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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

La falsa pista (2 page)

BOOK: La falsa pista
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Dolores dormía. Respiraba cada vez más fuerte y se movía inquieta.

—No puedes morir —susurró Pedro, y se dio cuenta de que era incapaz de dominar su desesperación—. No puedes morir y dejarnos a nuestra hija y a mí.

Dos horas después todo había acabado. Por un instante su respiración se volvió completamente tranquila. Abrió los ojos y le miró.

—Debes bautizar a nuestra hija —dijo—. Debes bautizarla y cuidar de ella.

—Pronto estarás bien —respondió—. Juntos iremos a la iglesia a bautizarla.

—Yo ya no existo —contestó, y cerró los ojos.

Había expirado.

Dos semanas más tarde Pedro abandonó el pueblo con su hija en un canasto a la espalda. Su hermano Juan le acompañó un trecho.

—¿Sabes lo que haces? —preguntó.

—Sólo hago lo imprescindible —contestó Pedro.

—¿Por qué tienes que ir a la ciudad para bautizar a tu hija? ¿Por qué no la puedes bautizar aquí, en el pueblo? Esta iglesia ha sido suficientemente buena tanto para ti como para mí. Y para nuestros padres antes que nosotros.

Pedro se detuvo y miró a su hermano.

—Durante ocho años estuvimos esperando un hijo. Cuando finalmente llegó nuestra hija, Dolores enfermó. Nadie la podía ayudar, ni médicos, ni medicinas. Aún no había cumplido los treinta años y tuvo que morir. Porque somos pobres. Porque estamos llenos de las enfermedades de la pobreza. Conocí a Dolores aquella vez que nos perdimos durante el carnaval. Ahora volveré a la gran catedral de la plaza en la que nos conocimos. Mi hija será bautizada en la iglesia más grande que existe en este país. Es lo menos que puedo hacer Por Dolores.

No esperó la contestación de Juan, sino que se dio la vuelta y continuó caminando. Cuando, muy avanzada la tarde, llegó al pueblo donde había vivido Dolores, se detuvo en la casa de su madre. Una vez más explicó adónde se dirigía. La anciana sacudió con tristeza la cabeza cuando acabó de hablar.

—Tu pena te volverá loco —dijo—. Mejor sería que pensases en que tu hija sufrirá el traqueteo de tu espalda durante el largo camino a Santiago.

Pedro no contestó. A la mañana siguiente, muy temprano, continuó su marcha. Todo el tiempo iba hablando con la hija que llevaba en un canasto a su espalda. Le contó todo lo que podía recordar sobre Dolores. Cuando no tenía nada más que decir, empezaba otra vez desde el principio.

Llegó a la ciudad una tarde en la que pesadas nubes de lluvia se amontonaban en el horizonte. En el gran atrio de la catedral de Santiago Apóstol, se sentó a esperar. De vez en cuando daba de comer a su hija de la comida que había traído de casa. Contemplaba a los sacerdotes vestidos de negro que pasaban ante él. O le parecían demasiado jóvenes o tenían demasiada prisa para ser dignos de bautizar a su pequeña. Esperó durante muchas horas. Finalmente vio a un sacerdote anciano que cruzaba la plaza con pasos lentos hacia la catedral. Entonces se levantó, se quitó el sombrero de paja y le acercó la niña. El anciano sacerdote escuchó su historia con paciencia. Luego asintió con la cabeza.

—Yo bautizaré a tu hija —dijo—. Has caminado mucho por algo en lo que crees. En nuestros tiempos es una cosa muy rara. Las personas pocas veces caminan tanto por su fe. Por eso el mundo está como está.

Pedro siguió al sacerdote y se adentró en la catedral, que estaba en penumbra. Pensó que Dolores estaba a su lado, que su espíritu flotaba en el aire alrededor de ellos y seguía sus pasos hasta la pila bautismal.

El anciano sacerdote apoyó su bastón contra una de las altas columnas.

—¿Cómo se llamará la niña? —preguntó.

—Como su madre —contestó Pedro—. Se llamará Dolores. También quiero que tenga el nombre de María. Dolores María Santana.

Después del bautizo, Pedro salió a la plaza y se sentó junto a la estatua donde diez años antes había conocido a Dolores. Su hija dormía en el canasto. Él se quedó inmóvil, profundamente ensimismado.

Yo, Pedro Santana, soy un hombre sencillo. De mis antepasados no he heredado más que pobreza y continua miseria. Y tampoco pude quedarme con mi esposa. Pero te prometo que nuestra hija tendrá otro tipo de vida. Lo haré todo por ella, para que no tenga que sufrir una vida como la nuestra. Te prometo, Dolores, que tu hija será una persona con una vida larga, feliz y digna.

Esa misma tarde, Pedro abandonó la ciudad. Regresó a su pueblo con su hija Dolores María.

Era el 9 de mayo de 1978.

Dolores María Santana, tan profundamente amada por su padre, tenía entonces ocho meses.

Escania

21-24 de junio de 1994

1

Empezó su transformación temprano, al amanecer.

Lo había planeado todo al detalle para que nada fracasase. Tardaría el día entero y no quería arriesgarse a tener problemas a causa del tiempo. Asió el primer pincel y lo alzó ante sí. Escuchaba los tambores que sonaban en la cinta, grabada por él, del radiocasete que estaba en el suelo. Contempló su cara en el espejo. Luego trazó las primeras líneas negras en la frente. Notó que tenía la mano firme, que no estaba nervioso, pese a que era la primera vez que se pintaba su camuflaje de guerrero. Lo que hasta ese momento había sido una huida, su manera de defenderse contra todas las injusticias a las que siempre había estado expuesto, se convertía ahora en realidad. Con cada línea que se pintaba en la cara perecía dejar atrás su vida anterior. Ya no había retorno posible. Precisamente esa noche el juego había acabado para siempre y se iría a una guerra en la que las personas debían morir de verdad.

La luz de la habitación era muy intensa. Había colocado los espejos con cuidado para evitar los reflejos. Al entrar en el cuarto y cerrar la puerta con llave, comprobó por última vez que no hubiese olvidado nada. Todo estaba en orden. Los pinceles bien lavados, las tacitas de porcelana con las pinturas, las toallas y el agua. Junto al torno estaban sus armas alineadas sobre una tela negra: las tres hachas, los cuchillos de diferentes medidas y los botes de aerosol. Pensó que era la única decisión que todavía no había tomado, y antes de que anocheciera tendría que escoger el arma. No podía llevárselas todas. Sin embargo, sabía que la decisión se le ocurriría sin más en cuanto empezase con la transformación.

Antes de sentarse en el banco y comenzar a pintarse la cara, tocó con las yemas de los dedos los filos de las hachas y los cuchillos. No podían estar más afilados. Cayó en la tentación de apretar un poco más con uno de los cuchillos contra la yema del dedo y enseguida empezó a sangrar. Limpió el dedo y el filo del cuchillo con una toalla. Luego se sentó delante de los espejos.

Las primeras líneas en la frente debían ser negras. Era como si hiciera dos cortes profundos, abriera su cerebro y lo vaciara de todos los recuerdos y pensamientos que hasta el momento le habían acompañado, atormentado y humillado en su vida. Después seguiría con las líneas rojas y blancas, los círculos, los cuadrados, y finalmente los ornamentos ondulados de las mejillas. De su cutis blanco ya nada se vería. Y entonces la transformación estaría acabada. Lo que antes había existido desaparecería. Se habría reencarnado en un animal y nunca más hablaría como una persona. Pensó que no dudaría siquiera en cortarse la lengua si fuese necesario.

Empleó todo el día en completar la transformación. Poco después de las seis de la tarde, había acabado. Para entonces también había decidido llevarse el hacha más grande de las tres. Metió el mango en el grueso cinturón de cuero que llevaba en torno a la cintura. Allí tenía ya los dos cuchillos enfundados. Miró alrededor de la habitación. No había olvidado nada. Los botes de aerosol los había guardado en los bolsillos interiores de la chaqueta de cuero.

Contempló una última vez su cara en el espejo y sintió un escalofrío. Luego, y con mucho cuidado, se puso el casco de motorista, apagó la luz y salió de la habitación, descalzo, tal y como había llegado.

A las nueve y cinco Gustav Wetterstedt bajó el volumen del televisor y llamó a su madre. Era una costumbre inveterada. Desde que dimitió de su cargo de ministro de Justicia, hacía más de veinticinco años, y abandonó las tareas políticas, veía todos los noticiarios de la televisión con disgusto y repugnancia. No podía hacerse a la idea de que él mismo ya no fuese protagonista de los medios de comunicación. Durante tantos años como ministro y personaje público destacado, solía aparecer en la televisión al menos una vez por semana. Había controlado minuciosamente que cada reportaje fuese grabado en vídeo por su secretario. Ahora tenía las cintas en su despacho y cubrían todo un lienzo de pared. En ocasiones las volvía a ver, pues para él era una fuente de eterna satisfacción darse cuenta de que, durante tantos años como ministro de Justicia, nunca había perdido los estribos ante una pregunta inesperada o capciosa de un periodista malintencionado. Con un sentimiento de profundo desprecio aún podía recordar el temor de muchos de sus colegas a los periodistas televisivos. Demasiadas veces empezaban a tartamudear y caer en contradicciones de las que nunca más podrían escapar. Pero a él nunca le había sucedido. Él era una persona a la que nadie podía tender redes. Los periodistas nunca le habían vencido. Y tampoco nunca habían descubierto su secreto.

Había encendido el televisor a las nueve para ver el resumen previo de las noticias. Luego bajó el volumen, descolgó el teléfono y llamó a su madre. Ella le había tenido cuando aún era muy joven. Ahora, con noventa y cuatro años y la cabeza muy clara, estaba aún llena de energía. Vivía sola en un apartamento grande en el centro de Estocolmo. Cada vez que levantaba el auricular y marcaba el número esperaba que no contestara. Puesto que él mismo pasaba de los setenta, había empezado a temer que ella le sobreviviría. Lo que más deseaba era que ella muriese. Entonces se quedaría solo y no tendría que llamarla, pronto incluso olvidaría su aspecto. Los tonos del teléfono sonaban. Contemplaba al mudo reportero de noticias mientras esperaba. Después del cuarto tono empezó a confiar en que finalmente hubiera muerto. En ese momento oyó su voz. Imprimió a la suya cierta suavidad al hablarle. Le preguntó cómo se encontraba, cómo había pasado el día. Cuando tuvo que admitir que todavía estaba viva, quiso hacer la conversación tan breve como fuese posible.

Acabó de hablar y se quedó sentado con la mano encima del auricular. «No se morirá», pensó. «No se morirá si no la mato. »

Permaneció sentado en la habitación silenciosa. Lo único que se oía era el rugido del mar y una solitaria motocicleta que pasaba por algún sitio cercano. Se levantó del sofá y se acercó al ventanal con vistas al mar. El ocaso era hermoso e impresionante. La playa que quedaba más allá de su jardín estaba desierta. «Las personas están delante de las teles», pensó. «Una vez estuvieron viéndome a mí agarrar a los periodistas por el cuello. Yo era ministro de justicia por aquel entonces. Debía haber sido presidente del Gobierno. Pero nunca lo logré.»

Cerró las pesadas cortinas con cuidado para no dejar ninguna ranura. Aunque había intentado vivir muy discretamente en esta casa al este de Ystad, a veces ocurría que algunos curiosos le vigilaban. A pesar de que habían transcurrido veinticinco años desde su dimisión, aún no le habían olvidado del todo. Fue a la cocina y se sirvió una taza de café de un termo. Lo había comprado durante una visita oficial a Italia a finales de los años sesenta. Recordó vagamente que había ido a discutir mejoras en las subvenciones para evitar la expansión del terrorismo en Europa. Por todas partes conservaba en su casa recuerdos de su vida anterior. Muchas veces había pensado deshacerse de todo, pero, al final, el solo esfuerzo le parecía carente de sentido.

Regresó al sofá con la taza de café. Con el mando a distancia apagó el televisor. Permaneció sentado en la penumbra pensando en el día que acababa. Por la mañana le había visitado una periodista, de una de las revistas mensuales más importantes, que hacía una serie de reportajes sobre personas conocidas y su vida como pensionistas. Nunca llegó a averiguar por qué le habían escogido a él. Había venido con un fotógrafo y tomaron varias fotos tanto en la playa como en el interior de la casa. De antemano él había decidido aparentar ser un hombre mayor repleto de indulgencia y espíritu de reconciliación. Habló de su vida actual como de una existencia muy feliz. Vivía apartado para poder meditar, y dejó entrever con fingida timidez que estaba considerando la posibilidad de escribir sus memorias. La periodista, que rondaba los cuarenta, se dejó impresionar y parecía llena de sumiso respeto. Después les acompañó, a ella y al fotógrafo, hasta el coche y les despidió saludando con la mano.

Satisfecho, pensó que había evitado decir una sola verdad durante la entrevista. Eso también era una de las pocas cosas que todavía le interesaban: engañar sin ser descubierto. Hacer ver y divulgar ilusiones. Después de tantos años como político había comprendido que lo único que quedaba era la mentira. La verdad disfrazada de mentira o la mentira encubierta de verdad.

Se acabó el café lentamente. La sensación de bienestar iba en aumento. Las tardes y las noches eran sus horas preferidas. Entonces los pensamientos se alejaban, los recuerdos de lo que una vez fue y de lo que había perdido. Lo más importante, sin embargo, nadie se lo había arrebatado. El secreto ulterior, el que nadie más que él mismo conocía.

A veces pensaba en sí mismo como en la imagen de un espejo cóncavo y convexo al mismo tiempo. Como persona tenía la misma dualidad. Nadie había visto nunca más allá de la superficie, el jurista hábil, el respetado ministro de Justicia, el pensionista indulgente que paseaba por la playa de Escania. Nadie podía imaginar que era su propio doble. Había saludado a reyes y a presidentes, había inclinado la cabeza, pero por dentro pensaba «si supierais quién soy en realidad y lo que pienso de vosotros…». Cuando estaba ante las cámaras de televisión siempre tenía ese pensamiento delante de él —«si supierais quién soy y lo que pienso de vosotros»—, en el lugar más alejado de su mente. Pero nadie lo había captado nunca. Su secreto: odiaba y despreciaba el partido al que representaba, las opiniones que defendía y a la mayoría de las personas con las que se encontraba. Su secreto quedaría oculto hasta su muerte. Había descubierto las intenciones del mundo, identificado su miseria, visto la inutilidad de la existencia. Pero nadie conocía su opinión y así continuaría siendo. Jamás había sentido la necesidad de compartir lo que había visto y comprendido.

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