La guerra de las salamandras (3 page)

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Authors: Karel Capek

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La guerra de las salamandras
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—Jensen —dijo el capitán.

—Sí, señor.

—Partimos hoy.

—Sí, señor.

—En Surabaya recibirá su libreta.

—Sí, señor.

Y eso fue todo. Ese día el
Kandong Bandoeng
salió hacia Padang. Desde allí envió el capitán J. van Toch a su sociedad de Amsterdam un paquetito asegurado en mil doscientas libras esterlinas y, al mismo tiempo, una petición cablegráfica de un año de vacaciones. Urgentes razones de salud, et… Después deambuló por Padang hasta encontrar la persona que buscaba. Era un salvaje de Borneo, un dayak, por el que se interesaban de vez en cuando los viajeros ingleses como cazador de tiburones, solamente por el placer de ver cómo los mataba. Porque el dayak trabajaba todavía a la antigua, armado solamente con un enorme cuchillo. Era, seguramente, caníbal, pero tenía su precio fijo: cinco libras por tiburón, además de las comidas. Aparte de eso causaba una impresión terrible, porque en los brazos, pecho y piernas tenía la piel rasguñada por los tiburones, y las narices y oídos adornados con dientes de tiburón. Le llamaban
Shark
, o tiburón.

Y con este dayak se estableció el capitán J. van Toch en la isla de Tana Masa.

2

Los señores Golombek y Valenta

Era un verano demasiado caluroso para poder escribir algo, uno de esos veranos en los que no ocurre nada, pero absolutamente nada, en los que no se hace política y ni siquiera existe la «cuestión europea». Y, sin embargo, también en esa época los lectores de periódicos, tumbados en la agonía del aburrimiento a la orilla del agua o a la escasa sombra de los árboles, desmoralizados por el calor, la naturaleza, la tranquilidad campestre y, en resumen, por la vida sencilla y sana de las vacaciones, esperan cada día, para desilusionarse después, que los periódicos traigan algo nuevo, refrescante, algún crimen, una guerra o un terremoto. En fin, ¡ALGO! Y si no lo hay, tiran el diario amargados diciendo que «en los periódicos ya no hay nada, pero absolutamente nada que leer, y que no renovarán su suscripción».

Y mientras tanto, en la redacción están sentados cinco o seis individuos abandonados, porque los otros colegas se han ido también de vacaciones y estarán tirando con desprecio los periódicos, quejándose de que en todo el número no hay NADA, pero absolutamente NADA que valga la pena. Y de la linotipia sale el señor tipógrafo diciendo en tono de reproche: «¡Señores, señores, todavía no tenemos el artículo de fondo para mañana!»

—Bueno, pues ponga usted ese artículo sobre la situación económica en Bulgaria —sugiere uno de los abandonados.

El señor tipógrafo suspira ruidosamente.

—¿Pero quién va a leer eso, redactor? Otra vez no habrá en todo el periódico NADA que valga la pena.

Seis caballeros abandonados levantan sus ojos hacia el techo, como si en él pudieran descubrir ALGO que se pueda leer.

—Si de pronto pasara algo… —sugiere uno.

—O si tuviéramos algún reportaje interesante —añade otro.

—¿Sobre qué?

—¡Qué sé yo!

—O… si se inventara alguna nueva vitamina —refunfuña un tercero.

—¿Ahora en verano? —replica el cuarto—. Hombre, las vitaminas son cosas instructivas. Eso pegaría mejor en el otoño, cuando empiezan las clases.

—Dios mío, ¡qué calor! —dice bostezando el quinto—. Deberíamos escribir algo sobre las regiones polares.

—Pero ¿qué?

—Bueno, algo como aquello del esquimal Welzl. Dedos helados, hielos perpetuos y cosas parecidas.

—Es fácil decirlo —interviene el sexto—, pero ¿de dónde sacarlo?

Un silencio sin esperanzas se extiende por la redacción.

—Yo estuve el domingo en Jevícko —dice dudando el señor tipógrafo.

—¿Y qué?

—Parece ser que está allí de vacaciones un tal capitán van Toch. Dicen que nació en Jevícko.

—¿Qué van Toch?

—Uno gordo. Dicen que es capitán de un barco, ese van Toch. Algunos aseguran que ha sido pescador de perlas.

Golombek miró al señor Valenta.

—¿Y dónde las pescaba?

—En Sumatra y en las Célebes… en fin, por aquellos parajes. Parece ser que vivió allí unos treinta años.

—Hombre, no es mala idea —dice el señor Valenta—. Podría hacerse un reportaje formidable. ¿Vamos, Golombek?

—Bueno, podemos probar —decide el señor Golombek bajando de la mesa en la que está sentado.

—Aquel señor es —dijo el posadero de Jevícko. En el jardín, junto a una mesa, se arrellanaba en su asiento un hombre gordo con una gorra blanca de marinero, bebiendo cerveza y garabateando con su dedo índice en el mantel. Los dos señores se dirigieron a él.

—Redactor Valenta.

—Redactor Golombek.

El señor grueso alzó la vista.

—Whatf
¿Qué?

—Soy el redactor Valenta.

—Y yo el redactor Golombek.

El señor grueso se levantó con dignidad.

—Capitán J. van Toch, servidor de ustedes.
Very glad
. Siéntense, muchachos, por favor.

Los dos señores se sentaron satisfechos.

—¿Qué beberán, muchachos?

—Un refresco de frambuesa —indicó el señor Valenta.

—¿De frambuesa? —repitió incrédulo el capitán—. ¿Por qué? ¡Posadero! Tráigales unas cervezas. Bien. ¿Y qué es lo que quieren? —dijo apoyando el codo sobre la mesa.

—¿Es cierto que nació usted aquí, señor van Toch?

—Sí. Aquí he nacido.

—Por favor, dígame, ¿cómo llegó usted al mar?

—Vía Hamburgo.

—¿Y cuánto tiempo ha sido usted capitán?

—Veinte años, muchachos. Y la documentación la tengo aquí —dijo golpeando enérgicamente el bolsillo de su chaqueta—, para enseñársela a quien la quiera ver.

El señor Golombek tenía grandes deseos de verla, pero se contuvo.

—En esos veinte años, capitán, habrá visto usted una buena parte del mundo, ¿no es así?

—Sí, un buen pedacito. Sí.

—¿Y dónde ha estado?

—En Java, Borneo, Filipinas, las islas Fidji, las Solomón, las Carolinas, Samoa, la maldita isla de Cliperton. Una serie de malditas islas, muchachos. ¿Por qué lo preguntan?

—Por nada, porque es interesante. Nos gustaría que nos contase muchas cosas, ¿sabe?

—¡Aja! Entonces ustedes preguntan sin ton ni son, ¿no?

El capitán fijó en ellos sus ojos azul pálido.

—¿No son ustedes de la
pólice?
Quiero decir, de la policía, ¿no?

—No, capitán. Somos periodistas.

—¡Ah, de los periódicos! Reporteros, ¿eh? Entonces pueden escribir: Capitán J. van Toch, capitán del barco
Kandong Bandoeng
.

—¿Cómo ha dicho?


Kandong Bandoeng
, de puerto Surabaya. Objeto del viaje:
vacances…
¿cómo se dice?

—Vacaciones.

—Ah, sí, vacaciones. Pongan entonces en el periódico quién llegó a puerto. Y ahora, guarden ya sus notas, jóvenes. ¡A su salud, muchachos!

—Señor van Toch, hemos venido para que usted nos cuente algo de su vida.

—¿Y por qué?

—Para escribirlo en nuestro periódico. Al público le interesará mucho leer algo sobre los países lejanos y lo que pasó y vivió en ellos su compatriota, un checo natural de Jevícko.

El capitán asintió con la cabeza.

—Es cierto, muchachos, soy el único capitán de Jevícko. Así es la cosa. Dicen que también hay aquí un capitán, pero será de alguna mecedora… Yo creo que no es un verdadero capitán —añadió confidencialmente—. Eso se mide según el tonelaje del barco, ¿saben ustedes?

—¿Y qué tonelaje tiene su barco, capitán?

—Mil doscientas toneladas, muchachos.

—Entonces, usted es un gran capitán.

—Sí, muy grande —dijo van Toch con dignidad—. Muchachos, ¿tienen dinero?

Los dos señores se miraron un poco confusos.

—Tenemos, pero poco. ¿Acaso necesita usted, capitán?

—Sí. Necesitaría.

—Ya lo ve. Si nos cuenta muchas cosas, lo escribiremos en los periódicos y usted recibirá dinero.

—¿Cuánto?

—Quizá… algunos miles —dijo magnánimo el señor Golombek.

—¿En libras esterlinas?

—No, en coronas checoslovacas.

El capitán J. van Toch movió la cabeza.

—Coronas no quiero, tengo bastantes, muchachos. —Sacó del bolsillo del pantalón un gran paquete de billetes y dijo—: ¿Ven?

Después apoyó el codo en la mesa y se inclinó hacia los dos señores.

—Señores, yo podría proporcionarles un
big business
. ¿Cómo se dice?

—Un gran negocio.


Yes
, un gran negocio. Pero ustedes tendrían que poner quince… ¡esperen!, quince o dieciséis millones de coronas. ¿Qué les parece?

Los dos señores se miraron una vez más algo intranquilos. Los redactores, desde luego, tienen sus experiencias sobre las más extraordinarias clases de locos, estafadores e inventores.

—Esperen —dijo el capitán—, puedo mostrarles algo. —Buscó con sus gruesos dedos en el bolsillo del chaleco, sacó algo y lo puso sobre la mesa. Eran tres perlas rosadas del tamaño de huesos de cerezas—. ¿Entienden ustedes de perlas?

—¿Qué valor pueden tener? —jadeó el señor Valenta.


Yes, lots ofmoney
, muchachos. Éstas las llevo solamente como muestra. Bueno qué, ¿quieren asociarse conmigo? —dijo alargando a través de la mesa su amplia mano.

El señor Golombek suspiró.

—Señor van Toch, ¡tanto dinero!…

—¡Alto! —le interrumpió el capitán—. Ya sé… tú no me conoces, pero pregunta por el capitán van Toch en Surabaya, en Batavia, en Padang, ¡donde quieras! Ve y pregunta, y todos te dirán:
«Yes, Captain van Toch, he is as good as his word.»

—Señor van Toch, no es que no le creamos —protestó el señor Golombek—, pero…

—¡Espera! —ordenó el capitán—. Ya sé, tú no quieres dar tu bonito dinero sólo porque sí. ¡Eso es elogiable, muchacho! Pero vas a invertir tu dinero en un barco, ¿comprendes? Tú compras el barco, te conviertes en naviero y podrás venir conmigo.
Yes
, puedes venir y verás cómo lo administro. Pero el dinero que se saque con él
serífifty-fifty
. Es un negocio honrado, ¿no?

—Pero, señor van Toch —pudo articular por fin el señor Golombek un poco agobiado—, ¡si no tenemos tanto dinero!

—¡Aja! Eso ya es otro cantar —dijo el capitán—.
Sorry
, señores, pero entonces no comprendo por qué han venido a verme.

—Para que nos cuente su vida, capitán. ¡Usted debe de haber vivido tantas experiencias!

—Eso sí, muchachos; ¡muchas experiencias tengo yo!

—¿Ha naufragado usted alguna vez?

—¿Qué quiere decir?
Ship-wrecking?
¡Eso no! ¿Qué te has creído tú, hombre? Si me das un buen barco, no puede ocurrir-le nada. Si quieres informes sobre mí, pregunta en Amsterdam, pregunta.

—¿Y qué tal los nativos de aquellas islas? ¿Conoció usted a muchos nativos?

El capitán van Toch sacudió la cabeza.

—Eso no es tema para gente culta. Esas cosas se callan.

—Pues cuéntenos cualquier otra cosa.


Yes
, contar —gruñó el capitán con desconfianza—. Y ustedes, después, van con el cuento a cualquier compañía y ella envía allí sus barcos. Te digo,
my lad
, que la gente es muy ladrona. Y los más ladrones son esos banqueros de Colombo.

—¿Ha estado muchas veces en Colombo?


Yes
, muy a menudo. Y también en Bangkok y en Manila. ¡Jóvenes! —dijo de pronto—, yo sé de un barco muy útil a un precio muy barato, que está en Rotterdam. Vengan conmigo a verlo. Rotterdam está ahí al lado —y señaló con el índice por encima del hombro—. Ahora los barcos están muy baratos, a precio de chatarra. Éste es un barco de unos seis años, con motor diesel. ¿Quieren verlo, muchachos?

—No tenemos tiempo, señor van Toch.

—¡Qué gente tan rara son ustedes! —suspiró el capitán, y se sonó ruidosamente en el cielo azul de su inmenso pañuelo—. ¿Y no saben de alguien que quiera comprar un barco?

—¿Aquí, en Jevícko?


Yes
, aquí o cerca de aquí. Yo quisiera que este gran negocio lo hiciese alguien de mi tierra.

—Es usted muy bondadoso, capitán.


Yes
, porque los otros son demasiado ladrones y, además, no tienen dinero. Ustedes, como periodistas, deben conocer a los peces gordos de por aquí, banqueros,
shipowners…
¿cómo se dice? ¿navegadores?

—Navieros. No, no conocemos a nadie, señor van Toch.

—¡Es lástima! —exclamó contrariado el capitán.

El señor Golombek trató de recordar.

—Quizá conozca usted al señor Bondy.

—¿Bondy?… ¿Bondy?… ¡Espera! Ese nombre me suena —el capitán reflexionó—. Bondy…
Yes
, en Londres hay una Bond Street en la que vive gente muy rica. ¿No tendrá ese tipo algún comercio en Bond Street, muchachos?

—No, señor, vive en Praga y creo que nació en Jevícko.

—¡Caramba! —exclamó alegremente el capitán—, tienes razón, muchacho. Aquél que tenía en la plaza una tienducha en la que vendía de todo.
Yes
, Bondy… ¿Cómo se llamaba?… Max, Max Bondy. ¿Así que, ahora, tiene un comercio en Praga?

—No, el que usted dice es el padre. Este Bondy se llama G.H., el presidente G.H. Bondy, capitán.

—G.H. —negó con la cabeza el capitán—, G.H. no había ninguno. Como no sea Gustl Bondy… pero él no era presidente ni mucho menos. Un judiíto pecoso… ¡No puede ser él!

—Sí que puede ser él, señor van Toch. ¡Hace muchos años que usted no lo ha visto!

—Tienes razón, ¡muchísimos años! Puede que ese Gustl ya sea mayor. ¿Y qué hace?

—Es presidente del Consejo de Administración de la M.E.A.T. ¿sabe?, esa fábrica grande que construye calderas y cosas parecidas. Y, además, presidente de unas veinte sociedades y
trusts
. Un gran señor, capitán van Toch. Lo llaman el capitán de nuestra industria.

—¿Capitán? —se extrañó van Toch—. Entonces, ¡no soy el único capitán de Jevícko! ¡Caramba! Así que Gustl es también capitán. Tendré que ir a verlo. Y, ¿tiene dinero?

—¡Ya lo creo! ¡Montones de dinero, señor van Toch! Ése tendrá sus buenos cientos de millones. Es el hombre más rico del país.

El capitán van Toch estaba pensativo.

—¡Y también capitán!… Muchas gracias, muchachos. Voy a buscar a ese Bondy; /
know, yes
, Gustl Bondy. Un judiíto pequeño era… Y ahora es el capitán G.H. Bondy.
Yes, yes…
¡cómo vuela el tiempo! —dijo suspirando melancólicamente.

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