La fiesta del chivo (16 page)

Read La fiesta del chivo Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
13.54Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y esta chiquilla tan linda quién es? —le sonríe el flamante teniente general. Urania siente unos dedos cálidos, delgados, levantándole el mentón—. ¿Cómo tú te llamas?

—Urania Cabral —balbucea ella, con el corazón desbocado.

«Qué linda eres, y, sobre todo, qué linda vas a ser», se inclina Ramfis, y sus labios besan la mano de la niña que escucha el alboroto, los suspiros, las bromas con que la festejan los otros pajes y damitas de Su Majestad Angelita I. El hijo del Generalísimo se ha marchado. Ella no cabe en sí de gozo. Qué dirán sus amigas cuando sepan que Ramfis, nada menos que Ramfis, la ha llamado linda, le ha cogido la mejilla y besado la mano, como a una mujercita.

—Qué disgusto te dio cuando te lo conté, papá. Qué furia. Tiene gracia ¿verdad?

Aquel enfado de su padre al enterarse de que Ramfis la había tocado, hizo sospechar a Urania por primera vez que, acaso, no todo era tan perfecto en la República Dominicana como decían todos, en especial el senador Cabral.

—Qué tiene de malo que me dijera linda y me hiciera un cariño, papá.

—Todo lo malo del mundo —eleva la voz su padre, asustándola, pues él jamás la amonesta con ese índice apodíctico sobre su cabeza—. ¡Nunca más! óyelo bien, Uranita. Si se te acerca, sal corriendo. No lo saludes, no le hables. Escapa. Es por tu bien.

—Pero, pero… —la niña está hecha un mar de confusión.

Acaban de regresar de la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre, ella todavía con su primoroso vestido de damita de compañía de Su Majestad Angelita I, Y su padre con el frac con el que ha pronunciado su discurso delante de Trujillo, del Presidente Negro Trujillo y los diplomáticos, ministros, invitados y millares de millares de personas que anegan las avenidas, calles y edificios embanderados de la feria. ¿Por qué se ha puesto así?

—Porque Ramfis, ese muchacho, ese hombre es… malo —su padre hace esfuerzos por no decir todo lo que quisiera—. Con las muchachas, con las niñas. No lo repitas a tus amigas del colegio. A nadie. Te lo digo a ti, porque eres mi hija. Es mi obligación. Debo cuidarte. Por tu bien, Uranita, ¿lo comprendes? Sí, para eso eres inteligente. No dejes que se te acerque, que te hable. Si lo ves, corre donde yo esté. A mi lado, no te hará nada.

No entiendes, Urania. Eres pura como un lirio, sin malicia todavía. Te dices que tu padre está celoso. No quiere que nadie más te haga cariños ni te diga linda, sólo él. Aquella reacción del senador Cabral indica que, para entonces, el apuesto Ramfis, el romántico Ramfis, ha comenzado a hacer aquellas barrabasadas con las niñas, las muchachas y las mujeres que abultarán su fama, una fama que todo dominicano, bien nacido o mal nacido, aspira a alcanzar. Gran Singador, Macho Cabrío, Feroz Fornicador. Te irás enterando a pocos, en las clases y patios del Santo Domingo, el colegio de las niñas bien, de sisters dominicas norteamericanas y canadienses, de uniforme moderno, cuyas alumnas no parecen novicias pues las visten de rosado, azul y blanco, y llevan medias gordas y zapatos de dos tonos (blanco y negro), que les dan un aire deportivo y de su tiempo. Pero, ni siquiera ellas están a salvo, cuando Ramfis sale en sus correrías, solo o con sus amigotes, en busca de hembritas por las calles, los parques, los clubs, las boites o las casas particulares de su gran feudo que es Quisqueya. ¿A cuántas dominicanas sedujo, secuestró, violó, el bello Ramfis? A las criollas no les regala Cadillacs ni abrigos de visón, como a las artistas de Hollywood, después de tirárselas o para tirárselas. Porque, a diferencia de su pródigo padre, el buen mozo Ramfis es, como doña María, un avaro. A las dominicanas se las tira gratis, por el honor de ser tiradas por el príncipe heredero, el capitán del invicto equipo de polo del país, el teniente general, el jefe de la Aviación.

De todo aquello vas sabiendo a través de los secreteos y chismografías, fantasías y exageraciones mezcladas Con realidades, que, a escondidas de las sisters, cambian las alumnas en los recreos, creyendo y no creyendo, atraída y repelida, hasta que, por fin, ocurre aquel terremoto en el colegio, en Ciudad Trujillo, porque la víctima del hijito de su papá es, esta vez, una de las muchachas más bellas de la sociedad dominicana, hija de un coronel del Ejército. La radiante Rosalía Perdomo, de largos cabellos rubios, ojos celestes, piel traslúcida, que hace de Virgen María en las representaciones de la Pasión, derramando lágrimas como una genuina Dolorosa cuando su Hijo expira. Corren muchas versiones sobre lo sucedido. Que Ramfis la conoció en una fiesta, que la vio en el Country Club, en una kermesse, que le echó el ojo en el Hipódromo, la asedió, llamó, escribió y citó, aquella tarde del viernes, luego de la hora de deportes a la que Rosalía se quedaba pues era del equipo de voleibol del colegio. Muchas compañeras la ven, a la salida —Urania no recuerda si la vio, no es imposible—, en vez de tomar la guagua del colegio, subirse al auto de Ramfis, que está a pocos metros de la puerta, esperándola. No va solo. El hijito de su papá nunca va solo, siempre lo acompañan dos o tres amigos que lo festejan, adulan, sirven y medran a su costa. Como su cuñadito, el marido de Angelita, Pechito, otro pimpollo, el coronel Luis José León Estévez. ¿Estará con ellos el hermanito menor? ¿El feíto, el brutito, el desangelado Radhamés? Seguramente. ¿Borrachos ya? ¿O se emborrachan mientras hacen lo que hacen con la dorada, la nívea Rosalía Perdomo? Sin duda, no se esperan que la niña se desangre. Entonces, se portan como caballeros. Antes, la violan. A Ramfis, siendo quien es, le corresponderá desflorar el delicioso manjar. Después, los otros. ¿Por orden de antigüedad o cercanía con el primogénito? ¿Se juegan los turnos a la suerte? ¿Cómo sería, papá? Y, en pleno cargamontón, los sorprende la hemorragia.

En vez de tirarla en una cuneta, en medio del campo, como hubieran hecho si Rosalía no fuera una Perdomo, niña blanca, rubia, rica y de respetada familia trujillista, sino una muchacha sin apellido y sin dinero, actúan con consideración. La llevan hasta la puerta del Hospital Marión, donde, ¿suerte o desgracia para Rosalía?, los médicos la salvan. También propagan la historia. Dicen que el pobre coronel Perdomo nunca se recupera de la impresión de saber que a su hija adorada Ramfis Trujillo y sus amigos la ultrajaran alegremente, entre el almuerzo y la cena, como quien mata su tiempo viendo una película. Su madre no vuelve a pisar la calle, malograda de la vergüenza y el dolor. Ni en misa se los vuelve a ver.

—¿Eso temías, papá? —Urania persigue los ojos del inválido— ¿Que Ramfis y sus amigos me hicieran lo que a Rosalía Perdomo?

«Entiende», piensa, callándose. Su padre tiene los ojos clavados en ella; en el fondo de sus pupilas hay una súplica silenciosa: cállate, deja de escarbar esas llagas, de resucitar esos recuerdos. No tiene la menor intención de hacerlo. ¿No has venido para eso a este país al que habías jurado no volver? —sí, papá, a eso debo haber venido —dice, en voz tan baja que apenas alcanza a oírse. A hacerte pasar un mal rato. Aunque, con el ataque cerebral, tomaste tus precauciones. Arrancaste de tu memoria las cosas desagradables. ¿También lo mío, lo nuestro, lo borraste? Yo, no. Ni un día. Ni uno solo de estos treinta y cinco años, papá. Nunca olvidé, ni te perdoné. Por eso, cuando me llamabas a la Siena Heights University, o a Harvard, oía tu voz y colgaba, sin dejarte terminar. «Hijita, ¿eres tú…», clic. «Uranita, escúchame…», clic. Por eso, jamás te contesté una carta. ¿Me escribiste cien? ¿Doscientas? Todas las rompí o quemé. Eran bastante hipócritas, tus cartitas. Hablabas dando rodeos, con alusiones, no fueran a caer bajo ojos ajenos, no fueran otros a enterarse de esa historia. ¿Sabes por qué nunca pude perdonarte? Porque nunca lo lamentaste de verdad. Luego de tantos años de servir al jefe, habías perdido los escrúpulos, la sensibilidad, el menor asomo de rectitud. Igual que tus colegas. Igual que el país entero, tal vez. ¿Era ése el requisito para mantenerse en el poder sin morirse de asco? Volverse un desalmado, un monstruo como tu jefe. Quedarse frescos y contentos como el bello Ramfis después de violar y dejar desangrándose en el Hospital Marión a Rosalía.

La niña Perdomo no volvió al colegio, desde luego, pero su delicada carita de Virgen María siguió habitando las aulas, los pasillos y los patios del Santo Domingo, los chismorreos, susurros, fantasías que su desventura provocó, semanas, meses, pese a que las sisters habían prohibido que se pronunciara siquiera el nombre de Rosalía Perdomo. Pero, en los hogares de la sociedad dominicana, aun en las familias más trujillistas, ese nombre reaparecía una y otra vez, ominosa premonición, aviso de espanto, sobre todo en las casas con niñas y señoritas en edad de merecer, y la historia atizaba el miedo de que el bello Ramfis (¡que era, además, casado con la divorciada Octavia —Tantana— Ricart!) fuera de pronto a descubrir a la niña, a la muchacha, y a darse con ella una de esas fiestas de heredero consentido que celebraba de tanto en tanto con quien se le antojaba, porque ¿quién iba a tomar cuentas al hijito mayor del jefe y a su círculo de favoritos?

—Fue a raíz de Rosalía Perdomo que tu jefe mandó a Ramfis a la academia militar, en Estados Unidos, ¿no, papá?

A la Academia Militar de Fort Leavenworth, Kansas City, en 1958. Para tenerlo un par de añitos lejos de Ciudad Trujillo, donde la historia de Rosalía Perdomo, decían, había Irritado incluso a Su Excelencia. No por razones morales, sino prácticas. Este muchacho imbécil, en vez de irse empapando de los asuntos, preparándose como primogénito del Jefe, dedicaba su existencia a la disipación, al polo, a emborracharse con una corte de vagos y parásitos y hacer gracias como violar y desangrar a la niña de una de las familias más leales a Trujillo. Engreído, malcriado muchacho. ¡A la Academia Militar de Fort Leavenworth, en Kansas City!

Una risa histérica hace presa de Urania y el inválido vuelve a subsumirse, como queriendo desaparecer dentro de sí, desconcertado por esa carcajada súbita. Urania se ríe de tal modo que sus ojos se llenan de lágrimas. Se las seca con el pañuelo.

El remedio fue peor que la enfermedad. En vez de castigo, resultó un premio aquel viajecito a Fort Leavenworth del bello Ramfis.

Debió ser cómico, no, papá?: el oficialito dominicano llegaba a seguir ese curso de élite, entre una seleccionada promoción de oficiales norteamericanos, y se aparecía con galones de teniente general, decenas de condecoraciones, una larga carrera militar a cuestas (la había comenzado a los siete añitos), con un séquito de edecanes, músicos y sirvientes, un yate anclado en la bahía de San Francisco y una flotilla de automóviles. Menuda sorpresa se llevarían aquellos capitanes, mayores, tenientes, sargentos, instructores y profesores. i Llegaba a la Academia Militar de Fort Leavenworth a seguir un curso y el pájaro tropical lucía más galones y títulos de los que tuvo nunca Eisenhower. ¿Cómo tratarlo? ¿Cómo permitir que gozara de semejantes prerrogativas sin desprestigiar a la academia y al Ejército norteamericano? ¿Era posible mirar a otro lado cuando el heredero, una semana sí y otra no, escapaba de la espartana Kansas City a la bulliciosa Hollywood, donde, con su amigo Porfirio Rubirosa, protagonizaba millonarias juergas con renombradas artistas que comentaba con delirio la prensa de la farándula y el chisme? La columnista más célebre de Los Angeles, Louella Parsons, reveló que el hijo de Trujillo había regalado un Cadillac último modelo a Kim Novak y un abrigo de visón a Zsa Zsa Gabor. Un congresista demócrata calculó, en sesión de la Cámara, que aquellos regalos costaban el equivalente de la ayuda militar anual que Washington concedía graciosamente al Estado dominicano, y preguntó si ésa era la mejor manera de ayudar a los países pobres a defenderse contra el comunismo y de gastarse el dinero del pueblo norteamericano.

Imposible evitar el escándalo. En Estados Unidos, no en la República Dominicana, donde no se publicó ni dijo una palabra sobre las distracciones de Ramfis. Allá sí, porque, digan lo que digan, hay una opinión pública y una prensa libre, y los políticos son pulverizados si presentan un flanco débil. Así que, a petición del Congreso, la ayuda militar fue cortada. ¿Te acuerdas de todo eso, papá? La academia hizo saber discretamente al Departamento de Estado, y éste, aún más discretamente, al Generalísimo, que no había la más remota posibilidad de que su hijito aprobara el curso, y que, siendo su hoja de servicios tan deficiente, era preferible que se retirara, so pena de pasar por la humillación de ser expulsado de la Academia Militar de Fort Leavenworth.

—Al papacito no le gustó nada que hicieran semejante maldad al pobre Ramfis ¿no, papá? No había hecho más que echar una canita al aire y mira cómo reaccionaban los gringos puritanos. En represalia, tu jefe quiso retirar a las misiones naval y militar de Estados Unidos, y llamó al embajador para protestar. Sus asesores más íntimos, Paino Pichardo, tú mismo, Balaguer, Chirinos, Arala, Manuel Alfonso, tuvieron que hacer milagros para convencerlo de que una ruptura sería enormemente perjudicial. ¿Te acuerdas? Los historiadores dicen que fuiste uno de los que impidió que las cosas se envenenaran con Washington por las proezas de Ramfis. Lo conseguiste sólo a medias, papá. A partir de aquella época, de aquellos excesos, los Estados Unidos comprendieron que ese aliado resultaba un estorbo, que era prudente buscar algo más presentable. ¿Pero, cómo hemos terminado hablando de los hihjitos de tu jefe, papi?

El inválido sube y baja los hombros, como respondiendo: «Qué sé yo, tú sabrás cómo». ¿Entendía, entonces? No. Al menos, no todo el tiempo. El derrame no habría anulado totalmente su facultad de comprensión; la reduciría a un diez, a un cinco por ciento de lo normal. Ese cerebro limitado, empobrecido, en cámara lenta, sin duda era capaz de retener y de procesar la información que sus sentidos captaban apenas unos pocos minutos, acaso segundos, antes de nublarse. Por eso, de pronto, sus ojos, su semblante, sus gestos, como ese movimiento de hombros, sugieren que escucha, que entiende lo que le dices. Sólo por briznas, por espasmos, por iluminaciones, sin concordancia. No te hagas ilusiones, Urania. Entiende por segundos y lo olvida. No te comunicas con él. Sigues hablando sola, como todos los días desde hace más de treinta años.

No está triste ni deprimida. Se lo impide, tal vez, el sol que entra por las ventanas e ilumina los objetos con una luz vivísima, que los perfila y revela en sus detalles, delatando defectos, decoloraciones, vejeces. Qué mezquino, abandonado, viejo, es ahora el dormitorio —la casa— del otrora poderoso presidente del Senado, Agustín Cabral. ¿Cómo has terminado recordando a Ramfis Trujillo? Siempre la fascinan esos extraños encaminamientos de la memoria, las geografías que arma en función de misteriosos estímulos, de imprevistas asociaciones. Ah, si, tiene que ver con la noticia que leíste la víspera de tu salida de Estados Unidos, en The New York Times. El artículo era sobre el hermanito menor, el brutito, el feíto Radhamés. ¡Vaya noticia! Vaya final. El reportero había hecho una cuidadosa investigación. Vivía desde hacia algunos años en Panamá, en la insolvencia, dedicado a sospechosos quehaceres, nadie sabía cuáles, hasta que se esfumó. La desaparición tuvo lugar el año pasado, sin que los intentos hechos por parientes y la policía panameña —los registros efectuados en el cuartito en que vivía, en Balboa, mostraron que sus escuálidas pertenencias seguían allí— dieran la menor pista. Hasta que, por fin, uno de los carteles colombianos de la droga hizo saber, en Bogotá, con la pompa sintáctica característica de la Atenas de América, que «el ciudadano dominicano D. Radhamés Trujillo Martínez, domiciliado en Balboa, en la hermana República de Panamá, ha sido ejecutado, en un lugar innominado de las selvas colombianas, después de comprobarse inequívocamente su conducta deshonesta en el cumplimiento de sus obligaciones». The New York Times explicaba que, al parecer, el fracasado Radhamés se ganaba la vida, desde hacía años, sirviendo a la mafia colombiana. En algún lastimoso menester, sin duda, a juzgar por la modestia en que vivía; actuando de correveidile de los capitostes, alquilándoles departamentos, llevándolos y trayéndolos de hoteles, aeropuertos, casas de cita, o, acaso, sirviendo de intermediario para lavado de dinero. ¿Trató de birlarles algunos dólares, a fin de mejorar sus condiciones de vida? Como era tan escaso de sesos, lo pescaron de inmediato. Se lo llevaron secuestrado a las selvas del Darién, donde eran amos y señores. Acaso lo torturaron con la saña con que él y Ramfis torturaron y mataron, el año 59, a los invasores de Constanza, Maimón y Estero Hondo, y, en 1961, a los comprometidos en la gesta del 30 de mayo.

Other books

Shadow Walker by Mel Favreaux
Cain's Darkness by Jenika Snow
Jean and Johnny by Beverly Cleary
Archangel by Gerald Seymour
Real Time by Jeanine Binder
The Firebird Rocket by Franklin W. Dixon