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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

La falsa pista (10 page)

BOOK: La falsa pista
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—Suelo preguntarme qué es lo que no veo —dijo Wallander—. Pero aquí todo está muy claro. Un hombre solitario vive en una casa donde las cosas están en su sitio, nada de facturas pendientes de pago, y en la que la soledad se adhiere a las paredes como el humo añejo de los cigarros puros. Lo único que rompe el esquema es que el hombre en cuestión ahora yace muerto en la playa bajo el bote de remos de Göran Lindgren.

Luego se corrigió a sí mismo.

—Sólo una cosa desentona —concluyó—. Que la bombilla de la entrada del jardín no funciona.

—Puede haberse fundido —sugirió Ann-Britt asombrada.

—Sí —dijo Wallander—. Pero de todos modos desentona.

En ese instante llamaron a la puerta. Cuando Wallander la abrió vio a Hansson bajo la lluvia con el agua chorreándole por la cara.

—Ni Nyberg ni el médico pueden seguir si no podemos voltear el bote —dijo.

—Hazlo —dijo Wallander—. No tardaré en ir.

Hansson desapareció entre la lluvia.

—Tenemos que empezar a buscar a su familia —ordenó Wallander—. Tiene que haber una agenda telefónica.

—Hay algo extraño —dijo ella—. Por todas partes hay recuerdos de una larga vida llena de viajes e innumerables reuniones. Pero no hay fotos familiares.

Wallander paseó la mirada en torno a la sala de estar, a la que habían vuelto, y se dio cuenta de que tenía razón. Le irritaba que él mismo no hubiese pensado en ello.

—Tal vez no quería que le recordaran su vejez —sugirió Wallander sin convencimiento.

—Una mujer nunca podría vivir en una casa sin fotografías de su familia —dijo—. Quizá por eso me he fijado.

En una mesa al lado del sofá había un teléfono.

—Hay otro en su despacho —dijo el policía señalándolo—. Tú busca allí y yo empezaré por aquí.

Wallander se puso de cuclillas al lado de la mesita del teléfono. A su lado estaba el mando a distancia de la televisión. «Podía hablar por teléfono y ver la televisión a la vez», pensó. «Igual que yo. Vivimos en un mundo en el que las personas apenas resistirían si no pudiesen controlar la televisión y el teléfono al mismo tiempo.» Hojeó los listines sin encontrar anotaciones personales. Luego abrió con cuidado dos cajones de la cómoda que había tras de la mesita. En uno había un álbum de sellos, en el otro unos tubos de pegamento y una cajita con servilleteros. Cuando se dirigía al despacho, sonó el teléfono. Se sobresaltó. Ann-Britt Höglund apareció enseguida en la puerta del despacho. Wallander se sentó con cuidado en el extremo del sofá y levantó el auricular.

—Hola —dijo una mujer—. ¿Gustaf? ¿Por qué no me llamas?

—¿Quién es? —preguntó Wallander.

La voz de la mujer sonó orgullosa de repente.

—Soy la madre de Gustaf Wetterstedt —dijo—. ¿Con quién hablo?

—Mi nombre es Kurt Wallander. Soy policía en Ystad.

Podía oír la respiración de la mujer. Al mismo tiempo pensó que debía de ser muy mayor si era la madre de Wetterstedt. Hizo una mueca a Ann-Britt Höglund, que estaba mirándolo.

—¿Ha ocurrido algo? pregunto la mujer.

Wallander no sabía cómo reaccionar. Informar por teléfono a un familiar sobre una muerte repentina iba en contra de todas las reglas escritas y por escribir. Pero ya había dicho quién era y que era policía.

—Oiga —continuó la mujer—. ¿Está usted ahí?

Wallander no contestó. Miró indefenso a Ann-Britt Höglund.

Después hizo algo de lo que no sabía si se arrepentiría más tarde.

Colgó el teléfono e interrumpió la conversación.

—¿Quién era? —preguntó su compañera.

Wallander negó con la cabeza sin contestar.

Después volvió a levantar el auricular y llamó a Kungsholmen, al cuartel general de la policía de Estocolmo.

7

Poco después de las nueve de la noche, el teléfono de Gustaf Wetterstedt sonó de nuevo. Para entonces unos colegas de Estocolmo habían ayudado a Wallander a dar la noticia del fallecimiento a la madre de Wetterstedt. Era un inspector, que se presentó como Hans Vikander, de la policía de Östermalm, quien llamaba a Wallander. Unos días más tarde, el 1 de julio, desaparecería esa denominación y pasaría a llamarse «policía de la City» .

—La madre de la víctima ha sido informada —dijo—. Dada su avanzada edad me llevé a un cura. Pero tengo que admitir que lo tomó con aplomo a pesar de sus noventa y cuatro años.

—Tal vez precisamente por eso —contestó Wallander.

—Estamos tratando de localizar a los dos hijos de Wetterstedt —prosiguió Hans Vikander—. El mayor, un hijo, trabaja en las Naciones Unidas en Nueva York. La hija, que es más joven, vive en Uppsala. Contamos con encontrarlos a lo largo de la noche.

—¿Y su ex mujer? —dijo Wallander.

—¿Cuál de ellas? —preguntó Hans Vikander—. Estuvo casado tres veces.

—Las tres —respondió Wallander—. Nos pondremos en contacto con ellas más tarde.

—Tengo algo que puede interesarte —continuó Hans Vikander—. Cuando hablamos con la madre, ella nos contó que su hijo la llamaba cada noche, exactamente a las nueve.

Wallander miró su reloj. Eran las nueve y tres minutos. Comprendió inmediatamente la importancia del comentario de Vikander.

—Anoche no llamó —continuó Hans Vikander—. Ella esperó hasta las nueve y media. Fue entonces cuando llamó. No le contestó nadie, a pesar de que dejó sonar al menos quince tonos.

—¿Y la noche anterior?

—No podía recordarlo con seguridad. No olvidemos la edad que tiene. Dijo que su memoria inmediata es bastante deficiente.

—¿Tenía algo más que contar?

—Era un poco difícil saber qué preguntarle.

—Tendremos que hablar con ella otra vez —dijo Wallander—. Puesto que ya te conoce, sería bueno que tú te encargaras.

—Me voy de vacaciones la segunda semana de julio —añadió Hans Vikander—. Hasta entonces no hay problema.

Wallander terminó la conversación telefónica. En ese momento entró Ann-Britt Höglund en el recibidor después de haber ido al buzón.

—Los periódicos de hoy y de ayer —dijo—. Una factura de teléfono. No hay cartas personales. No puede haber estado mucho tiempo debajo de ese bote.

Wallander se levantó del sofá.

—Revisa la casa una vez más —dijo—. Mira a ver si encuentras alguna pista de que hayan robado algo. Yo bajaré a verle a él.

La lluvia caía con mucha intensidad. Al cruzar apresuradamente el jardín, Wallander se acordó de que debía haber visitado a su padre. Hizo una mueca y volvió a la casa.

—Hazme un favor —le dijo a Ann-Britt Höglund cuando entró en el recibidor—. Llama a mi padre y dile de mi parte que estoy ocupado en un asunto muy urgente. Si pregunta quién eres puedes decirle que eres la nueva jefa de policía.

Ella asintió sonriendo. Wallander le dio el número de teléfono. Luego volvió bajo la lluvia.

El lugar del crimen, iluminado por los fuertes reflectores, daba una impresión fantasmal. Con sensación de gran malestar Wallander entró bajo el toldo. El cuerpo de Gustaf Wetterstedt estaba tendido boca arriba sobre un plástico. El médico estaba enfocando dentro de su garganta con una linterna. Se detuvo al descubrir la presencia de Wallander.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó el médico.

Fue entonces cuando Wallander lo reconoció. Era el mismo médico que, unos años antes, le había recibido una noche en la unidad de urgencias del hospital cuando Wallander creyó sufrir un ataque al corazón.

—Sin contar esto, me encuentro bien —dijo Wallander—. No he tenido ninguna recaída.

—¿Seguiste mis consejos? —preguntó el médico.

—Seguramente no —contesto Wallander de manera evasiva.

Contempló el cadáver y pensó que causaba la misma impresión muerto que en otro tiempo en la pantalla de la televisión. Había algo de obstinación y antipatía en su cara, pese a estar cubierta de sangre. Wallander se inclinó y miró la herida de la frente que llegaba hasta la coronilla, donde la piel y el pelo habían sido arrancados.

—¿Cómo murió? —preguntó Wallander.

—De un fuerte golpe en la espina dorsal —contestó el médico—. Debe de haber muerto en el acto. La columna vertebral está partida justo por debajo de los omóplatos. Ya no tenía vida cuando tocó el suelo.

—¿Estás seguro de que sucedió al aire libre? —preguntó Wallander.

—Creo que sí. El hachazo en la columna lo tiene que haber dado alguien que se encontraba detrás de él. Lo que es seguro es que la fuerza del golpe le hizo caer hacia delante. Tiene granos de arena dentro de la boca y en los ojos. Lo más probable es que haya ocurrido cerca de aquí.

—Tiene que haber rastros de sangre dijo Wallander.

—La lluvia dificulta la búsqueda —añadió el médico—. Pero con un poco de suerte podéis rascar la superficie y encontrar sangre que, al haber penetrado tan hondo, no la habrá alcanzado la lluvia.

Wallander señaló la cabeza deformada de Wetterstedt.

—¿Cómo explicas esto? —preguntó.

El médico se encogió de hombros.

—El corte frontal está hecho con un cuchillo muy afilado —dijo—. O tal vez con una hoja de afeitar. La piel y el cabello parece que han sido arrancados. Si ha ocurrido antes o después de que recibiera el hachazo en la espalda es algo que todavía no sé. Será trabajo para la unidad de patología de Malmö.

—Malmström estará muy ocupada —dijo Wallander.

—¿Quién?

—Ayer enviamos los restos de una chica que se había suicidado. Y ahora venimos con un hombre al que le han arrancado la cabellera. Yo hablé con una patóloga llamada Malmström.

—Hay varias —dijo el médico—. A ésa no la conozco.

Wallander se puso en cuclillas junto al cadáver.

—Dame tu opinión —le pidió al médico—. ¿Qué fue lo que sucedió?

—El que le asestó el golpe en la espalda sabía lo que hacía —contestó el médico—. Un verdugo no lo habría hecho mejor. Pero ¡qué le hayan arrancado la cabellera! Eso indica que es obra de un loco.

—O de un indio —dijo Wallander pensativo.

Se levantó y notó un pinchazo en las rodillas. Ya hacía mucho tiempo que no se podía poner en cuclillas sin tener problemas.

—He acabado aquí —dijo el médico—. Ya he avisado a Malmö que se lo llevamos.

Wallander no dijo nada. Había descubierto un detalle en las ropas de Wetterstedt que le llamó la atención. La bragueta estaba abierta.

—¿Has tocado la ropa? —preguntó.

—Solamente por detrás alrededor del golpe de la columna vertebral —dijo el médico.

Wallander asintió. Notó cómo volvía a sentirse mal.

—¿Puedo pedirte una cosa? —dijo—. ¿Puedes mirar si dentro de la bragueta Wetterstedt todavía tiene lo que hay que tener?

El médico miró interrogativamente a Wallander.

—Si alguien le arranca media coronilla también puede ser capaz de arrancarle otras cosas —le aclaró Wallander.

El medicó asintió y se puso unos guantes de látex. Luego introdujo la mano con cuidado, palpando.

—Parece que está ahí todo lo que debería estar —dijo al sacar la mano.

Wallander asintió.

Retiraron el cadáver de Wetterstedt. Wallander se dirigió a Nyberg, que estaba arrodillado junto al bote colocado ya sobre la quilla.

—¿Cómo va? —preguntó Wallander.

—No lo sé —replicó Nyberg—. Con esta lluvia desaparecen todas las pistas.

—Aun así, mañana tenéis que cavar —dijo Wallander, y le explicó lo que había dicho el médico. Nyberg asintió.

—Si hay sangre, la encontraremos. ¿Quieres que busquemos en algún lugar concreto?

—Alrededor del bote —ordenó Wallander—. Luego en la zona que va desde la puerta del jardín hasta el mar.

Nyberg señaló una maleta con la tapa abierta en la que había unas bolsas de plástico.

—Encontré una caja de cerillas en los bolsillos —dijo Nyberg—. El manojo de llaves lo tienes tú. La ropa es de buena calidad, a excepción de los zuecos.

—Parece que la casa está en orden —dijo Wallander—. Pero me gustaría que la pudieses inspeccionar ya esta noche.

—No puedo estar en dos sitios a la vez —replicó Nyberg ariscamente—. Se pueden asegurar algunas pistas aquí fuera, lo tendremos que hacer antes de que la lluvia las haga desaparecer.

Wallander iba a volver a la casa de Wetterstedt cuando descubrió que Göran Lindgren todavía continuaba allí. Se dirigió a él. Vio que tenía frío.

—Puedes irte a casa ya —le indicó.

—¿Puedo llamar a mi padre y contárselo? —preguntó.

—Sí, puedes —contestó Wallander.

—¿Qué es lo que ha pasado? —quiso saber Göran Lindgren.

—No lo sabemos todavía —respondió Wallander.

Aún quedaba un grupito de curiosos observando el trabajo policial. Algunas personas mayores, un joven con un perro y un chico en una motocicleta. Wallander temblaba al pensar en los días venideros. Un ex ministro de Justicia al que te han partido la columna vertebral y además le han arrancado la cabellera era una noticia ansiada por los periódicos, la radio y la televisión. Lo único positivo de la situación era que la chica que se había suicidado en el campo de colza de Salomonsson no aparecería en las portadas de los periódicos.

Sintió necesidad de orinar. Dirigió sus pasos hacia el agua y se desabrochó el pantalón. «Tal vez sea tan simple como esto», pensó. «Que la bragueta de Wetterstedt estuviese abierta porque cuando le asaltaron estaba orinando.»

De regreso a la casa, se detuvo de repente. Tenía el presentimiento de que había pasado algo por alto. Luego recordó qué era. Volvió junto a Nyberg.

—¿Sabes dónde está Svedberg? —preguntó.

—Creo que intentando conseguir más plástico y a ser posible también unas lonas grandes. Tenemos que cubrir la arena para que con la lluvia no desaparezca todo.

—Quiero hablar con él en cuanto vuelva —dijo Wallander—. ¿Dónde están Martinsson y Hansson?

—Martinsson se fue a comer algo —contestó Nyberg mosqueado—. Pero ¿quién coño tiene tiempo para comer?

—Podemos pedir que te traigan algo —le sugirió Wallander—. ¿Dónde está Hansson?

—Iba a informar a uno de los fiscales. Y no quiero nada para comer.

Wallander se dirigió de nuevo hacia la casa. Tras colgar la chaqueta empapada y quitarse las botas sintió hambre. Ann-Britt Höglund estaba sentada en el despacho de Wetterstedt examinando su escritorio. Wallander entró en la cocina y encendió la luz. Pensó en cómo habían estado tomando café en la cocina de Salomonsson. Ahora Salomonsson estaba muerto. Si se comparaba con la cocina del viejo granjero, Wallander se encontraba ahora en un mundo totalmente distinto. De las paredes colgaban cacerolas de cobre reluciente. En medio de la cocina se encontraba una barbacoa abierta con una salida de humos que se unía a la chimenea de un viejo horno. Abrió la nevera y sacó un trozo de queso y una cerveza. Encontró pan de centeno crujiente en uno de los preciosos armarios que revestían las paredes. Se sentó a la mesa y comió sin pensar absolutamente en nada. Cuando Svedberg entró por el recibidor acababa de comer.

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