Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
Ese día tan mágico y hermoso fue para Ghysla sólo el primero de otros muchos días semejantes. Las estaciones se sucedieron; al verano siguió el otoño, a éste el invierno, tras el invierno la esperada primavera, y el vínculo entre la pequeña transformista y su adorado Anyr se hizo aún más fuerte. El joven no comprendía lo que realmente había tras los extraños y maravillosos acontecimientos que sucedieron aquel año y los otros dos que siguieron. Él creía —¿y cómo hubiera podido no pensar así?— que, por alguna razón misteriosa, no sólo la tímida foca, sino también otras criaturas salvajes de la costa, del páramo y de los bosques habían aprendido repentinamente a confiar en él. Primero fue una joven corza, una criatura exquisita con grandes ojos pardos y patas tan delgadas como tallos de flores. Anyr la había entrevisto de lejos, pero ahora, siempre que él acudía al bosque, ella lo buscaba, corría a su encuentro y esperaba ilusionada que él acariciara su pequeña cabeza. Y luego la liebre, nerviosa y de largas orejas, con la nariz siempre olfateando alerta para prevenir el peligro, que saltó para sentarse junto a Anyr en la hierba, al borde de un campo sembrado de maíz. Y las aves canoras que descendían de los árboles para posarse en su hombro y cantar para él. La zorra con su hermosa piel rojiza, que sacudía la espesa cola para demostrar el placer que sentía con sus caricias. Todos los animales lo amaban, todos, y Anyr correspondía a ese amor. Ellos eran sus amigos más queridos.
En cuanto a Ghysla, estaba convencida de que nada podía amenazar su recién encontrada felicidad. Foca o corza, liebre, zorra o ave, cualquiera que fuese la forma que escogiera, era la amada de Anyr. Lo sabía porque él se lo decía mientras acariciaba su piel o sus plumas, le daba trozos de pescado o migajas para comer o le hablaba con palabras dulces y cariñosas. Ella le pertenecía, y él la amaba. Y así él, de una manera sutil, también le pertenecía a ella. Con este conocimiento a salvo y seguro como una piedra preciosa que llevara junto al corazón, Ghysla se había sentido maravillosa, completamente feliz.
Hasta esa noche.
El cielo estaba cada vez más oscuro, las nubes cargadas de tormenta ya casi estaban sobre sus cabezas y el sol poniente no era más que una delgada línea de color rojo fuego en el horizonte. Ghysla podía oler la lluvia que se aproximaba, y podía verla moviéndose en columnas grises sobre el mar. A la distancia un rayo iluminó fugazmente el cielo, pero demasiado lejos como para que se oyera el ruido del trueno. Ghysla miró fijamente los carros, las antorchas y a la joven del pelo dorado, y deseó que los cielos se abrieran y provocaran una gran riada que los barriera a todos hasta el océano, para que allí se ahogaran en el más profundo de los abismos. Pero los antiguos dioses que hubieran podido concederle este deseo estaban muertos e idos para siempre, y los cielos no respondieron a la ferviente plegaria de Ghysla. En su lugar, los hombres estaban ayudando a la joven de pelo dorado a subir a un caballo; el resto de la comitiva también se había procurado monturas, y ya estaban todos por abandonar el carro roto y seguir la marcha hacia Caris. La procesión se alineó, las llamas de las antorchas —¡cómo odiaba Ghysla su luz!— ardieron con luz mortecina y luego se apagaron cuando una fuerte ráfaga de viento sopló repentina y violentamente desde el sudoeste. Tras una orden del jefe, la comitiva se puso en marcha en la oscuridad.
Después de la partida, Ghysla permaneció un largo rato agazapada entre las rocas. Comenzó a llover, pero a ella no le importó que la empapara, ni que convirtiera su pelo en mojadas colas de rata que descargaban pequeños arroyos sobre su cuerpo. Sólo se puso en pie cuando los rayos comenzaron a estallar poco menos que sobre su cabeza y el primer gran bramido del trueno sacudió los peñascos.
La joven del pelo dorado había venido a quitarle a Anyr. Ghysla no podía pensar en otra cosa, y el pensamiento la quemaba como una fiebre. La joven había llegado, y el día en que Anyr se casara con ella, el corazón de Ghysla moriría y se convertiría en polvo. Ghysla se había esforzado por convencerse de que los rumores eran falsos, de que la encantadora novia del este no existía y de que no habría boda, y de que el vínculo entre ella y Anyr no podía ser roto. Pero ahora ya no podía continuar con esa ficción. La verdad se había impuesto cruelmente, y ella ya no podía seguir negándola.
En medio de su tristeza, la autocompasión comenzó a ceder su lugar a un sentimiento nuevo. Hasta ahora sólo había pensado en sí misma, pero ¿y Anyr? ¿Qué sentía él en esta noche terrible? El no amaba a esa joven de pelo brillante perteneciente a la especie de los humanos. No podía amarla, porque él ya tenía otro amor, un amor verdadero. ¿Qué habrían hecho los suyos, qué habrían dicho y con qué lo habrían amenazado para obligarlo a esta boda sin amor? El corazón de Anyr no pertenecía a la joven del este, sino a Ghysla. Ella lo sabía porque Anyr se lo había dicho.
De repente, Ghysla comenzó a temblar. Esa boda no debía realizarse. Es posible que Anyr estuviera atrapado en la telaraña que otros habían tejido y fuera incapaz de hacer nada, pero ella no se encontraba en la misma situación. Así pues, la salvación de Anyr —la salvación de ambos, en verdad— estaba en sus manos. Ella no dejaría que la boda se llevara a término. Y conocía una manera de impedirla.
Ghysla miró al cielo y un relámpago brilló en las cimas de los riscos, como si respondiera a sus pensamientos. Los elementos eran sus amigos; el viento iba a transportarla y los rayos y los truenos le iban a dar el poder que necesitaba. Sí, ella podía hacerlo. Podría hacer cualquier cosa por Anyr, con sólo desearlo.
Las alas que tenía en la espalda se irguieron como frágiles velas. Ghysla las desplegó, probando su fuerza, y luego voló hacia arriba, más allá de los riscos, y bañada por la lluvia y arrastrada por el vendaval, se dirigió hacia Caris.
Raerche, mi querido amigo! —Aronin, señor de Caris, cruzó el gran salón de su casa con los brazos abiertos en un gesto de saludo—. ¡Bienvenido! ¡Bienvenido a mi hogar!
Estrechó las manos del hombre de rostro delgado y noble apariencia que estaba a la cabeza del pequeño grupo, y luego se volvió para abrazar a la regordeta y bonita mujer del recién llegado.
—¡Mi querida Maiv! ¡Que los dioses nos protejan en una noche como ésta! ¡Venid a calentaros junto al fuego! ¡Venid conmigo!
Se intercambiaron más besos y exclamaciones mientras los huéspedes eran conducidos junto a un hogar del tamaño de una caverna, en el que ardía un enorme fuego. Los criados corrieron a coger las capas empapadas y ayudaron a los invitados a despojarse de las mojadas botas de montar. Otros sirvientes acudieron deprisa con vino, hidromiel, cerveza y bandejas con pan y pasteles. Una nueva voz, ilusionada y alegre, dijo con tono casi reverente:
—Sivorne...
De repente, se produjo una tregua en la algarabía, y todo el mundo se dio la vuelta para mirar. Anyr había entrado en el salón detrás de su padre, y ahora estaba a unos pasos del hogar, contemplando a la joven del pelo dorado. El joven le tendió en silencio las manos, y el rubor que la cabalgata había puesto en las mejillas de Sivorne se hizo más intenso, mientras sus labios sonreían y los ojos le brillaban entre las pestañas mojadas por la lluvia...
—Anyr —repuso, en apenas un susurro, pero cargado de emoción.
Anyr cogió con sus manos las de la joven y las apretó con fuerza, y ella, tímidamente, dejó que la besara en la mejilla. Los criados miraron sonrientes la escena. Aronin tenía una expresión de satisfacción, y los padres de Sivorne se miraron felices. Las dos familias eran amigas desde hacía años; Anyr y Sivorne se conocían desde la infancia, y todos habían sabido desde su primer encuentro que un día serían mucho más que compañeros de juegos. En los últimos años se habían visto muy poco, pero la distancia no había debilitado el vínculo que los unía, y a sus padres les satisfacía saber que la unión de los hijos de las dos casas sería, además de una alianza muy conveniente, un matrimonio por amor.
Anyr y Sivorne tenían mucho que decirse, pero querían reservar las palabras más dulces para momentos más íntimos. Ahora había otras cosas que ocupaban las mentes de todos. Aronin había ordenado que se celebrara una fiesta en honor de sus invitados, y antes de que comenzara había que llevar las maletas a las habitaciones de los visitantes, y éstos debían disfrutar de sus baños calientes y cambiarse de ropa, tras los rigores del viaje. En las cocinas, la actividad se hizo más intensa, puesto que debían atender a la vez a los preparativos de la fiesta y calentar el agua para los baños. Una joven criada que, desafiando la tormenta, fue a llenar dos grandes aguamaniles a la fuente, observó, sin hacer mucho caso de él, un gato acurrucado junto a la puerta de calle, bajo la lluvia torrencial. Sintió compasión por él, como la habría sentido por cualquier criatura que no tuviera refugio en una noche como ésa, pero no tenía tiempo de transformar su compasión en ayuda. Cuando volvió, el gato ya se había marchado, y la joven lo olvidó de inmediato. Nadie más vio a la pequeña sombra que, tras deslizarse por la puerta que la criada había dejado entreabierta, cruzó la cocina entre una selva de pies atareados y, siguiendo su instinto y su olfato, subió las escaleras hasta llegar a un dormitorio con bonitos muebles, un fuego ardiendo en la chimenea y un elegante vestido de mujer extendido sobre la cama. En la habitación no había nadie, y la figura del gato se transformó en la de Ghysla. Esta se alejó del fuego con un agudo silbido y, una vez a salvo en el rincón más lejano, junto a la ventana, inspeccionó el dormitorio. Era éste, no había duda. Esta era la habitación de ella. Y más tarde ella subiría las escaleras, se acostaría bajo las tibias mantas y dormiría. Ghysla tocó las pesadas cortinas a sus espaldas. En la ventana había un profundo nicho, un escondite perfecto. Ghysla se deslizó tras la cortina y se acomodó. Ahora sólo tenía que esperar.
Cuando el señor de Caris se fue a la cama era un hombre satisfecho. La fiesta había sido un éxito, y ahora sus invitados, ya instalados, dormían profundamente. Hasta la tormenta había pasado, alejándose hacia el interior y dejando sobre el mar y sobre Caris un cielo limpio, lleno de estrellas. «Es un buen augurio», pensó. Un presagio aún mejor había sido la luz de felicidad que brillara en los ojos de su hijo cuando Sivorne pisó el umbral de su casa. Un matrimonio por amor, no cabía duda. Aronin estaba contento porque su propio matrimonio había sido bendecido por el amor, y él no deseaba menos para Anyr. Lo único que lamentaba era que su esposa no estuviera viva para compartir su alegría. Cuando todos se habían marchado ya del gran salón y estuvo seguro de que se encontraba a solas, antes de apagar la última vela se dirigió al retrato que colgaba de la pared junto a la ventana del oeste. Era todo lo que ahora le quedaba de ella.
—¿Has disfrutado de la velada tanto como yo? —preguntó con ternura y acarició el rostro de la pintura, tal como lo había hecho todas las noches durante once años. Hizo una pausa como esperando una respuesta a su pregunta.
No hubo respuesta. Hacía años que había abandonado la fantasía de que un día le hablaría, de que su voz atravesaría los años y el profundo abismo de la muerte. Pero Aronin sonrió, porque en su imaginación había oído la voz de su mujer.
—Creo que todo fue bien —continuó—, y pienso que serán felices juntos, tan felices como lo fuimos nosotros. —Retrocedió un paso e hizo una reverencia—. Buenas noches, querida.
Apagó la última vela. La llama se extinguió con un siseo, y Aronin se fue a la cama.
Los gritos provenientes del ala oeste despertaron a Anyr de un agradable sueño. Por un instante, conmovido, no supo dónde estaba ni cuál era el origen de aquellos terribles ruidos. Luego la realidad se impuso y lo sacó del estupor del sueño.
¡Sivorne! Nunca la había oído gritar, pero instintivamente supo que era su voz. Saltó de la cama y fue dando tumbos por la oscura habitación hasta la puerta. Tropezó y se golpeó un dedo del pie, soltó un taco, cogió el picaporte y abrió la puerta justo a tiempo para reunirse con Raerche en el pasillo.
—¡Anyr! —El padre de Sivorne tenía una espada de hoja corta en la mano, y los ojos abiertos de miedo y de furia—. ¿Por dónde? ¿Por dónde se va a su habitación?
Claro, él todavía no conocía la distribución de la casa... Anyr lo cogió del brazo y corrieron por el pasillo. Maiv, la madre de Sivorne, apareció en la puerta de su habitación, con el cabello suelto y en bata; llamó ansiosa a los dos hombres, pero ellos no le hicieron caso y siguieron corriendo. La habitación de Sivorne estaba en uno de los torreones de la casa. Cuando llegaron a la pequeña escalera de caracol que conducía hasta ella, vieron a Aronin y a dos criados que corrían desde el otro extremo del corredor en dirección a ellos.
—¡Por todos los santos! ¿Qué sucede? —Aronin estaba sin aliento. Sus palabras apenas se oían por encima de los terribles gritos que llegaban desde arriba.
Anyr se dispuso a subir primero, pero Raerche se adelantó y subió los escalones de dos en dos.
—¡Sivorne! —llamó golpeando en la puerta de la habitación—. ¡Sivorne!
De un salto, Anyr alcanzó la puerta y puso su mano sobre el picaporte. Este se movió, y juntos entraron en la habitación.
Sivorne se hallaba sentada en la cama. La habitación estaba a oscuras, pero el resplandor de la noche que entraba por la ventana hacía que la figura de la joven pareciera la de un pálido fantasma. Con la cara oculta tras sus manos, se balanceaba con violencia hacia delante y hacia atrás, interrumpiendo sus gritos con desgarradores sollozos.
—¡Sivorne! —Raerche y Anyr corrieron hacia ella—. ¿Qué sucede, mi dulce niña? ¿Qué te ha pasado?
Sivorne aspiró el aire con un terrible ruido y tendió los brazos para aferrarse a los de ellos.
—¡Aquí! —gimió—. ¡En la habitación, estaba en la habitación!
Hubo una renovada agitación en la puerta cuando llegó la madre de la joven, seguida de su doncella. Corrió junto a su hija y la abrazó, al tiempo que Aronin ordenaba que encendieran una lámpara. Cuando la suave luz amarilla desalojó la oscuridad, Anyr advirtió que las cortinas estaban medio abiertas, y pensó que quizás allí estuviera la clave del misterio. Fue a investigar, pero encontró que la ventana estaba bien cerrada y el pestillo en su lugar. Por allí no podía haber entrado ningún agresor; además, fuera no había sino el acantilado, un mortal abismo de más de cincuenta metros. Perplejo, el joven cerró las cortinas, y no vio la sombra que se agazapó en el profundo nicho de la ventana cuando sus manos tiraron de la pesada tela, ni tampoco el resplandor de los ojos que lo miraron cuando Ghysla sintió su aliento en el rostro. Tampoco advirtió que la cortina continuó estremeciéndose unos segundos cuando él la soltó. A él sólo le preocupaba Sivorne.