Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
Antes se había llamado Myrrzynohoenhaxn, pero aquí ya no había lugar para ese nombre. Había llegado el momento de dejarlo junto a un pasado recordado con cariño, pero desaparecido para siempre. Ahora era Mornan, y seguiría siendo Mornan todo el tiempo que le quedara de vida.
El hechicero alzó el rostro para contemplar la mañana radiante y sintió el vigorizante calor del sol como un bálsamo sobre el corazón. Marchó montaña abajo hacia Caris, con sus dos compañeros unos pasos adelante.
Lo había pensado antes y lo pensó ahora otra vez: era una joven encantadora. Cuando llegó al final del cuento y ella se quedó en silencio, el corazón del anciano se sintió conmovido más allá de lo que las palabras podían expresar ante el brillo de las lágrimas en los azules ojos de la joven.
—Hija, perdóname —susurró con una sonrisa triste—. Lo último que deseaba era hacerte llorar.
Ella sacudió la cabeza.
—No, no, abuelo. No es su culpa. Es que soy tonta. Yo... —Se sorbió ruidosamente las lágrimas, y el joven le tendió un pañuelo rojo—. Nunca había oído una historia tan triste —dijo la joven unos instantes más tarde, cuando recuperó la compostura—. ¡Pobre criatura, qué destino tan horrible!
Una mirada melancólica apareció en los descoloridos ojos del anciano.
—A veces me pregunto si fue realmente tan horrible —confesó.
—¿Qué quiere decir?
Con dificultad, el anciano se puso de pie apoyándose en el labrado bastón.
—Venid —dijo—. Venid conmigo.
Avanzó hacia la cueva, pero cuando vio que los jóvenes vacilaban, alzó una mano nudosa y los llamó.
—No tengáis miedo. Sólo quiero mostraros algo.
Los jóvenes, entre indecisos y curiosos, lo siguieron por el escarpado terreno hacia la cueva. Cuando entraron, el anciano permaneció unos instantes contemplando la fantástica escultura de piedra que había en el interior de la cueva.
—Ahora mirad atentamente y decidme qué veis realmente —dijo por fin.
Permanecieron en silencio uno o dos minutos. Luego la voz del joven pelirrojo resonó en la cueva.
—Parece como..., no. No, debe de ser el reflejo de la luz del sol. Sí, tiene que ser eso.
El anciano dirigió su mirada burlona a la joven. —Y tú, ¿qué crees que él ve, hija mía? ¿Qué crees que él ve pero no se atreve a reconocer?
—Yo... —La joven se mordió el labio—. No lo sé...
—Pues yo creo que sí lo sabes. Creo que vuestros corazones os están diciendo la verdad. Mirad una vez más, ambos, y no temáis reconocer aquello en lo que creéis.
El rostro del joven estaba pálido. Una vez más, las lágrimas comenzaron a caer de los ojos de su compañera, que se retorcía las manos en un gesto nervioso.
—Parece... ¡oh, abuelo, puedo ver una cara! Una extraña y triste...
Sí, pensó el anciano, ahora se habían dado cuenta. La erosión de los siglos había desgastado los perfiles más delicados de la roca, pero bajo cierta luz y para los ojos jóvenes los contornos de las pequeñas y agudas facciones aún eran visibles. Aquellos grandes ojos, obsesionados por recuerdos que otros habían olvidado hacía tiempo. Las delgadas mejillas y la barbilla aguda, casi humanas. Y la boca grande que tal vez —sólo tal vez— se había curvado en un vacilante asomo de sonrisa.
La pareja lo miraba fijamente, esperando que hablara. El anciano asintió con gesto solemne.
—Sí —dijo—. Esta es Ghysla.
La joven suspiró, atónita.
—Entonces la leyenda realmente ocurrió.
—Claro que sí. Ghysla fue olvidada hace ya mucho tiempo, pero existió, y su historia ocurrió tal como os la he contado.
Con pasos cautelosos el joven se acercó hasta la estatua y se inclinó para mirar lo que habían sido las manos de Ghysla. Ahora era imposible reconocerlas; el fino mármol estaba gastado, pulido por el tiempo, y los pequeños dedos de largas garras desaparecidos para siempre.
—Hay un reflejo como de plata... —dijo, unos instantes después, el muchacho. —Se enderezó, los ojos relucientes de admiración—. ¡Es el medallón de Anyr! ¡Abuelo, está aquí! ¡Ha pasado tanto tiempo, y ella todavía lo tiene!
—Ya lo creo que lo tiene —asintió el anciano sonriendo, y el joven se volvió hacia su prometida.
—Cuando termine mi año de aprendizaje —le dijo—, el maestro me ha prometido que me dejará labrar la plata. Te haré un medallón como éste, y será tan hermoso como el de Ghysla. ¡Será nuestro talismán! —La joven se ruborizó encantada. El joven se dirigió al anciano—: ¿No le parece bien, abuelo?
—Me parece muy bien, hijo. Después de todo, es el símbolo de un amor muy grande y perdurable. Estoy seguro, de que Ghysla se habría sentido muy halagada.
Por un acuerdo tácito, los tres se dispusieron a salir de la cueva. La joven se demoró un instante en la salida, contemplando la silenciosa e inmóvil figura de piedra.
—Es tan triste que deba permanecer para siempre en la oscuridad —dijo la joven pensativa—. Me pregunto si echa de menos la tibieza del sol y si desea sentirla una vez más.
—No —respondió el anciano—. No creo que lo desee.
Ghysla era más una criatura de la noche que del día. Además, ¿cómo saber qué clase de mundos habita alguien que duerme el sueño de piedra? Tal vez para ella aún brille el sol y la luna en sus sueños.
Salieron a la brillante luz del día. —Ahora tenemos que despedirnos, abuelo —anunció el joven, llevándose respetuosamente la mano a la frente— Muchas gracias por contarnos la historia de este lugar. La recordaremos hasta el fin de nuestras vidas.
—Sí, gracias, abuelo —estuvo de acuerdo la joven. Y luego, tímidamente, añadió—: Nuestra boda será dentro de un mes. Nos casará el sacerdote de los pescadores, junto al puerto. Si usted quisiera..., si nos hiciera el honor... —La joven titubeó y dejó la frase sin terminar.
—Eres muy amable, hija mía, y te agradezco que me hagas el honor de invitarme a tu boda —repuso el anciano—. Creo, sin embargo, que es una celebración para jóvenes, de modo que no puedo aceptar. Pero os deseo muchas felicidades y una larga vida. Adiós.
Los jóvenes sonrieron. En un impulso, ella se adelantó y, de puntillas, besó la curtida mejilla del viejo. —¡Bendito sea, abuelo!
Su prometido ya bajaba por el sendero; ella lo siguió y luego se detuvo.
—No le he preguntado su nombre. Dígamelo, por favor. Ya que no vendrá a nuestra boda, al menos podré enviarle un trozo de pastel.
—Vaya, un pensamiento muy generoso —rió el anciano—. ¿Mi nombre? —Una melancólica sonrisa apareció en sus arrugadas facciones—. Me llamo Myrrzynohoenhaxn.
Ella, se quedó mirándolo fijamente. Tenía los ojos muy abiertos, al igual que la boca, pero de ella no brotó sonido alguno. El anciano pensó que la joven había escuchado su historia con gran atención, y que el significado del nombre no se le había escapado, Lo vio en sus ojos. Ella lo había comprendido.
La muchacha hizo un esfuerzo y se recuperó. Luego, en un gesto muy anticuado, que el anciano hacía más de dos siglos que no veía, se inclinó y le hizo una profunda reverencia antes de marcharse tras su prometido.
Una vez que la joven pareja hubo marchado, el anciano permaneció un largo rato inmóvil. Se preguntó qué lo había inducido a romper la regla que se impusiera hacía ya mucho tiempo. Hacía décadas —no, se corrigió, siglos— que no decía, ni siquiera a sí mismo, su verdadero nombre, y menos aún a otras personas. Pero por alguna razón que no alcanzaba a comprender, había deseado revelar a aquella rubia, bonita e inocente muchacha quién era él realmente. Una tontería, e inútil, por otra parte, pero había querido que ella lo supiera.
Se llevó la mano a la mejilla y, con la punta de los dedos, tocó el lugar donde los labios de la joven habían rozado su piel. Quizás era el beso de la joven lo que lo había impulsado a decirle su antiguo nombre. Un beso espontáneo y generoso, como si él realmente fuera su abuelo, y no un viejo cualquiera al que ella llamaba así por cortesía. Ahora se daba cuenta a quién le recordaba la joven. Lo había sabido todo el tiempo, en realidad; su memoria no le había fallado, pero no había querido reconocerlo ni siquiera ante sí mismo. Le recordaba a Sivorne. A la dulce Sivorne de cabellos dorados que se había casado con Anyr de Caris y había vivido felizmente con él durante medio siglo en la gran casa de los acantilados desde la que se veía toda la ciudad. Hacía largo tiempo que los huesos de ambos se habían convertido en polvo, pero sus descendientes aún vivían y gobernaban la región, aunque Mornan ya había perdido la cuenta de las generaciones transcurridas. ¡Hacía ya tantos, tantos años! Su pasado se perdía en el tiempo, y era muy larga la senda de su memoria. Desde hacía un tiempo pensaba a menudo en estas cuestiones; meditaba sobre los siglos que tenía a sus espaldas y se preguntaba si no estaría comenzando a cansarse de la vida. Era viejo, increíblemente viejo para los tiempos de los humanos, y aunque para los de la raza de su madre aún podía vivir muchos años más, se sentía viejo. Y solitario, muy solitario. En la época de Anyr había disfrutado de una breve tregua en su soledad; lo habían convencido de que alternara con la sociedad humana, de que saliera de su concha, dejando en parte de lado su natural reserva, y había sido feliz. Pero la felicidad no había durado, porque los nuevos amigos de aquellos años habían muerto y, progresivamente, comenzó a encerrarse otra vez en sí mismo, a apartarse del mundo, hasta que se volvió definitivamente un recluso, un ermitaño, un viejo a quien nadie visitaba. Ahora se daba cuenta de que los dos jóvenes, tan felices ante su futura vida en común, eran los primeros seres humanos con quienes hablaba en más de veinte años.
Miró por encima del hombro hacia la entrada de la cueva y, apoyándose en el bastón, se dirigió lentamente hasta allí. Una delicada nube de gotas de agua de la cascada rozó su cara como si fueran lágrimas; sonriente, Mornan atravesó la niebla y entró en el recinto.
Sólo necesitó un poco de imaginación para poder ver claramente a Ghysla. No como la piedra gastada que era ahora, reducida a un desvaído fantasma, sino con la delicada y casi humana forma que tuviera en su tiempo. Podía ver una vez más su enmarañado pelo, sus delgados brazos, sus manos de largas uñas, los grandes ojos que eran como las ventanas de su alma. Tendió la mano y la tocó muy suavemente percibiendo la frialdad de su rostro de mármol. Era extraño como siempre,
siempre
había sido frío.
—¡Ah, Ghysla, mi pequeña Ghysla! —Tuvo la sensación de que hasta su voz sonaba vieja, creando secos y susurrantes ecos en la cueva—. Quizá tu elección fue la más sabia, después de todo. Nuestro día, morenita mía, ya había pasado, antes incluso de que tú vieras por primera vez a tu amado Anyr. Han sido muchos, muchos siglos, Ghysla. Demasiados, quizá.
¿Cuántas veces, de pie en ese mismo lugar, había hablado con Ghysla como si aún estuviera viva y pudiera oírlo? Aquello no eran más que los desvaríos de un anciano. Ella no estaba allí. Había muerto, como todos los de su especie. Él estaba solo. Estaba verdaderamente solo.
Una decisión comenzó a adquirir forma en su interior, lentamente como un apacible amanecer de verano, con calma y total certeza. ¿Qué se había dicho a sí mismo, hacía ya tantos años, cuando allí estaba con Anyr de Caris? Que el futuro pertenecía a la humanidad, y que se les debía permitir marchar hacia su ocaso sin el estorbo de aquellos cuya raza se había extinguido. Era verdad. Y él había postergado lo inevitable por demasiado tiempo. Ahora sabía por qué había acudido a ese lugar. Sabía lo que deseaba hacer.
Cuando retiró su mano del rostro de piedra de Ghysla y la llevó a su propio pecho, no sintió la menor turbación, sólo una débil curiosidad. Dejó caer el bastón de labrada madera. Alguien lo encontraría, y le daría buen uso. Unió ambas manos sobre el pecho, cerca del corazón, y cerró los ojos.
Era un conjuro muy simple, la pobre Ghysla lo había memorizado con facilidad. Cuando Mornan comenzó a susurrar las palabras en la antigua y perdida lengua de sus mayores, sintió, tal como le había sucedido a ella, la presencia de formas espectrales y efímeras reunidas en la cueva, agrupadas a su alrededor como si le dieran la bienvenida. Desde algún lugar surgió un extraño y sobrenatural cántico, nunca oído pero tan hermoso que podría haber llorado de emoción. Mornan deseó moverse al ritmo de la encantadora música, pero resistió el impulso y permaneció erguido como un roble junto a Ghysla mientras el eco de las últimas palabras del conjuro se desvanecía lentamente.
Sí, ahora notaba el comienzo del hechizo. Un entumecimiento se extendía por su cuerpo como si estuviera a punto de dormirse. Tenía las piernas y los pies muy fríos, pero era una sensación placentera. Eso lo sorprendió; había esperado sentir malestar, dolor, incluso temor, sensaciones a las que no era más inmune que los seres puramente humanos. Pero se dio cuenta de que se trataba de una sensación muy, muy placentera. El dulce canto se hacía más sonoro, y no podía decir si estaba solo en su mente o si los dueños de esas hermosas voces se hallaban en la cueva con él, y lo llamaban, lo invitaban a unirse a ellos...
Sintió que algo semejante a una delicadísima brisa le tocaba la cara y un perfume de alhelíes llenó el lugar. Algo se movió a su lado. Todavía podía abrir los ojos, y así lo hizo, aunque ya no tenía sensibilidad en las extremidades ni el torso. No, sólo era su imaginación. Ghysla no había extendido una mano para acariciarlo. No podría haberlo hecho; ella ya era sólo piedra, y la piedra no puede moverse.
Pero cuando miró hacia la gastada estatua, con la visión ya borrosa por la cercanía del sueño, le pareció que la erosión de los siglos había desaparecido, que se había desvanecido el duro resplandor del granito y el mármol, y que la carita de Ghysla, otra vez perfecta hasta en el menor detalle, estaba viva y le sonreía. En su mente oyó que ella decía su nombre. Le daba la bienvenida a casa.
Mornan ya no podía hablar; el hechizo era ahora casi total y había perdido la posibilidad del lenguaje. Pero un pensamiento, nítido y claro como el agua de la cascada junto a la entrada de la cueva, llenó su mente: «Así debía ser. Ahora todo está bien. Ahora todo está bien».
Mornan cerró por última vez los ojos. El sueño de piedra suavemente se adueñó de él para siempre.
FIN