cicatriz? —vociferó en dirección a las decenas de personas que, aturdidas, presenciaban la escena—. ¡Sois unos cobardes! ¡Y tú también! ¿Es que te gusta que madre fornique con otro? ¿Tanto odiabas a padre? —le preguntó inclinando la cabeza—. Es una guarra.

Rosendo reaccionó. Cogió a su hermano del brazo sin mentar palabra y empezó a arrastrarlo en dirección al Cerro Pelado. A pesar de la resistencia que opuso, la fuerza del mayor de los Roca lo superaba. Narcís sacudía los brazos y las piernas intentando soltarse mientras gritaba encolerizado:

—¡Suéltame, cabrón, suéltame!

—Primero pedirás perdón a madre. Y después te marcharás.

En cuanto esas palabras salieron de su boca, Rosendo se arrepintió. No quería que su hermano se marchara, quería que volviera a ser el de antes, el que de niño jugaba con él. Pero eso no estaba en sus manos, sólo Narcís podía enmendar el daño que había causado, si es que era posible.

Capítulo 40

Esa noche, densas nubes bajas llenaron el cielo en la aldea. Hacía tan sólo unos días que el altercado entre Narcís, el boticario y Angustias había separado a los miembros de la familia de forma bochornosa.

—¿Por qué has cambiado tanto? —preguntó el minero mientras se sentaba junto a su hermano.

Se encontraban en las escaleras exteriores de la casa del Cerro Pelado. La niebla otorgaba al entorno un halo gris y fantasmal, que ocultaba las tierras que se extendían bajo la colina. No había luna ni estrellas ni luces.

—Todos cambiamos —respondió acariciándose la cicatriz que atravesaba su rostro, y añadió—: Tú también, ¿no te has dado cuenta?

Narcís dirigió su mirada vacía hacia Rosendo. Después, con dedos temblorosos, dio una calada al cigarrillo que se estaba fumando.

El minero arrugó el ceño.

—¿Recuerdas la conversación que tuvimos cuando yo era todavía un niño? Cuando te dije que de mayor me iría a la guerra y que todo esto sería tuyo… —La mano de Narcís dibujó en el aire el terreno que se escondía a sus pies.

—Sí.

—Yo tenía razón. —Narcís soltó una bocanada de humo y tiró la colilla, que cayó dando trompicones por los escalones—. Y ahora también.

Se puso en pie y entró en la casa.

Rosendo permaneció sentado, observando cómo la brasa del pitillo desaparecía entre el velo de agua condensada. Se dio cuenta de que su hermano se hallaba muy lejos de esa montaña y recordó una vez más lo que significaba la soledad.

Cuando esa misma noche se fue a dormir al lado de Ana, hizo el amor con su mujer como si fuera la última vez. Sintió su humedad y su gozo, y la abrazó con fuerza bajo las mantas. Le dijo en un susurro:

—Te amo.

Ella le respondió al instante:

—Te amo.

Mientras recibía el calor que ese querido cuerpo desnudo emitía bajo el suyo, pensó que él jamás estaría solo.

Al amanecer Narcís había despejado su cabeza de vacilaciones y había tomado una decisión: se marcharía lejos. En esa mañana plomiza abandonaría definitivamente el Cerro Pelado, la aldea y Runera.

La posibilidad de permanecer en aquel lugar, viviendo un interminable combate de superación contra su hermano, se le antojaba imposible. Prefería batallar en cualquier otro sitio fuera de su propia familia. Al menos así su enemigo sería un extraño y podría atacarlo sin remordimientos ni recuerdos dolorosos o felices.

Tras dejar atrás el poblado, distinguió a lo lejos la silueta de sus sobrinos Rosendo
Xic y
Roberto. Estaban jugando a la orilla del río y se acercó para despedirse. Disfrutaba de su compañía, le recordaban mucho a su hermano y a él cuando eran niños.

—¡Mira lo que he hecho, tío Narcís! —anunció Roberto, corriendo al verlo llegar. Con tan sólo seis años se había convertido en todo un inventor.

Los niños comenzaron a tirarle de los pantalones y Narcís se arrodilló junto a ellos. Dejó el equipaje a su lado.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Rosendo
Xic.

—Nada, sólo algunas cosas para hacer un viaje.

—Pues debe ser un viaje corto, porque esto no pesa nada —respondió el sobrino levantando el petate del suelo con ambas manos y soltándolo al momento.

Narcís le dedicó una sonrisa. Un gesto que, al torcerse por la cicatriz, era más aterrador que tierno.

—Déjame verlo.

Cogió el barquito de vela y lo elevó para observarlo mejor. Estaba hecho con diminutos bastones de madera y tela.

—¡Es muy bonito, Roberto! —exclamó mientras le alborotaba el pelo, igual de castaño que el suyo y el de Rosendo.

Narcís posó el barquito en el agua, cerca de la orilla, y lo soltó. El pequeño velero enseguida empezó a moverse rápido mientras su quilla saltaba los guijarros con los que iba tropezando.

—Adiós, tío, ¡buen viaje! —gritaron los niños, que salieron tras el barco, río abajo.

Narcís observó cómo los dos chiquillos se alejaban. Se levantó, recuperó su equipaje y continuó el camino que ya había iniciado, justo en sentido opuesto.

—Narcís se ha ido —anunció Rosendo a su madre con la voz seca desde el umbral de la habitación.

Angustias se hallaba sentada en su mecedora con la mirada perdida a través de la ventana. Los insultos que Narcís le había dedicado habían despertado en ella un sentimiento de culpa que la estaba consumiendo. Él era su hijo y ella se sentía responsable de que fuera un joven totalmente perdido.

—Lo sé —respondió sin ni siquiera mirarlo. Su rostro permanecía paralizado mientras la mecedora crujía bajo su cuerpo—. Lo he visto bajar el cerro con su macuto cargado a la espalda.

—Se ha despedido de los niños, les ha dicho que se iba de viaje.

Angustias no respondió. Cuando Rosendo se disponía a salir del dormitorio, la madre anunció con voz quebrada:

—No se ha ido de viaje, se ha ido a la guerra.

Con el frío invernal calado en el cuerpo, Narcís aguardaba oculto entre los arbustos. Debía esperar para interceptar un carruaje que pasaría por aquel lugar. Serían funcionarios del Estado con algo de dinero que «aportar» a la causa carlista. El cabecilla de su partida guerrillera tenía que dar la orden de ataque: interceptar y matar. Pero llevaban horas escondidos y allí no aparecía nadie. Y, encima, había comenzado a nevar.

La carretera que circundaba el montículo se abría justo delante de la posición de Narcís. De esta manera, cuando él recibiera el aviso podría apuntar directamente y acertar con el tiro. A su lado se hallaba Adriá, tiritando igual que él. La nieve les estaba empapando las ropas. Éste, tratando de olvidar el frío, optó por darle conversación:

—Tú eres Narcís Roca, ¿verdad?

—Sí.

—¿Hermano de Rosendo Roca?

—Cierra la maldita boca.

Narcís respondió arisco con los labios algo azulados. Había pasado mucho tiempo desde que en su primera batalla él mismo había sentido ganas de hablar.

—Venga, no te pongas así… ¿eres o no su hermano?

—Sí.

El joven Roca soltó un bufido y dio la espalda a su compañero, pero éste no desistió:

—¿Cómo le van las cosas a Rosendo?

—¡Te quieres callar! No voy a oír el ruido del jodido carro.

—Bueno, bueno, hombre, yo sólo… —respondió Adriá con media sonrisa temblorosa.

—¡Silencio!

Narcís estaba empezando a ponerse nervioso. Un calor que nacía en su tripa comenzaba a sustituir el frío que sentía. Las palabras de aquel hombre aceleraban su respiración.

—¿Tú has trabajado en la mina?

Narcís no pudo más. Levantó su mirada del suelo y, sin dar tiempo a que su contrincante reaccionara, se abalanzó sobre él. Con un puñetazo en la cara lo tumbó en el suelo. Se sentó sobre el estómago del soldado que se revolvía para escabullirse, rodeó el cuerpo con sus piernas y presionó su mano contra la boca. Lo tenía inmovilizado. El rostro de Narcís, ya de por sí esperpéntico, se había convertido en la viva representación del caos: sus facciones mojadas por la nieve, partidas en dos por un interrogante, parecían estar descoordinadas. Aproximó la mano que le quedaba libre a sus labios e hizo un gesto que indicaba silencio. Después señaló el fusil que reposaba justo al lado.

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