La fiesta del chivo (39 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—¿Qué maletín? —preguntó el jefe del SIM.

—El de Trujillo —respondió, en el acto, articulando bien—. Lleno de sangre por afuera y por adentro de pesos y dólares.

—¿Con sus iniciales? —insistió el coronel—. ¿Las iniciales RUM, en metal?

No pudo contestar, la memoria lo traicionaba. Tony y Antonio lo encontraron en el auto, lo abrieron y dijeron que estaba lleno de pesos dominicanos y dólares. Miles de miles. Notaba la angustia del jefe del SIM. Ah, hijo de puta, el maletín te convenció de que era cierto, de que lo habían matado.

—¿Quién más está en esto? —preguntó Abbes García—. Dame nombres. Para que bajes al quirófano y te saquen las balas. ¿Quién más›

—¿Encontraron a Pupo? —preguntó él, excitado, atropellándose—. ¿Le mostraron el cadáver? ¿También a Balaguer?

Otra vez se le descolgó la mandíbula al coronel Abbes García. Ahí lo tenía, boquiabierto de sorpresa y aprensión. De un modo oscuro, les estaba ganando la partida.

—¿A Balaguer? —deletreó, sílaba por sílaba, letra Por letra—. ¿Al Presidente de la República?

—Será de la junta cívic-ilitar —explicó Pedro Livio, luchando por contener las arcadas—. Yo estuve en contra. Dicen que es necesario, para tranquilizar a la OEA.

Esta vez, la arcada no le dio tiempo a ladear la cabeza para vomitar fuera de la cama. Algo tibio y viscoso le corrió por el cuello y manchó su pecho. Vio apartarse, asqueado, al jefe del SIM. Tenía fuertes retortijones y frío en los huesos. Ya no podría hablar. Al poco rato, la cara del coronel estaba otra vez encima, deformada por la impaciencia. Lo miraba como si quisiera trepanarle el cráneo para averiguar toda la verdad.

Joaquín Balaguer también?

Sólo le resistió la mirada unos segundos. Cerró los Ojos, quería dormir. O morir, no importaba. Oyó, dos o tres veces, la pregunta: «¿Balaguer? ¿Balaguer también?». No respondió ni'abrió los ojos. Tampoco lo hizo cuando el vivísimo ardor en el lóbulo de la oreja derecha lo hizo encogerse. El coronel le había apagado el cigarrillo y ahora lo retorcía y deshacía en el pabellón de su oreja. No gritó, no se movió. Convertido en el cenicero del jefe de los caliés, Pedro Livio, así acabaste. Bah, qué coño. El Chivo estaba muerto. Dormir. Morir. Desde el hondo agujero en que caía, seguía oyendo a Abbes García: «Un beato como él tenía que estar conspirando con los curas. Es un complot de los obispos, ayuntados con los gringos». Había largos silencios, intercalados con murmullos, y, a ratos, el tímido ruego del doctor Damirón Ricart: si no lo intervenían, el paciente moriría. «Pero si lo que quiero es morir», pensaba Pedro Livio.

Carreras, pasos precipitados, un portazo. La habitación se había llenado otra vez, y, entre los recién llegados, estaba de nuevo el coronel Figueroa Carrión:

—Hemos encontrado un puente dental en la carretera, cerca del Chevrolet de Su Excelencia. Lo está examinando su dentista, el doctor Fernando Camino Certero. Lo desperté yo mismo. En una media hora nos dará su informe. A primera vista, le pareció el del jefe.

Su voz era lúgubre. Y, también, el silencio en que lo escuchaban los otros.

—¿No encontraron nada más? —Abbes García hablaba mordiendo lo que decía.

—Una pistola automática, calibre 45 —dijo Figueroa Carrión—. Tomará unas horas verificar el registro. Hay un carro abandonado, a unos doscientos metros del atentado. Un Mercury.

Pedro Livio se dijo que Salvador había hecho bien en enojarse con Fifí Pastoriza por dejar tirado su Mercury en la carretera. Identificarían al dueño y dentro de poco los caliés estarían apagándole colillas en la cara al Turco.

—¿Soltó algo más?

—Balaguer, nada menos —silbó Abbes García—. ¿Te das cuenta? El jefe de las Fuerzas Armadas y el Presidente de la República. Habló de una junta cívic-ilitar, en la que meterían a Balaguer para tranquilizar a la OEA.

El coronel Figueroa Carrión soltó otro «¡Coño!»:

—Es una consigna para despistarnos. Meter nombres importantes, comprometer a todo el mundo.

—Podría ser, ya lo veremos —dijo el coronel Abbes García—. Algo es seguro. Hay metida mucha gente, traidores de alto nivel. Y, por supuesto, los curas. Hay que sacar al obispo Reilly del Colegio Santo Domingo. A las buenas o a las malas.

—¿Lo llevamos a La Cuarenta?

—Ahí lo irán a buscar, apenas se enteren. Mejor, a San Isidro. Pero, espera, es delicado, hay que consultarlo con los hermanos del jefe. Si alguien no puede estar en la conspiración es el general Virgilio García Trujillo. Anda e infórmale, personalmente.

Pedro Livio sintió los pasos del coronel Figueroa Carrión alejándose. ¿Se había quedado solo con el jefe del SIM? ¿Iba a apagarle más cigarrillos? Pero, no era eso lo que ahora lo atormentaba. Sino, darse cuenta de que, aunque hubieran matado al jefe, las cosas no habían salido como estaba planeado. ¿Por qué Pupo no tomaba el poder, con sus soldados? ¿Qué hacía Abbes García dando órdenes de que los caliés detuvieran al obispo Reilly? ¿Seguía mandando este degenerado sanguinario? Lo tenía siempre encima; no lo veía, pero ahí estaba ese aliento cargado que su nariz y su boca recibían.

—Unos nombres más y te dejo descansar —lo oyó decir.

—No lo oye ni lo ve, coronel —imploró el doctor Damirón Ricart—. Ha entrado en coma.

—Opérelo entonces —dijo Abbes García—. Lo quiero vivo, óigalo bien. Es la vida de este sujeto contra la suya.

—No puede usted quitarme tantas —oyó Pedro Livio suspirar al médico—. Sólo tengo una vida, coronel.

XVI

—¿Manuel Alfonso? —la tía Adelina se lleva la mano a la oreja, como si no hubiera oído, pero Urania sabe que la viejecilla tiene excelente oído y disimula, mientras se rehace de la impresión. También Lucinda y Manolita la miran con los ojos muy abiertos. Sólo Marianita no parece afectada.

—Sí, él, Manuel Alfonso —repite Urania—. Un nombre de conquistador español. ¿Lo conociste, tía?

—Alguna vez lo vi —asiente la viejecita, intrigada y ofendida—. ¿Qué tiene que ver él con la barbaridad que has dicho sobre Agustín?

—Era el playboy que le conseguía mujeres a Trujillo —recuerda Manolita—. ¿Verdad, mami?

«Playboy, playboy», chilla Sansón. Pero, esta vez, sólo se ríe la sobrina larguirucho.

—Era muy buen mozo, un adonis —dice Urania—. Antes del cáncer.

Había sido el dominicano más buen mozo de su generación, pero, en las semanas, acaso meses, que Agustín Cabral dejó de verlo, ese semidiós cuya elegancia y apostura hacían volverse a mirarlo a las muchachas, se había vuelto una sombra de sí mismo. El senador no daba crédito a sus ojos. Debía haber perdido diez o quince kilos; chupado, demacrado, tenía unas ojeras profundas en torno a unos ojos antes siempre ufanos y risueños —la mirada de un gozador, la Sonrisa de un triunfador— que, ahora, carecían de vida. Él había descuidado lo del pequeño tumor debajo de la lengua descubierto casualmente por el dentista cuando Manuel, todavía embajador en Washington, fue a hacerse la limpieza anual de la dentadura. La noticia, decían, afectó a Trujillo como si hubieran descubierto un tumor a uno de sus hijos, y que estuvo pegado al teléfono mientras lo operaban en la Clínica Mayo, en Estados Unidos.

—Mil perdones por venir a molestarte recién llegado, Manuel —Cabral se puso de pie al verlo entrar a la salita donde esperaba.

—Querido Agustín, qué alegría —Manuel Alfonso lo abrazó—. ¿Me entiendes? Tuvieron que sacarme parte de la lengua. Pero, con un poco de terapia volveré a hablar normal. ¿Llegas a comprenderme?

—Perfectamente, Manuel. No noto nada raro en tu voz, te aseguro.

No era cierto. El embajador hablaba como si masticara piedrecitas, tuviera frenillo o fuera tartamudo. En las muecas de su cara se notaba el esfuerzo que le costaba cada frase.

—Asiento, Agustín. ¿Un café? ¿Una copa?

—Nada, gracias. No te quitaré mucho tiempo. De nuevo te pido perdón por molestarte, convaleciendo de una operación. Estoy en una situación muy difícil, Manuel.

Calló, avergonzado. Manuel Alfonso le puso una mano amiga en la rodilla.

—Me lo imagino, Cerebrito. Pueblo chico, infierno grande: hasta Estados Unidos me llegaron los chismes. Que has sido destituido de la Presidencia del Senado y que investigan tu gestión en el Ministerio.

Le habían caído muchos años con la enfermedad y el sufrimiento al apolíneo dominicano cuya cara, de dientes perfectos y blanquísimos, había intrigado al Generalísimo Trujillo en su primer viaje oficial a los Estados Unidos, gracias a lo cual el destino de Manuel Alfonso experimentó un vuelco parecido al de Cenicienta tocada por la varita mágica. Pero seguía siendo un hombre elegante, vestido como el maniquí que fue en su juventud de emigrado dominicano neoyorquino: mocasines de gamuza, pantalón de pana color crema, camisa de seda italiana y un coqueto pañuelito en el cuello. En su dedo meñique brillaba una sortija de oro. Estaba afeitado, perfumado y peinado con pulcritud.

—Cuánto te agradezco que me recibieras, Manuel.

Cabral recobró el aplomo: siempre había despreciado a los hombres que se apiadaban de sí mismos—. Eres el único. Me he vuelto un apestado. Nadie quiere recibirme.

—Yo no olvido los servicios recibidos, Agustín. Siempre fuiste generoso, apoyaste todos mis nombramientos en el Congreso, me hiciste mil favores. Haré lo que pueda. ¿Cuáles son los cargos contra ti?

—No lo sé, Manuel. Si lo supiera, podría defenderme. Hasta ahora nadie me dice qué falta he cometido.

—SI, mucho, a todas nos latía el corazón cuando estaba cerca —reconoce, impaciente, la tía Adelina—. Pero qué relación puede tener él con lo que has dicho de Agustín.

A Urania se le ha secado la garganta y bebe unos sorbos de agua. ¿Por qué insistes en hablar de esto? ¿Para que?

—Porque Manuel Alfonso fue el único, entre todos sus amigos, que trató de ayudar a papá. A que no lo sabías. Ni ustedes, primas.

Las tres la miran como si la creyeran algo descentrada.

—Pues, no, no lo sabía —murmura la tía Adelina—. ¿Trató de ayudarlo cuando cayó en desgracia? ¿Estás segura?

—Tan segura como que mi papá no les contó ni a ti ni al tío Aníbal las gestiones que hizo Manuel Alfonso para sacarlo del 110.

Calla, porque entra al comedor la sirvienta haitiana.

Pregunta, en un español incierto y cadencioso, si la necesitan o puede irse a dormir. Lucinda la despacha con la mano: anda, nomás.

—¿Quién era Manuel Alfonso, tía Urania? —inquiere el hilo de voz de Marianita.

—Todo un personaje, sobrina. Bien parecido y de excelente familia. Se fue a New York a buscar la vida, y terminó exhibiendo trajes de modistas y almacenes de lujo, y apareciendo en los carteles callejeros, con la boca abierta, de propagandista de Colgate, la pasta que refresca, limpia y da esplendor a sus dientes. Trujillo, en un viaje a Estados Unidos, se enteró de que el pimpollo de los afiches era un tiguere dominicano. Lo mandó llamar y lo adoptó. Hizo de él un personaje. Su intérprete, porque hablaba inglés a la perfección; su maestro de protocolo y etiqueta, porque era un elegante profesional; y, función importantísima, el que le elegía los trajes, las corbatas, los zapatos, las medias y los sastres neoyorquinos que lo vestían. Él lo tenía al día en el último grito de la moda masculina. Y lo ayudaba a diseñar sus uniformes, hobby del jefe.

—Sobre todo, le escogía las mujeres —la interrumpe Manolita—. ¿Verdad, mami?

—Qué tiene que ver todo eso con mi hermano —la fulmina el puñito airado.

—Las mujeres era lo de menos —sigue informando Urania a su sobrina—. A Trujillo le importaban un rábano, porque las tenía a todas. Los trajes y los adornos, en cambio, muchísimo. Manuel Alfonso lo hacía sentirse exquisito, refinado, elegante. Como el Petronio de Quo Vadis?, al que siempre citaba.

—No he visto todavía al Jefe, Agustin. Tengo audiencia esta tarde, en su casa, en la Estancia Radhamés. Averiguaré, te prometo.

Lo había dejado hablar sin interrumpirlo, limitándose a asentir y esperar, cuando el senador tenía una caída del ánimo y la amargura o la angustia le estropeaban la voz.

Le contó lo que ocurría, lo que había dicho, hecho y pensado desde que, diez días atrás, apareció la primera carta en El Foro Público. Se volcó en ese hombre considerado, el primero que le mostraba simpatía desde aquel día funesto, contándole pormenores íntimos de su vida, dedicada desde los veinte años a servir al hombre más importante de la historia dominicana. ¿Era justo que se negara a escuchar a alguien que desde hacía treinta años vivía por y para él? Estaba dispuesto a reconocer sus errores, si los había cometido. A hacer un examen de conciencia. A pagar sus faltas, si existían. Pero que el jefe le concediera cinco minutos, al menos.

Manuel Alfonso volvió a palmearlo en la rodilla. La casa, en un barrio nuevo, Arroyo Hondo, era inmensa, rodeada de un parque, amueblada y decorada con exquisito gusto. Infalible para detectar en las personas las posibilidades recónditas —facultad que siempre maravilló a Agustín Cabral, el jefe había calado bien al antiguo modelo. Manuel Alfonso era capaz de moverse con desenvoltura en el mundo de la diplomacia, gracias a su simpatía y don de gentes, y conseguir ventajas para el régimen. Lo había hecho en todas las misiones, sobre todo la última, en Washington, el periodo más difícil, cuando Trujillo, de niño mimado de los gobiernos yanquis, pasó a ser un estorbo, atacado por la prensa y muchos parlamentarios. El embajador se llevó la mano a la cara, en un gesto de dolor.

—De rato en rato, viene el latigazo —se disculpó. Me pasa ahí mismo. Espero que el cirujano me haya dicho la verdad. Que me lo descubrieron muy a tiempo. Noventa por ciento de garantías de éxito. ¿Por qué me hubiera mentido? Los gringos son francotes, no tienen la delicadeza nuestra, no doran la píldora.

Se calla, porque otra mueca crispa su rostro devastado. Reacciona al momento, se pone grave, filosofa:

—Sé cómo te sientes, Cerebrito, lo que estás pasando. A mí me ha ocurrido un par de veces, en veinte y pico de años de amistad con el jefe. No llegó a los extremos de lo tuyo, pero hubo un distanciamiento de su parte, una frialdad que no podía explicarme. Recuerdo mi zozobra, la soledad que sentí, la sensación de haber perdido la brújula. Pero todo se aclaró, y el jefe volvió a honrarme con su confianza. Debe ser una intriga de algún envidioso que no te perdona tu talento, Agustín. Pero, tú ya sabes, el jefe es hombre justo. Le hablaré esta tarde, tienes mi palabra.

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