La falsa pista (36 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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Eran más de las doce cuando pagó y se bajó delante de la comisaría. Al llegar al despacho de Forsfält le avisaron de que tenía que llamar a Ystad. Enseguida le invadió la angustia de que algo grave había ocurrido. Fue Ebba la que contestó. Le tranquilizó y le pasó con Nyberg. Forsfält cedió su silla a Wallander. Se acercó un papel y apuntó lo que Nyberg le contó. Habían descubierto una huella dactilar en el párpado izquierdo de Fredman. Era vaga, pero habían logrado identificarla y coincidía con las huellas encontradas en los lugares de los otros dos crímenes. Ya no les quedaba duda de que buscaban a un único asesino. La investigación forense determinó que a Fredman le mataron menos de doce horas antes de que encontrasen el cuerpo. El médico forense estaba seguro de que le habían vertido el ácido en los ojos cuando aún estaba vivo.

Después de la conversación con Nyberg, Ebba le pasó con Martinsson, quien había recibido de la lnterpol la confirmación de que el padre de Dolores María Santana había reconocido la joya. Era suya. Martinsson también pudo informarle de que la embajada sueca en la República Dominicana se mostraba muy reacia a costear el traslado de los restos mortales a Santiago. Wallander escuchaba con una concentración limitada. Cuando Martinsson acabó con sus quejas le preguntó en qué estaban ocupados Svedberg y Ann-Britt. Martinsson le dijo la verdad. Que estaban haciendo indagaciones, pero que nadie había logrado romper la dura cáscara que envolvía toda la investigación. Wallander les informó de que estaría de vuelta en Ystad por la tarde y terminó la conversación. Mientras tanto, Forsfält estaba en el pasillo, estornudando.

—Alergia —dijo, sonándose—. Empeora durante el verano.

Fueron andando a un restaurante donde solía comer Forsfält y tomaron espaguetis. Después de que Wallander le contara su encuentro con Hjelm, Forsfält empezó a hablar de su casa de campo, que estaba en la zona de Älmhult. Wallander entendió que no quería estropear la comida hablando de la investigación. Normalmente Wallander habría estado impaciente, pero en compañía de Forsfält le resultaba fácil desconectar. Wallander escuchaba cada vez más fascinado la descripción de Forsfält sobre cómo estaba restaurando una vieja herrería. Sólo cuando tomaron el café permitió que volvieran a hablar de la investigación. Prometió interrogar a Marianne Eriksson aquel mismo día. Pero lo más importante fue descubrir que Louise Fredman llevaba tres años ingresada en una clínica psiquiátrica.

—No lo sé —dijo Forsfält—. Pero supongo que estará en Lund. En el hospital de Santat Lars. Creo que es ahí adonde envían los casos complicados.

—Es difícil atravesar todas las barreras que encuentras cuando quieres ver el historial de un paciente —señaló Wallander—. Eso es bueno, naturalmente. Pero creo que esto de Louise Fredman es importante. Sobre todo porque la familia no dijo la verdad.

—Quizá no —objetó Forsfält—. Una enfermedad mental en la familia no es una cosa de la que se hable abiertamente. Yo tenía una tía que entró y salió de diferentes centros psiquiátricos durante toda su vida. Recuerdo que casi nunca la nombraban delante de extraños. Era una vergüenza.

—Le pediré a uno de los fiscales que se ponga en contacto con Malmö —dijo Wallander—. Supongo que habrá un montón de formalidades.

—¿Qué alegarás? —preguntó Forsfält.

Wallander reflexionó.

—No sé —respondió—. Sospecho que Björn Fredman tal vez abusase de ella.

—No tiene fundamento —dijo Forsfält con determinación.

—Lo sé —repuso Wallander—. De alguna manera tengo que defender que es de gran importancia para el conjunto de la investigación conseguir información acerca de Louise Fredman. Sobre ella y de ella.

—¿En qué crees que te podrá ayudar?

Wallander estiró los brazos antes de responder.

—No lo sé. Tal vez no se aclare nada por saber la razón que la mantiene encerrada en un hospital. Tal vez sea incapaz de sostener una conversación con otra persona.

Forsfält asintió pensativamente. Wallander comprendió que las objeciones de Forsfält estaban justificadas. Sin embargo, no podía prescindir de su propia intuición, que le decía que Louise Fredman era una persona importante en la investigación. Pero con Forsfält no se mantenían conversaciones sobre presentimientos intuitivos.

Wallander pagó la comida. De regreso a la comisaría, Forsfält entró en la recepción y salió con una enorme bolsa de plástico negra.

—Aquí tienes unos kilos de fotocopias que resumen la desasosegada vida de Björn Fredman bastante bien —dijo sonriendo.

Luego se puso serio, como si la sonrisa anterior hubiese sido inadecuada.

—Pobre diablo —dijo—. Debe de haber sufrido horrores. ¿Qué fue lo que hizo para merecer eso?

—Ésa es la cuestión —dijo Wallander—. ¿Qué hizo? ¿Qué fue lo que hizo Wetterstedt? ¿Y Carlman? ¿A quién se lo hizo?

—Cabelleras y ácido en los ojos. ¿Adónde vamos?

—Según la Jefatura Nacional de Policía, hacia una sociedad en la que un distrito del tamaño de Ystad no tiene por qué tener guardia durante los fines de semana —dijo Wallander.

Forsfält permaneció en silencio un rato antes de contestar.

—No creo que ésa sea la manera correcta de reaccionar ante los acontecimientos —dijo.

—Díselo al director de la Jefatura Nacional —añadió Wallander.

—¿Qué puede hacer él? —objetó Forsfält—. Tiene el consejo de administración detrás. Y detrás de ellos están los políticos.

—Al menos podría ponerlo en tela de juicio —dijo Wallander—. Y siempre podría cambiar de opinión si las cosas se le van de las manos.

—Quizá sí —replicó Forsfält distraído.

—Gracias por tu ayuda —dijo Wallander—. Y por el relato de la herrería.

—Deberías venir a verme un día —dijo Forsfält—. No sé si Suecia es tan fantástica como se puede leer en todas partes. Pero es un país grande. Y hermoso. Y sorprendentemente virgen. Sólo con que tengas ganas de buscarlo.

—Marianne Eriksson —le recordó Wallander.

—Veré si puedo encontrarla ahora mismo —contestó Forsfält—. Te llamo por la tarde.

Wallander abrió el coche y metió la bolsa de plástico. Después salió de la ciudad y entró en la E 65. Bajó la ventanilla y dejó que el viento estival acariciara su cara. Al llegar a Ystad se detuvo a comprar en un hipermercado. Cuando estaba en la caja se percató de que había olvidado comprar detergente y volvió a buscarlo. Se fue a casa y subió la compra a su apartamento.

Al ir a abrir descubrió que había perdido las llaves.

Bajó y rebuscó por todo el coche sin encontrarlas. Llamó a Forsfält y le informaron de que había salido. Uno de sus colegas entró en su despacho para ver si Wallander se había dejado las llaves encima de la mesa. Tampoco estaban allí. Llamó a Peter Hjelm, que contestó casi enseguida. Volvió después de unos minutos diciendo que no las veía. Buscó la nota en la que había apuntado el número de teléfono de la familia Fredman en Rosengård. Fue el hijo quien contestó. Wallander esperó mientras iba a mirar. El hijo volvió al teléfono. Tampoco él podía encontrar las llaves. Wallander estuvo considerando si decirle que ya sabían que su hermana Louise estaba internada en un hospital desde hacía varios años. Pero decidió no hacerlo. Reflexionó. Podía haber perdido las llaves cuando almorzó con Forsfält. O en la tienda donde se compró la camisa nueva. Regresó al coche muy enfadado y se fue a la comisaría. Ebba guardaba unos duplicados de llaves en la recepción. Le dio los nombres de la tienda y el restaurante de Malmö. Prometió averiguar si las llaves estaban allí. Wallander salió de la comisaría y volvió a casa sin hablar con ninguno de sus colegas. Sintió una gran necesidad de reflexionar acerca de lo ocurrido durante el día. Sobre todo tenía que planificar la reunión con Per Åkeson. Entró la compra y la colocó en la despensa y en la nevera. Ya había pasado la hora que tenía reservada para lavar. Agarró el paquete de detergente y el montón de ropa sucia que estaba en el suelo. Cuando llegó a la lavandería del sótano todavía no había nadie. Separó la ropa calculando más o menos cuál necesitaba la misma temperatura. Después de algunos problemas logró poner las dos lavadoras en marcha. Bastante satisfecho, volvió a subir al apartamento.

Acababa de cerrar la puerta cuando sonó el teléfono. Era Forsfält, que le contaba que Marianne Eriksson se encontraba en España. Seguiría buscándola en el hotel que la agencia de viajes le había dado. Wallander sacó el contenido de la bolsa de plástico negra. Llenaba toda la mesa de la cocina. Con sensación de hastío tomó una cerveza de la nevera y se sentó en el salón a escuchar a Jussi Björling. Después de un rato se tumbó en el sofá con la lata de cerveza a su lado en el suelo. No tardó en quedarse dormido.

Se despertó de un sobresalto cuando acabó la música. La lata de cerveza estaba medio vacía. Permaneció en el sofá mientras se la acababa. Los pensamientos se movían libremente en su cabeza. Sonó el teléfono. Entró en el dormitorio para contestar. Era Linda. Preguntó si podía dormir en su casa durante unas noches. Los padres de su amiga regresaban ese mismo día. De pronto Wallander se sentía lleno de energía. Recogió todos los papeles de la mesa de la cocina y los llevó a la cama del dormitorio. Después hizo la cama de la habitación donde solía dormir Linda. Abrió todas las ventanas dejando que entrase el viento cálido de la tarde por todo el apartamento. Cuando su hija llegó eran las nueve. Para entonces él había bajado a la lavandería a sacar la ropa de las lavadoras. Comprobó con sorpresa que no se había desteñido ni una sábana ni ninguna otra pieza de ropa. Colgó la colada en los armarios para secar y regresó al apartamento. Linda dijo que no quería cenar cuando llegase. Coció unas patatas y se frió un bistec. Mientras comía pensó en llamar a Baiba.

También pensó en sus llaves desaparecidas. En Louise Fredman. En Peter Hjelm. En todos los papeles que estaban en el dormitorio.

Sobre todo pensaba en el hombre que estaba allí fuera en la noche de verano.

El hombre al que tenían que detener pronto. Antes de que atacase de nuevo.

Estuvo delante de la ventana abierta viéndola cómo se acercaba por la calle.

—Te quiero —se dijo a sí mismo en voz alta.

Luego le tiró las llaves y ella las agarró al vuelo.

26

A pesar de haber estado hablando con Linda casi toda la noche, Wallander se obligó a levantarse de la cama a las seis. Estuvo un buen rato medio dormido bajo la ducha antes de lograr que el cansancio se retirara del cuerpo. Se movía silenciosamente por el apartamento y pensó que sólo cuando Baiba o Linda se encontraban allí sentía una verdadera sensación de hogar. Cuando no había nadie más, el apartamento parecía un escondrijo, como si fuese un techo ocasional sobre su cabeza. Preparó café y bajó a la lavandería para sacar la ropa de los armarios. Una de las vecinas que estaba introduciendo ropa en una lavadora le indicó a Wallander que el día anterior no había limpiado después de usar la lavandería. Era una mujer mayor que vivía sola y a la que solía saludar con la cabeza cuando se encontraban. Apenas sabía su nombre. Le señaló un lugar en el suelo en el que se le había caído un poco de detergente. Wallander se disculpó y prometió enmendarse. «Vieja gruñona», pensó rabioso al subir las escaleras. Al mismo tiempo sabía que ella tenía razón. No había limpiado ni recogido bien. Puso la colada encima de la cama y llevó a la cocina las carpetas con los informes que le había dado Forsfält. Se reprochaba no haber tenido fuerzas para leerlos durante la noche. Pero la conversación que tuvo con Linda se alargó, hora tras hora, y resultó importante en muchos aspectos. La noche fue muy cálida. Estuvieron sentados en el balcón y él la escuchaba, pensando que era una persona adulta la que estaba sentada a su lado, una persona adulta la que estaba hablando. Ya no era una niña, y eso le sorprendió. Había ocurrido algo de lo que no se había dado cuenta antes. Le explicó que Mona hablaba de volver a casarse. Eso le entristeció inesperadamente. Sabía que le había encargado a Linda que le diera la noticia. Sin entender por qué, empezó a explicarle cuál había sido en su opinión la causa de su separación. Por los comentarios de ella comprendió que la descripción de Mona era diferente. Luego Linda le hizo preguntas sobre Baiba y él intentó responderlas honestamente, a pesar de que muchas cosas aún estaban poco claras en cuanto a su relación. Cuando por fin se fueron a dormir le pareció tener una confirmación de lo que para él era lo más importante: que no le culpase por lo ocurrido, que pudiese contemplar el divorcio de sus padres como algo necesario.

Se sentó a la mesa de la cocina y abrió la primera página del extenso material que describía la vida inquieta y complicada de Björn Fredman. Tardó dos horas en revisarlo todo, aunque parte del material sólo lo miró por encima. De vez en cuando hacía anotaciones en una de las libretas que había sacado de un cajón de la cocina. Apartó la última carpeta, estiró la espalda y vio que eran las ocho. Se sirvió otra taza de café y se puso delante de la ventana abierta. Iba a ser otro hermoso día veraniego. Ya no recordaba el último día de lluvia. Intentó hacer un resumen mental de lo que había leído. Björn Fredman había sido una triste figura desde el primer momento de su vida. Creció en un hogar en circunstancias duras y difíciles y ya a los siete años tuvo su primer contacto con la policía por robar una bicicleta. Después de eso en realidad no se detuvo. Ya desde el principio Björn Fredman se rebelaba contra una existencia que era todo menos afectuosa. Wallander pensó que durante su vida como policía a menudo debía leer esos cuentos grises, tristes, en los que se podía predecir el desgraciado final desde el principio. Suecia era un país que había salido de la pobreza en parte por sus propias fuerzas, ayudado por las circunstancias favorables. Wallander recordaba de su infancia que había personas realmente pobres, aunque entonces eran pocos. «Pero de la otra pobreza», pensó, mientras permanecía delante de la ventana con la taza de café en la mano, «de ésa no pudimos deshacemos. Hibernó detrás de las fachadas. Y ahora, cuando los éxitos parecen haber acabado por el momento, cuando el bienestar se ve atacado por todas partes, es cuando de nuevo emergen a la superficie la pobreza hibernada y las miserias familiares. Björn Fredman nunca estuvo solo. No logramos crear una sociedad en la que gente como él se sintiera en casa. Al volar por los aires la vieja sociedad, en la que las familias todavía estaban unidas, olvidamos reparar la pérdida con otra cosa. La soledad inmensa era un precio que no sabíamos que teníamos que pagar. ¿O tal vez elegimos pretender no verla?»

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