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Authors: Karel Capek

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de las salamandras (22 page)

BOOK: La guerra de las salamandras
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La mayoría de estas propuestas fueron aplazadas para someterlas a discusión en la próxima Conferencia de Potencias Marítimas, que, por diversos motivos, nunca llegó a celebrarse. «Con este acto internacional», escribió en
Les Temps
Jules Sauerstoff, «está asegurado el porvenir de las salamandras y la pacífica evolución de la humanidad, por algunas decenas de años. Felicitamos a la Conferencia de Londres por el feliz término de sus difíciles deliberaciones. Felicitamos también a las salamandras porque, por medio de esos Estatutos, quedan bajo la protección del Tribunal de La Haya. Ahora pueden, con confianza y tranquilidad, dedicarse a su trabajo y a su progreso submarino. Hay que subrayar que el hacer apolítico el problema de las salamandras, lo que se consiguió en la Convención de Londres, es una de las garantías más importantes de la paz mundial. Sobre todo, el desarme de las salamandras reduce la posibilidad de un conflicto submarino entre los diferentes Estados. El caso es que, aunque continúan numerosas disputas sobre las fronteras entre diferentes potencias de casi todos los continentes, la paz mundial no está amenazada por ningún peligro actual; por lo menos, en lo referente a los mares. Pero, también en tierra firme, parece estar ahora más asegurada que nunca. Los estados marítimos están muy ocupados con la construcción de nuevas costas, y pueden ampliar sus territorios hacia el mar mundial, en vez de intentar cambiar sus fronteras en tierra firme. Ya no será necesario luchar con armas y gases por cada palmo de terreno. Basta, sencillamente, con las palas y los picos de las salamandras, para que cada Estado se construya cuanto territorio necesite. Y este tranquilo trabajo de las salamandras, por la paz y felicidad de todas las naciones, lo asegura, precisamente, la Convención de Londres. Nunca había estado el mundo tan cerca de la paz duradera y de un florecimiento tranquilo, pero glorioso, como precisamente lo está ahora. En vez del Problema de las Salamandras, del que ya se ha hablado y escrito tanto, quizá se hable ahora, con toda razón, de la «Edad de Oro de las Salamandras.»

3

El señor Povondra vuelve a leer el periódico

En nada se nota tanto el correr del tiempo como en los niños. ¿Dónde está el pequeño Frantik, al que dejamos, no hace mucho, junto a los afluentes del lado izquierdo del Danubio?

—¿Dónde está otra vez ese Frantik? —gruñe el señor Povondra, abriendo el periódico de la tarde.

—Ya sabes… donde siempre —contesta la señora Povondra, inclinada sobre su labor.

—¡Así que ha ido otra vez a ver a la novia! —dice amenazador el señor Povondra—. ¡Caramba con el chico! Apenas tiene treinta años y no para ni una tarde en casa.

—¡Hay que ver los calcetines que rompe! —suspira la señora Povondra, metiendo una vez más en el calcetín destrozado el huevo de madera…

—¿Qué voy a hacer con esto? —exclama contemplando el agujero del talón, de una forma parecida a la isla de Ceilán—. Mejor sería tirarlo —exclama críticamente, pero a pesar de ello, y después de largas consideraciones estratégicas, clava la aguja en la costa sur de Ceilán.

De nuevo reina el silencio familiar, que tanto le gusta a papá Povondra. Solamente lo interrumpen el crujido del papel, al que contesta el de la aguja con su rápido movimiento.

—¿Ya lo han cogido? —pregunta la señora Povondra.

—¿A quién?

—A ese asesino que mató a una mujer.

—¿Crees que me interesa ese asesino? —gruñe papá Povondra con cierta repugnancia—. Precisamente estoy leyendo aquí que reina cierta tirantez entre Japón y China. Eso es grave. Allí siempre es grave la cosa.

—Yo creo que ya no lo detendrán.

—¿A quién?

—A ese asesino. Cuando alguien mata a una mujer, casi nunca lo detienen.

—A los japoneses no les gusta que China esté regulando el río Amarillo. ¡Así es la política! Mientras el río Amarillo haga de las suyas, habrá cada año en China inundaciones y hambre, y eso debilita mucho a los chinos, ¿sabes? Préstame las tijeras, mamá, lo voy a recortar.

—¿Por qué?

—Estoy leyendo aquí que en ese río Amarillo trabajan dos millones de salamandras.

—Eso es mucho, ¿verdad?

—¡Ya lo creo! Pero, seguramente, Estados Unidos lo paga todo, ¡caramba! Por eso el Mikado quisiera meter allí sus propias salamandras. ¡Demonios!

—¿Qué ocurre?

—Aquí escribe
Le Petit Parisién
que Francia no va a dejar las cosas así.

—¿Y qué es lo que no va a dejar así?

—Que Italia quiere ensanchar la isla de Lampedusa. Es una posición estratégica muy importante, ¿sabes? Así Italia podría amenazar Túnez desde Lampedusa.
Le Petit Parisién
asegura que Italia pretende construir en esa Lampedusa una fortaleza marítima de primer orden. Dicen que tienen allí unas sesenta mil salamandras armadas. Eso es cosa seria. Sesenta mil salamandras son tres divisiones, mamá. Te digo que en el Mediterráneo va a ocurrir algo el día menos pensado. ¿A ver?, lo voy a recortar.

Mientras tanto, Ceilán había desaparecido bajo las hábiles manos de la señora Povondra, habiéndose reducido a una extensión menor que la isla de Rodas.

—Y también Inglaterra va a tener dificultades. En la Cámara de los Comunes se habló de que la Gran Bretaña está quedando por detrás de otros países en la construcción de obras acuáticas. Dicen que otras potencias coloniales construyen rápidamente nuevas costas y continentes, mientras que el Gobierno británico, en su desconfianza conservadora hacia las salamandras… Es verdad, mamá. Los ingleses son terriblemente conservadores. Yo conocía a un criado de la Embajada Británica, y a ése, aunque lo matases no le hacías comer nuestro embutido checo. Decía que en su país no se come, y que él no lo comía tampoco. No me extraña, pues, que otros Estados se les adelanten —el señor Povondra movió gravemente la cabeza—. Francia amplía sus costas en Calais y los periódicos ingleses arman un escándalo diciendo que Francia los va a cañonear a través del canal. La culpa la tienen ellos. Podían haber ampliado sus costas en Dover y disparar contra Francia.

—¿Y para qué iban a disparar? —preguntó la señora Povondra.

—Esas cosas tú no las comprendes. Hay motivos militares para ello. A mí no me extrañaría que ocurriese allí algo. Allí o en otro lugar. Se comprende que ahora, a causa de las salamandras, la situación internacional es completamente diferente, mamá, completamente diferente.

—¿Crees que puede haber guerra? —preguntó preocupada la señora Povondra—. Ya sabes, lo digo por nuestro Frantik, ¡si tuviera que ir a la guerra!

—¿Guerra? —opinó el señor Povondra—. Tendrá que haber una guerra mundial para que los Estados se puedan repartir el mar. Pero nosotros seremos neutrales. Siempre hay alguien que permanece neutral, para poder vender armas a los demás. Así es la cosa —decidió el señor Povondra—, pero las mujeres no comprenden eso.

La señora Povondra apretó los labios y con rápidas puntadas terminó de arreglar la isla de Ceilán en el calcetín del joven Frantik.

—¡Y cuando pienso —continuó el señor Povondra, con orgullo un poco amortiguado—, que esta situación amenazadora no existiría si no fuese por mí! Si aquella vez no hubiese dejado entrar a aquel capitán a hablar con el señor Bondy, la historia del mundo sería otra. Cualquier portero no lo hubiese dejado pasar, pero yo me dije: «Bajo mi responsabilidad, lo anunciaré al señor Bondy.» Y ahora, ¡fíjate qué inconvenientes tienen estados como Inglaterra y Francia! Y eso que ni siquiera sabemos lo que puede ocurrir un día… —el señor Povondra chupó su pipa excitado—. Así es la cosa, querida. Los periódicos no hablan más que de esas salamandras. Aquí tienes otra noticia…\1\2 Aquí dice que en la ciudad de Kankesanturai, en Ceilán, las salamandras atacaron un pueblo. Se dice que los del pueblo habían apaleado antes a algunas de ellas. «Hubo que llamar a la policía y a una compañía de soldados del pueblo», leyó en voz alta el señor Povondra, «y llegó a entablarse un tiroteo entre las salamandras y la gente. Hubo varios heridos por parte de los soldados»… —El señor Povondra dejó el periódico—. Esto no me gusta, mamá.

—¿Por qué? —se extrañó la señora Povondra, golpeando satisfecha con las tijeras en la ex isla de Ceilán—. ¡Si eso no tiene nada que ver!

—No sé —gruñó el señor Povondra, paseando agitado de un lado a otro de la habitación—, esto no me gusta nada. No, no me agrada. No debía haber tiroteos entre la gente y las salamandras.

—Quizás las salamandras no hacían más que defenderse —trató de apaciguarlo la señora Povondra, dejando el calcetín.

—Precisamente por eso —gruñó el señor Povondra intranquilo—. En cuanto esos bichos empiecen una vez a defenderse, ¡ya estamos listos! Es la primera vez que lo hacen… ¡Cristo! Esto no me gusta ni un poquito —el señor Povondra se detuvo—. Yo no sé… pero quizás, después de todo, no debía haber dejado pasar a aquel capitán para que hablase con el señor Bondy.

LIBRO TERCERO

LA GUERRA DE LAS SALAMANDRAS

1

Matanza en las islas Cocos

El señor Povondra estaba equivocado en una cosa: el tiroteo ocurrido en la ciudad de Kankesanturai no era el primer enfrentamiento entre salamandras y seres humanos. El primer conflicto históricamente conocido había ocurrido algunos años antes, en las Islas Cocos, todavía en la edad de oro de las expediciones piratas a la caza de salamandras. Pero tampoco fue el primer incidente de su clase. En los puertos del Océano índico se comentó bastante un suceso lamentable, en el que las salamandras opusieron resistencia hasta al S-Trade o tráfico comercial normal; desde luego que incidentes así no se registran en la Historia.

Lo ocurrido en las islas Cocos o de Keeling fue lo siguiente: llegó allí el barco
Montrose\2\1 de la conocida compañía Harriman Pacific Trade, bajo el mando del capitán James Lindley, a la consabida caza de salamandras del tipo llamado Maccaroni. En las Islas Cocos era ya conocida, desde tiempos del capitán van Toch, una bahía en la que abundaban las salamandras, pero que había sido abandonada hacía tiempo por estar alejada de las rutas marítimas corrientes. No se puede acusar al capitán Lindley de no haber tomado las precauciones necesarias, ni tampoco de que la tripulación bajase a tierra desarmada. (Entonces la caza ilegal de las salamandras ya se había regularizado). La verdad es que antes los barcos piratas y su tripulación iban armados con ametralladoras y hasta con cañones ligeros, desde luego, no contra las salamandras, sino contra la turbia competencia de otros piratas. En la isla de Karakelong se enfrentó una vez la tripulación del barco de Harriman con los hombres de un barco danés, cuyo capitán consideraba Karakelong como su coto de caza. En aquella ocasión ambas tripulaciones ajustaron cuentas ya viejas, sobre todo con referencia al prestigio y a la incompatibilidad comercial, de tal manera que dejaron la caza de salamandras y empezaron a disparar unos contra otros con pistolas. Es verdad que en tierra ganaron los daneses, que hicieron un ataque a cuchillo, pero el barco de Harriman disparó más tarde sus cañones, con gran éxito, contra el barco danés, hundiéndolo con todo lo que contenía, incluido el capitán Niels. Éste, pues, es el llamado «incidente de Karakelong». Aquella vez intervinieron las autoridades y los gobiernos de los estados respectivos y se prohibió a los barcos piratas que, en lo sucesivo, usaran cañones, ametralladoras y granadas de mano. Además, las sociedades filibusteras se repartieron la así llamada caza libre de salamandras, de manera que cada localidad habitada por ellas era visitada solamente por ciertos barcos piratas. Este acuerdo de caballeros entre los grandes corsarios fue respetado y cumplido lealmente hasta por las pequeñas empresas piratas. Pero, volviendo al capitán Lindley, hay que decir que actuó en la forma corriente en estos negocios, y según las costumbres marineras, cuando mandó a sus hombres a cazar salamandras en las Islas Cocos armados solamente con palos y remos, y las autoridades que investigaron posteriormente este asunto dieron plenas satisfacciones al capitán muerto
.

El teniente de a bordo, Eddie Mc Carth, hombre con experiencia en este tipo de caza, mandaba la gente que bajó en aquella noche de luna a las Islas Cocos. Es cierto que la manada de salamandras que encontró en la costa era extraordinariamente numerosa. Según calculó, había unos seiscientos o setecientos machos vigorosos, mientras que el teniente Me Carth llevaba solamente dieciséis hombres. Pero no se le puede acusar por no haber abandonado la caza, aunque sea por el hecho de que los tenientes y la tripulación de los barcos piratas cobraban un tanto por cada pieza cazada. En la investigación posterior del incidente se dijo que «el teniente Me Carth era, desde luego, responsable por el desgraciado incidente», pero que, «en dichas condiciones todos hubieran obrado de la misma manera.» Por el contrario, el desgraciado y joven teniente tuvo suficiente visión para ordenar que, en lugar de cercar a las salamandras, cosa que hubiera sido difícil de lograr por la diferencia de número, se hiciese un ataque frontal que debía aislarlas del mar, hacerlas retroceder hasta el interior de la isla y atontarlas luego a golpes de remo y porrazos. Por desgracia, el ataque frontal de los marinos fue roto, y unas doscientas salamandras se escaparon al agua. Mientras los hombres empezaban a atacar a las salamandras que se habían refugiado en la isla, estallaron a sus espaldas los secos disparos de las pistolas submarinas
(shark-guns)
. Nadie había pensado que salamandras que vivían en la naturaleza en estado salvaje podían estar armadas con pistolas contra los tiburones. Nunca se pudo averiguar quién se las había proporcionado
.

El marinero Michael Kelly, que sobrevivió a toda esta catástrofe, cuenta lo siguiente: «Cuando empezaron a sonar los disparos, creímos que nos tiraba la tripulación de algún otro barco, llegado también a aquel lugar en busca de salamandras. El teniente Mc Carth se volvió rápidamente y gritó: "¿Qué están haciendo, brutos? Ésta es la tripulación del
Montrose
". En ese momento fue herido en la cadera, pero todavía sacó su revólver y comenzó a disparar. Después recibió una bala en el cuello y cayó. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que estaban disparando las salamandras y que trataban de aislarnos del mar. Long Steve levantó el remo y se lanzó contra ellas, gritando: "¡Montrose!, ¡Montrose!". También nosotros comenzamos a gritar «Montrose» y a golpear a aquellos bichos con los remos como podíamos. Unos cinco de los nuestros quedaron en el suelo y los demás pudieron huir hacia el mar. Long Steve saltó al agua y vadeó hasta el bote, pero se le colgaron unas cuantas salamandras que lo arrastraron hacia el fondo. También ahogaron a Charlie, que nos gritaba: "¡Muchachos, por Cristo, no me abandonen!". Pero no podíamos hacer nada. Aquellas puercas nos disparaban por la espalda. Bodkin se volvió y recibió un balazo en el vientre. Solamente dijo: "¡Pero no!", y cayó sin vida. Entonces tratamos de volver hacia el interior de la isla. Ya habíamos roto sobre aquellas bestias nuestros palos y remos, y sólo podíamos correr como liebres para escapar de ellas. De los dieciséis hombres sólo quedábamos en pie cuatro. Teníamos miedo de alejarnos demasiado de la orilla y no poder luego llegar hasta el barco. Nos escondimos detrás de unos arbustos y unas piedras y tuvimos que contemplar cómo eran exterminados nuestros compañeros por las salamandras, que los ahogaban en el agua como a gatitos, y cuando alguno de ellos todavía nadaba, le daban con una porra en la cabeza. Yo me di cuenta de que tenía dislocado un tobillo y que no podía seguir caminando.»

BOOK: La guerra de las salamandras
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