La fiesta del chivo (41 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Se me acaba de ocurrir al ver lo linda que se ha puesto —repitió—. El jefe aprecia la belleza. Si le digo: «Cerebrito quiere ofrecerle, en prueba de cariño y de lealtad, a su linda hija, que es todavía señorita», no la rechaza. Yo lo conozco. Él es un caballero, con un tremendo sentido del honor. Se sentirá tocado en el corazón. Te llamará. Te devolverá lo que te han quitado. Uranita tendrá su porvenir seguro. Piensa en ella, Agustín, y sacúdete los prejuicios anticuados. No seas egoísta.

Cogió de nuevo la botella y sirvió unos chorritos de whisky en su vaso y en el de Cabral. Echó con su mano los cubitos de hielo en ambos vasos.

—Se meacaba de ocurrir, al ver lo bella que se ha puesto —salmodió, por cuarta o quinta vez. ¿Le molestaba, lo enloquecía la garganta? Movía la cabeza y se acariciaba la cicatriz con la yema de los dedos—. Si te molestó, no dije nada.

—Dijiste vil y malvado —estalla de pronto la tía Adelina—. Eso dijiste de tu padre muerto en vida, esperando el final. De mi hermano, del ser que yo más he querido y respetado. No vas a salir de esta casa sin explicarme el porqué de esos insultos, Urania.

—Dije vil y malvado porque no hay palabras más fuertes —explica Urania, despacito—. Si las hubiera, las habría dicho. Tuvo sus razones, seguramente. Sus atenuantes, sus motivos. Pero yo no lo he perdonado ni lo perdonaré.

—¿Por qué lo ayudas, si lo odias tanto? —la anciana vibra de indignación; está muy pálida, como si fuera a desmayarse—. ¿Por qué la enfermera, la comida? Déjalo morirse, entonces.

—Prefiero que viva así, muerto en vida, sufriendo —habla muy serena, con los ojos bajos—. Por eso lo ayudo, tía.

—Pero, pero ¿qué te hizo para que lo odies así, para que digas algo tan monstruoso? —Lucindita alza los brazos, sin dar crédito a lo que acaba de oír—. ¡Dios bendito!

—Te sorprender'á lo que voy a decirte, Cerebrito —exclama Manuel Alfonso, con dramatismo—. Cuando veo una belleza, una real hembra, una de esas que te viran la cabeza, yo no pienso en mí. Sino en el Jefe. SI, en él. ¿Le gustaría apretarla en sus brazos, amarla? Esto no se lo he contado a nadie. Ni al Jefe. Pero, él lo sabe. Que, para mí, ha sido siempre el primero, incluso en eso. Y conste que a mí me gustan mucho las mujeres, Agustín. No creas que me he sacrificado cediéndole hembras bellísimas por adulación, para obtener favores, negocios. Eso creen los ruines, los puercos. ¿Sabes por qué? Por cariño, por compasión, por piedad. Tú lo puedes comprender, Cerebrito. Tú y yo sabemos lo que ha sido su vida. Trabajar desde el alba hasta la medianoche, siete días por semana, doce meses al año. Sin descansar jamás. Ocupándose de lo importante y de lo mínimo. Tomando cada momento decisiones de las que dependen la vida y la muerte de tres millones de dominicanos. Para meternos en el siglo XX. Teniendo que cuidarse de los resentidos, de los mediocres, de la ingratitud de tanto pobre diablo. ¿No merece, un hombre así, distraerse de cuando en cuando? ¿Gozar unos minutos con una hembra? Una de las pocas compensaciones en su vida, Agustín. Por eso, me siento orgulloso de ser lo que dicen tantas víboras: el celestina del Jefe. ¡A mucha honra, Cerebrito!

Se llevó el vaso sin whisky a los labios y se metió a la boca un cubito de hielo. Permaneció buen rato en silencio chupando, concentrado, extenuado por el soliloquio. Cabral lo observaba, callado también, acariciando su vaso lleno de whisky.

—Se terminó la botella y no tengo otra —se excusó. Tómate el mío, yo no puedo beber más.

Asintiendo, el embajador le estiró el vaso vacío y el senador Cabral le echó los restos del suyo.

—Me emociona lo que dices, Manuel —murmuró—. Pero, no me sorprende. Lo que tú sientes por él, esa admiración,— esa gratitud, es lo que he sentido siempre por el Jefe. Por eso me duele tanto esta situación.

El embajador le puso la mano en el hombro.

—Se arreglará, Cerebrito. Hablaré con él. Yo sé cómo decirle las cosas. Le explicaré. No le diré que es idea mía, sino tuya. Una iniciativa de Agustín Cabral. Un leal a toda prueba, incluso desde la desgracia, desde la humillación. Tú ya conoces al jefe. Le gustan los gestos. Puede tener sus años, su salud resentida. Pero, nunca rechazó los desafíos del amor. Lo organizaré todo, con la más absoluta discreción. No te preocupes. Recuperarás tu posición, los que te dieron la espalda harán cola en esta puerta muy pronto. Ahora, tengo que irme. Gracias por los whiskys. En mi casa, no me dejan probar una gota de alcohol. Qué bueno ha sido sentir en mi pobre garganta ese cosquilleo un poco ardiente, un poco amargo. Adiós, Cerebrito. No te angusties más. Déjame a mí. Tú, más bien, prepara a Uranita. Sin entrar en detalles. No hace falta. Se encargará el Jefe. No puedes imaginar la delicadeza, la ternura, el don de gentes, con que actúa en estos casos. La hará feliz, la recompensará, tendrá un futuro asegurado. Siempre lo hizo. Más todavía con una criatura tan dulce y tan bella.

Fue tambaleándose hasta la puerta, y abandonó la casa dando un ligero portazo. Desde el sofá de la sala, donde seguía con el vaso vacío en las manos, Agustín Cabral sintió el motor del auto, partiendo. Sentía lasitud, una abulia inconmensurable. jamás tendría fuerzas para ponerse de pie, subir los escalones, desnudarse, ir al baño, lavarse los dientes, acostarse, apagar la luz.

—¿Estás tratando de decir que Manuel Alfonso propuso a tu padre que, que…? —la tía Adelina no puede terminar, la cólera la ahoga, no encuentra las palabras que rebajen, hagan presentable lo que quiere decir. Para terminar de algún modo, amenaza con su puño al loro Sansón, que ni siquiera ha abierto el pico—: ¡Quieto, animal de porquería!

—No trato. Te cuento lo que pasó —dice Urania—. Si no quieres oírlo, me callo y me voy.

La tía Adelina abre la boca, pero no logra decir nada.

Por lo demás, Urania tampoco conocía los pormenores de la conversación entre Manuel Alfonso y su papá aquella noche en que, por primera vez en su vida, el senador no subió a acostarse. Se quedó dormido en la sala, vestido, un vaso y una botella de whisky vacíos a sus pies. El espectáculo que encontró a la mañana siguiente, al bajar a tomar desayuno para ir al colegio, la sobrecogió. Su papá no era un borracho, al contrario, siempre criticaba a borrachos y juerguistas. Se había emborrachado por desesperación, por estar acosado, perseguido, investigado, destituido, con sus cuentas congeladas, por algo que no había hecho. Sollozó, abrazada a su papá, tumbado en el sillón de la sala. Cuando éste abrió los ojos y la vio junto a él, llorando, la besó muchas veces: «No llores, corazón. Saldremos de ésta, verás, no nos dejaremos derrotar». Se incorporó, arregló sus ropas, acompañó a su hija a tomar desayuno. Mientras le acariciaba los cabellos y le decía que no contara nada en el colegio, la observaba de una manera rara.

—Debía dudar, retorcerse —imagina Urania—. Pensaría en exiliarse. Pero, jamás hubiera podido entrar a una embajada. Ya no había legaciones latinoamericanas, desde las sanciones. Y los caliés daban vueltas, haciendo guardia a la puerta de las que quedaban. Pasaría un día horrible, peleando contra sus escrúpulos. Esa tarde, cuando regresé del colegio, ya había dado el paso.

La tía Adelina no protesta. Sólo la mira, desde el fondo de sus cuencas hundidas, con reproche mezclado de espanto, y una incredulidad que, pese a sus esfuerzos, se va apagando. Manolita se enrula y desenrula una mecha de cabello. Lucinda y Marianita se han vuelto estatuas.

Estaba bañado y vestido con la corrección de costumbre; no quedaba en él rastro de la mala noche. Pero no había probado bocado, y las dudas y la amargura se reflejaban en su palidez cadavérica, en sus ojeras y el brillo asustadizo de su mirada.

—Te sientes mal, papi? ¿Por qué estás tan pálido?

—Tenemos que hablar, Uranita. Ven, subamos a tu cuarto. No quiero que el servicio nos escuche.

«Lo van a meter preso», pensó la niña. «Va a decirme que tengo que ir a vivir donde el tío Aníbal y la tía Adelina.» Entraron al cuarto, Urania echó al voleo los libros sobre su mesita de trabajo y se sentó a la orilla de la cama (con cubrecamas azul y los animalitos de Walt Disney»), su padre fue a acodarse en la ventana.

—Tú eres lo que más quiero en el mundo —le sonrió—. Lo mejor que tengo. Desde que murió tu mamá, lo único que me queda en esta vida. ¿Te das cuenta, hijita?

—Claro, papi —repuso ella—. ¿Qué otra cosa terrible ha pasado? ¿Te van a meter preso?

—No, no —negó él con la cabeza—. Más bien, hay una posibilidad de que todo se arregle.

Hizo una pausa, incapaz de continuar. Le temblaban labios y manos. Ella lo miraba sorprendida. Pero, entonces, ésa era una gran noticia. ¿Una posibilidad de que dejaran de atacarlo radios y periódicos? ¿De que volviera a ser presidente del Senado? Si era así, por qué esa cara, papi, por qué tan abatido, tan triste.

—Porque me piden un sacrificio, hijita —murmuró—. Quiero que sepas una cosa. Yo no haría nunca nada, nada, entiéndelo bien, mételo en la cabecita, que no fuera por tu bien. júrame que nunca olvidarás lo que te estoy diciendo.

Uranita comienza a irritarse. ¿De qué hablaba? ¿Por qué no se lo decía de una vez?

—Por supuesto, papi —dice al fin, con gesto de cansancio—. Pero qué ha pasado, por qué tantas vueltas.

Su padre se dejó caer a su lado en la cama, la tomó de los hombros, la recostó contra él, la besó en los cabellos.

—Hay una fiesta y el Generalísimo te ha invitado —mantenía los labios apretados contra la frente de la niña—. En la casa que tiene en San Cristóbal, en la Hacienda Fundación.

Urania se desprendió de sus brazos.

—¿Una fiesta? ¿Y Trujillo nos invita? quiere decir que todo se arregló. ¿Verdad?

El senador Cabral encogió los hombros.

—No sé, Uranita. El jefe es impredecible. De intenciones no siempre fáciles de adivinar. No nos ha invitado a los dos. Sólo a ti.

—¿A mí?

—Te llevará Manuel Alfonso. Él te traerá, también. No sé por qué te invita a ti y a mí no. Es seguramente un primer gesto, una manera de hacerme saber que no todo está perdido. Eso, al menos, deduce Manuel.

—Qué mal se sentía —dice Urania, advirtiendo que la tía Adelina, cabizbaja, ya no la riñe con esa mirada en que se ha eclipsado la seguridad—. Se enredaba, se contradecía. Temblaba de que yo no le creyera sus mentiras.

—Manuel Alfonso pudo engañarlo también… —comienza a decir la tía Adelina, pero la frase se le corta. Hace un gesto de contrición, disculpándose con las manos y la cabeza.

—Si no quieres ir, no irás, Uranita —Agustín Cabral se restriega las manos, como si, en ese atardecer caluroso que se está volviendo noche, él tuviera frío—. Llamo ahora mismo a Manuel Alfonso y le digo que te sientes mal, que te disculpe con el Jefe. No tienes ninguna obligación, hijita.

No sabe qué contestar. ¿Por qué tenía que tomar ella semejante decisión?

—No sé, papi —duda, confusa—. Me parece rarísimo. ¿Por qué me invita a mí sola? ¿Qué voy a hacer ahí, en una fiesta de viejos? ¿O están invitadas otras muchachas de mi edad?

La pequeña nuez sube y baja por la garganta delgadita del senador Cabral. Sus ojos esquivan los de Urania.

—Cuando te ha invitado a ti, habrá también otras jóvenes —balbucea—. Será que ya no te considera niña, sino señorita.

—Pero si a mí ni me conoce, sólo me ha visto de lejos, entre montones de gente. Qué va a acordarse, papi.

—Le habrán hablado de ti, Uranita —se escabulle su padre—. Te repito, no tienes obligación ninguna. Si quieres, llamo a Manuel Alfonso a decirle que te sientes mal.

—Bueno, no sé, papi. Si quieres voy, y si no, no. Lo que YO quiero es ayudarte. ¿No se enojará si lo desairo?

—¿No te dabas cuenta de nada? —se atreve a preguntarle Manolita.

De nada, Urania. Eras aún una niña, cuando ser niña quería decir todavía ser totalmente inocente para ciertas cosas relacionadas con el deseo, los instintos y el poder, y con los infinitos excesos y bestialidades que esas cosas mezcladas podían significar en un país modelado por Trujillo. A ella, que era despierta, todo le parecía precipitado, desde luego. ¿Dónde se había visto una invitación a una fiesta hecha el mismo día, sin dar tiempo a la invitada a prepararse? Pero, era una niña normal y sana —el último día que lo serías, Urania—, novelera, y, de pronto, esa fiesta, en San Cristóbal, en la famosa hacienda del Generalísimo, de donde salían los caballos y las vacas que ganaban todos los concursos, no podía no excitarla, llenarla de curiosidad, pensando en lo que contaría a sus amigas del Santo Domingo, la envidia que haría Sentir a esas compañeras que, estos días, la habían hecho pasar tan malos ratos hablándole de las barbaridades que decían contra el senador Agustin Cabral en periódicos Y radios. ¿Por qué habría tenido recelo de algo que tenía el visto bueno de su padre? Más bien, la ilusionaba que, como dijo el senador, aquella invitación fuera el primer síntoma de un desagravio, un gesto para hacer saber a su padre que el calvario había terminado.

No sospechó nada. Como la mujercita en ciernes que era, se preocupó de cosas más livianas, ¿qué se pondría, papi?, ¿qué zapatos?, lástima que fuera tan tarde, hubieran podido llamar a la peluquera que la peinó y maquilló el mes pasado, cuando fue damita de la Reina del Santo Domingo.

Fue su única preocupación, a partir del momento en que, para no ofender al Jefe, su padre y ella decidieron que iría a la fiesta. Don Manuel Alfonso vendría a recogerla a las ocho de la noche. No le quedaba tiempo para las tareas del colegio.

—¿Hasta qué hora le has dicho al señor Alfonso que puedo quedarme?

—Bueno, hasta que empiece a despedirse la gente —dice el senador Cabral, estrujándose las manos—. Si quieres salir antes, porque te sientes cansada o lo que sea, se lo dices y Manuel Alfonso te trae de vuelta de inmediato.

XVII

Cuando el doctor Vélez Santana y Bienvenido García, el yerno del general Juan Tomás Díaz, se llevaron en la camioneta a Pedro Livio Cedeño a la Clínica Internacional, el trío inseparable —Amadito, Antonio Imbert y el Turco Estrella Sadhalá— se decidió: no tenía sentido seguir esperando allí que el general Díaz, Luis Amiama y Antonio de la Maza encontraran al general José René Román. Mejor, buscar un médico que les curara las heridas, cambiarse las ropas manchadas y buscar un refugio, hasta que las cosas se aclararan. ¿A qué médico de confianza podían recurrir, a estas horas? Era cerca de medianoche'

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