La herencia de la tierra (28 page)

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Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
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Tras ascender el cerro y llegar a la casa, Rosendo colocó a su padre en la cama. Una vez allí, Narcís abrió con dificultad los ojos y miró a su hijo. Sus fuerzas se apagaban. Hizo una seña para que se acercara a él e intentó hablar, pero no conseguía que la voz saliera de su temblorosa boca.

—No hables, padre. Tienes que descansar —lo interrumpió Rosendo a sabiendas de que así tampoco se recuperaría.

Narcís, sin embargo, no cejó en su objetivo. Cerró los ojos, trató de reunir la fuerza que necesitaba y al fin habló en un murmullo apenas audible:

—…accidente. No ha sido un accidente.

Tras pronunciar esas palabras, Narcís calló rendido por el esfuerzo. Era consciente de que tenía muchas otras cosas, tantas en realidad, que decirle. Que estaba orgulloso de él. Que siempre lo había estado aunque no siempre le entendiera. Que le admiraba. Y que le quería. Se arrepentía tanto de no haberle mostrado más cariño pensando que así haría de él un hombre más recio… Cuántas veces no habría reprimido las caricias y las sonrisas que, nunca dadas, morirían ahora con él, acumuladas en la punta de sus dedos… Pero no. No malgastaría sus fuerzas en ello. El esfuerzo de su hijo, todo su trabajo en la mina, no podía ser en vano. Y con eso desistió de hablarle de cariño y amor y tomó aliento para reclamar su oído cerca de su boca antes de volver a hablar. Rosendo se tensó al tratar de comprender. Cuando hubo recuperado un poco de vitalidad, Narcís volvió a balbucear:

—El cojo de los Casamunt —susurró. Cogió aire y continuó—: Ha sido él.

Narcís cerró los ojos, agotado. En ese momento entró en la habitación Angustias que, con la mano en la boca y los ojos llenos de lágrimas, se lanzó sobre su marido. Rosendo se retiró sin decir una palabra. Permaneció ausente mientras se situaba en el umbral de la habitación y observaba cómo su padre empezaba a agonizar.

Se sintió traicionado. Le había llevado mucho tiempo ganarse la confianza de su progenitor y no hacía demasiado que lo había conseguido. Durante los siguientes momentos, no apartó la mirada del punzante cuadro que tenía frente a él: la cara de Angustias posada en mitad del pecho de Narcís y sus manos entrelazadas en un bello nudo. Cuando Narcís dejó de respirar, su mirada permaneció inerte en dirección al techo y su boca quedó entreabierta en un gesto relajado. El dolor había cesado.

Angustias se mantuvo sollozando y abrazada al pecho inerte de su marido. Rosendo se acercó a ella, la envolvió con sus brazos y la fue levantando con dulzura hasta que la retuvo con suavidad en un cálido abrazo. Después anunció:

—Padre se ha ido.

Instantes después, Angustias se había calmado. Se apartó, suspiró tratando de recuperarse y miró a Rosendo a los ojos:

—Ve a ocuparte de la mina, te necesitan.

El minero se agachó, besó la frente de su padre muerto y abandonó la habitación. En el exterior, el incendio continuaba.

A mitad de camino se cruzó con Héctor, que acudía a conocer el estado en el que se encontraba Narcís. Al ver el rostro de su viejo amigo comprendió enseguida cuál era la respuesta. No había tiempo para gestos amables. Aturdido, Rosendo se vio obligado a continuar con la frenética actividad como un sonámbulo. Sin nada por dentro, sólo porque era lo que había que hacer. Héctor lo acompañó.

Una vez en la zona afectada, consiguieron organizar dos grupos de trabajo, los que atendían a los heridos y los que continuaban tratando de poner fin al incendio, que ya estaba bajo control.

Por el este, el cielo empezaba a aclararse, anunciando la llegada del sol. Un jinete, cuya figura se recortaba sobre la incipiente luminosidad, se acercaba despacio. Entre el caos en el que se hallaban las tierras de la mina, el recién llegado provocó la mirada extrañada de los que, atareados, seguían con su labor. Embozado en una larga capa que tapaba incluso la grupa de su montura y un amplio chambergo que ensombrecía su rostro, el visitante se mecía con el paso lento de su caballo. Avanzaba directo hacia Rosendo. Cuando estuvo a poca distancia de él, descendió por el estribo y se descubrió la cara. Una escalofriante cicatriz nacía debajo del ojo izquierdo, descendía por la barbilla y de nuevo volvía a subir hasta la mitad de la mejilla derecha, como si de un signo de interrogación se tratara.

—Veo que tienes un problema doméstico, hermano.

Era Narcís.

Rosendo lo miró serio. Hacía cinco años que no se veían y desde entonces eran muchas las cosas que habían ocurrido. Sin embargo, Rosendo sólo pudo extraer una idea de sus pensamientos entreverados; algo que se extendía en su interior como una mancha de aceite, acaparándolo todo. Finalmente, acertó a decir:

—Padre ha muerto.

Capítulo 35

Dos días después se celebró el entierro de Narcís. Él había sido la única víctima mortal en un suceso que todos creían accidental. Todos, menos Rosendo. El hecho de que la familia Casamunt estuviera detrás de aquella tragedia no le sorprendía. No era la primera vez que intentaban perjudicarlo. Pero en esta ocasión habían ido demasiado lejos, y aunque todavía no sabía cómo responder a ese ataque, tenía claro que no podía quedar impune.

La familia del difunto, acompañada de gran parte de los habitantes de la aldea, se disponía a transmitir un último y sentido adiós en unas tierras cercanas al poblado. Don Marcelo, el cura de Runera, se había encargado de bendecir, con el consentimiento del vicario capitular de la diócesis de Solsona, ese nuevo espacio cercado para convertirlo en camposanto.

Rosendo permanecía de pie frente al ataúd que contenía los restos de su padre. Estaba ausente y callado. Inmóvil no podía hablar ni llorar. Una mezcla de furia y desolación lo embargaba, y el sentimiento, que no podía brotar de él ni con palabras ni con llanto era tan intenso, que muy pocos podían soportar la mirada de sus ojos. Mientras tanto, dos hombres pasaban las cuerdas por debajo de la caja rectangular que descendería en unos instantes a la tierra donde Narcís Roca reposaría para la eternidad.

Junto a su hijo mayor y vestida de negro, con un sencillo velo que caía de un pequeño sombrero, Angustias mantenía la entereza.

A su lado, Amelia la acompañaba en silencio. Ana, al otro lado de Rosendo, se abrazaba a los pequeños Anita, Rosendo
Xic
y Roberto. Los niños miraban desconcertados todo lo que los rodeaba. No entendían nada. Pero su presencia se había hecho imprescindible para todos; su juventud suponía el contrapunto en esos momentos de flaqueza, la victoria de la vida frente a la derrota de la muerte.

Narcís hijo insistía en estar solo al pie de un árbol cercano al lugar donde estaban a punto de enterrar a su padre. Tras recibir la noticia en boca de Rosendo, el joven había desaparecido. Al día siguiente de aquella trágica noche, el minero pidió a Henry que fuera a buscarlo. El escocés lo encontró trabajando sin camisa, a pesar del frío, en el huerto de su padre. Henry permaneció observando largo rato cómo Narcís se aplicaba. Hasta que al final se acercó a él, le puso la camisa y la chaqueta y le pidió que lo dejara. Narcís, tiritando, le respondió con un abrazo. Entonces, empezó a llorar desconsolado. Henry sintió que un niño pequeño se deshacía entre sus brazos. Lo sujetó por las mejillas, le alzó la cara y se la agitó con fuerza diciendo:


Get up,
Narcís! A tu padre no le gustaría verte así y tú lo sabes.

Ahora, el joven Roca permanecía con los ojos clavados en el ataúd. Tras las palabras de don Marcelo, el féretro había empezado a descender a la fosa.

Angustias, como ausente, ajena a todo ese dolor, recibió las condolencias y agradeció cada una de las palabras que le dijeron. Cuando todos hubieron desfilado frente a ella, la madre de Rosendo se acercó al cura y le habló con voz monótona y frágil, que por su tranquilidad, irreal en un momento como aquél, impresionaba más que si se hubiera quebrado en llanto:

—Don Marcelo, siento importunarlo.

—Por favor, Angustias, dígame.

—¿Cómo están los trámites para que podamos tener una iglesia y un párroco para la aldea?

Angustias hacía tiempo que había comentado a Rosendo la importancia de tener un templo en el mismo poblado, un lugar donde los feligreses pudieran ir a confesarse y a hablar con el párroco siempre que quisieran. Amelia, Ana y ella no daban abasto con las clases; necesitaban a alguien que les echara una mano y se encargase al menos de los niños mientras ellas continuaban formando como podían a las niñas. Angustias estaría un tiempo ausente tras lo sucedido, y su consuegra y su nuera iban a necesitar algo más que cooperación. Rosendo había comprendido la propuesta de su madre y se la había comunicado a don Marcelo.

—Ya está en marcha, Angustias. Nuestro vicario capitular va a seleccionar a uno y en cuanto lo tenga lo enviará aquí.

—Ésa es una gran noticia. ¿Y la ayuda para la iglesia?

—También está hablado. La diócesis de Solsona buscará la manera de hacerse cargo de una parte de los gastos.

—Gracias, don Marcelo. No sabe cuánto se lo agradezco.

Dicho esto, Angustias se separó del religioso y se unió a su familia. Había cumplido su objetivo. Ninguna viuda de la mina tendría que llorar por su marido en mitad de un terreno que todavía no podía llamarse cementerio. Ni le rezaría en un barracón. Ni se lamentaría por no poder ofrecer un funeral por su memoria por no tener una iglesia donde rezarle. Narcís y ella habían sufrido todo eso, pero ya no volvería a sucederle a nadie más. Ahora ya podía llorar. Ya podía dejarse llevar por el dolor constante que la atenazaba. Había aguantado con rectitud toda la ceremonia a la espera del momento de hablar con el sacerdote y, desde su dolor, intentar solucionar aquella situación injusta para los muertos de la mina. Pero al fin todo acabó, y ahora sentía con alivio cómo una opresión le comprimía el pecho y le dificultaba respirar. Las lágrimas volvieron a recorrer su rostro mientras las atenciones de sus seres amados la consolaban.

15 de noviembre de 1842

No podía soportar que el causante de la muerte de mi padre siguiera vivo. Así que hoy he hecho lo que debía. Ojo por ojo… lo dice la Biblia. Cuando he entrado en la finca de los señores era ya de noche y ha sido fácil El mozo de cuadra dormía en el establo. Los caballos, al verme, han relinchado y lo han despertado.

He visto cómo me miraba. Sabía a qué venía y ha intentado defenderse, pero yo no podía pensar en nada más que en vengarme. Ni siquiera he considerado que alguien pudiera oírnos o descubrirme. No, sólo quena matarlo. He corrido hacia él. Hemos forcejeado y al final lo he dejado inconsciente golpeándole en la cabeza con una pala, Lo he cogido, lo he puesto encima de mi caballo y me lo he llevado.

Quería que Fernando lo viera y entendiera. No puede, salirse con la suya, matar a mi padre y quedarse como si nada. He escogido ese árbol porque estaba cerca. He atado la cuerda a su cuello y, mientras sostenía el caballo, la he hecho pasar por encima de una rama. Cuando el animal ha avanzado y el cuerpo ha caído, el mozo ha abierto los ojos. Ha intentado deshacerse del nudo que oprimía su garganta. Se retorcía, agitaba frenético las piernas y las manos sin poder evitar que su rostro enrojeciera, con los ojos cada vez más abiertos, como a punto de estallar.

Me he quedado observando cómo moría. Su rostro ha ido volviéndose rojo hasta que ha dejado de respirar y se ha quedado inmóvil. La cuerda se tambaleaba, pero él ya no.

He hecho lo que debía, no podía soportar que él causante de la muerte de mi padre siguiera vivo y verlo morir ha sido como deshacerme de una carga muy pesada. Me pregunto si eso significa algo. Quizá los padres de aquel niño que pegué en Martinet tenían razón. ¿Soy una bestia? Probablemente sí. Hoy sí. He matado a un hombre desarmado y no me arrepiento.

Capítulo 36

A la mañana siguiente, Rosendo se despertó sereno. Desde la terraza de su casa pudo ver a decenas de hombres afanarse en la recuperación del poblado. A pesar de que las labores se habían iniciado el mismo día del incendio bajo el mando de Jubal Fontana, quedaba todavía mucho por hacer. Inspiró profundamente y exhaló el aire poco a poco para coger fuerzas. Necesitaba ayudar a su gente y ellos necesitaban que él estuviese presente.

Al llegar a la zona afectada por el incendio, todos interrumpieron su trabajo sin saber muy bien cómo actuar o qué decir. Entre ellos también estaba Henry, que trataba de recuperar los papeles que se habían mantenido medio intactos tras la explosión del almacén. Cuando el escocés vio aparecer al minero, esbozó una sonrisa y continuó con su trabajo. Rosendo cogió una pala y, sin decir nada, se puso a recoger un montón de escombros, igual que hacían los demás. Una aclamación muda recorrió al grupo de trabajadores. Después, todos, con el ánimo casi recuperado, volvieron a sus tareas. Lo peor había pasado y, en breve, volverían a la mina.

Poco más tarde, apareció Llopis, lívido, subido a su tartana. Se apeó tembloroso del pescante y se dirigió a Henry mientras arrugaba con fuerza la gorra que se había quitado:

—Tengo que hablar con usted, señor escocés.

—Dígame, Octavi, dígame.

—No sé cómo empezar… acabo de ver algo horrible. Cuando regresaba de Navas, justo antes de entrar en Runera, he visto un grupo de gente que me cortaba el paso. Todos parecían alucinados por la escena. Yo todavía lo estoy.

—¿Qué quiere decir, Octavi?

Llopis no dejaba de temblar y Henry empezaba a asustarse.

—Bajé de mi tartana y a medida que me iba acercando al lugar del que aquellas personas no quitaban ojo, más difícil me resultaba avanzar. Nadie se movía. Al fondo había un árbol… —Llopis trató de coger aire para continuar—, el sol me deslumbraba y no podía ver qué era lo que había allí para que todos estuvieran de esa manera. Cuando conseguí acercarme lo suficiente… —Llopis titubeaba—, pude ver cómo dos hombres discutían desde sus caballos. Uno iba de uniforme, el otro era Fernando Casamunt. Tras ellos el mozo de cuadra de los Casamunt colgaba del árbol con una soga al cuello. El hombre estaba muerto y en su cara había algo espantoso, su expresión estaba completamente desencajada.

—My God.
Pobre chico… ¿Por qué lo habrá hecho? —Henry se llevó las manos a la cabeza mientras negaba con ella.

—Ése es el problema. Mientras la autoridad sostenía que se trataba de un suicidio, lo mismo que comentaban los testigos que estaban allí observando como yo, Fernando Casamunt afirmaba que conocía bien a ese hombre y que no se había quitado la vida. No dejaba de nombrar al señor Rosendo Roca. Lo culpaba de todo. Entonces, la autoridad le preguntó por qué estaba tan seguro y si es que acaso lo había visto. Fernando Casamunt guardó silencio y agachó la cabeza, enfurecido. Ha sido horrible, señor escocés.

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