Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
—¡Espera, padre! ¡Detente! —Lo guiaba el instinto y no se detuvo a reflexionar por qué lo hacía; lo único que sabía era que no había que herir a Ghysla.
Pero su petición llegó demasiado tarde, porque Ghysla ya había huido por la puerta y tras ella, cinco hombres, con Aronin a la cabeza. La puerta se cerró tras ellos antes de que Anyr pudiera alcanzarlos, y el joven se detuvo, sin aliento. Pensó desesperado que no debían hacerle daño a Ghysla; sólo ella sabía qué había sido de Sivorne. Además, una voz interior le decía que su muerte sería una injusticia terrible, fuese ella lo que fuere, y aunque hubiera hecho algo malo. Tenía que ir tras el grupo, tenía que detenerlos. Recuperado el aliento, Anyr abrió la puerta y corrió tras su padre.
Ghysla corrió desesperada por la casa, perseguida por los cinco hombres que acarreaban el mortal y temido fuego. Intentó escapar por el pasillo que llevaba a las cocinas, pero uno de los criados fue más rápido que ella y le cerró el paso. Ghysla gritó, dio la vuelta y fue hacia una escalera que llevaba a la planta alta. No sabía dónde conducía y no le importaba; todo lo que quería era alejarse de las llamas. Oyó detrás los gritos de triunfo de Aronin, que significaban que estaban otra vez muy cerca de ella, y tropezando, presa del pánico, demasiado asustada para pensar, se lanzó a buscar un refugio cualquiera.
Llegó arriba y siguió por un corredor desierto. Los hombres se acercaban gritando. Ghysla llegó al final del pasillo y giró a la izquierda; vio entonces una arcada y, más lejos, una escalera de caracol. Las torres... Ghysla recordó la habitación de Sivorne y su alta ventana. ¡Por allí podía escapar; saltar desde la ventana y volar a un lugar seguro!
Ghysla pasó por la arcada y subió jadeando las escaleras. Oyó detrás las voces de los hombres, y también sus risas, pero no se detuvo a preguntarse por qué reían. Delante de ella había una puerta. Se lanzó sobre el picaporte; la puerta se abrió y, al tiempo que el primero de los perseguidores aparecía por la curva de la escalera, Ghysla entró en la habitación y cerró la puerta de un golpe.
A través de la estrecha hendidura entre la piedra del suelo y la madera de la puerta entraba la luz. Ghysla hizo un esfuerzo para olvidar su malestar y se dijo que era imposible que sintiera el calor de las llamas tras la delgada barrera. Encontró la tranca de la puerta, la colocó con esfuerzo en su lugar y retrocedió lentamente al interior de la habitación, preparada para recibir los primeros puñetazos contra la puerta. Pero no se produjeron. Ghysla sabía que los hombres estaban allí; los oía respirar, sentía el roce de sus pies y veía sus sombras que cruzaban el único hilo de luz en medio de la oscuridad, debajo de la puerta.
La oscuridad... De repente un terrible temor se apoderó de ella y, en ese mismo instante, como una burla confirmación de sus sospechas, oyó el inexorable ruido de una llave que giraba en la cerradura.
Lenta, muy lentamente, miró a su alrededor. Su garganta emitió un sonido, un sordo gemido que a poco se transformó en un desolado aullido de desvalimiento y tristeza.
Anyr escuchó el horrible lamento que salía de la habitación de la torre cuando subía corriendo la escalera de caracol y se estremeció. Su padre se hallaba junto a la puerta del cuarto; había arrojado al suelo los restos ardientes de su capa y había apagado las llamas pisoteándolas. En ese instante volvía a colgar el manojo de llaves en su cinturón. Durante unos instantes miró fijamente la puerta, hasta que estuvo seguro de que Ghysla no iba a utilizar su magia para salir de la habitación y atacarlos. Luego miró a Anyr con rostro severo.
—No escapará de allí —dijo con tono implacable.
Anyr tragó saliva.
—¿No está..., no está herida?
Su padre pareció sorprendido por la pregunta, pero hizo un gesto negativo.
—No. Está tan sana como nosotros, y no puedo decir que eso me alegre. Pondremos antorchas en las abrazaderas del muro y las dejaremos ardiendo. Para estar más seguros, dos de los hombres pueden montar guardia hasta que traigan las antorchas. —Luego la expresión de Aronin cambió, y en sus ojos apareció una mirada compasiva—. Vamos, hijo mío. Tenemos que buscar a Raerche y Maiv, y juntos decidir qué se debe hacer.
Anyr asintió. Tenía los dientes muy apretados y le brillaban los ojos. Aronin, que quizá vio en ellos el resplandor de las lágrimas, no dijo nada, pero rodeó con su brazo los hombros del joven, y juntos descendieron las escaleras, seguidos a respetuosa distancia por los criados. Dejaron detrás a dos centinelas de rostro inexpresivo, con sus improvisadas pero efectivas antorchas. Al otro lado de la puerta quedó Ghysla, atrapada e impotente. De rodillas, lloraba desesperadamente en la oscura habitación sin ventanas de la torre.
La noche cayó sobre el sombrío escenario que rodeaba la casa de Caris. El edificio estaba a oscuras, pero a su alrededor, en un círculo quebrado sólo por la barrera de los riscos, habían encendido hogueras que iluminaban los tensos rostros de la inquieta muchedumbre.
Aronin no había permitido que nadie volviera a la casa. Había dicho que quizá no hubiera peligro, pero que él no quería poner en riesgo ninguna vida hasta que supiera algo más sobre la criatura que tenían prisionera en la habitación de la torre. La familia, sus huéspedes y criados encontrarían refugio con los habitantes de la ciudad. Entretanto, su principal preocupación era Ghysla, y qué hacer con ella.
Las brujas que habían acudido a la casa pocos días antes, estaban otra vez allí; su número había aumentado hasta veintiuno, tal como exige la tradición para que la camarilla sea efectiva. Mientras alimentaban las hogueras, pronunciaban conjuros contra toda clase de demonios y duendes. No cabía duda de que sus hechizos surtían efecto, porque tan pronto como comenzaron a cantarlos, Ghysla empezó a aullar horriblemente en su celda, y su voz se oía a pesar de los gruesos muros de piedra de la torre. Pero sólo eso consiguió el esfuerzo de las brujas, y Aronin estaba convencido de que habían llegado a un punto muerto.
A Maiv, que se había recobrado de su desvanecimiento, pero aún estaba muy afectada, la habían llevado a la casa de un comerciante del lugar, donde el médico se ocupaba de ella. Raerche, después de dejarla en buenas manos, había vuelto a Caris. Cuando salió la luna y mientras continuaban los cánticos, el padre de Sivorne y Aronin se apartaron de la multitud para hablar a solas.
Anyr no se había unido a ellos. Aronin lo había encontrado, un rato antes, de pie junto a una de las hogueras, con el cuerpo rígido y el rostro convertido en una inexpresiva máscara de piedra, mientras miraba fijamente hacia la torre donde estaba prisionera Ghysla. Anyr no decía nada, pero cuando Aronin lo miró a los ojos, vio con claridad la angustia que había en el corazón de su hijo y supo que sólo el regreso de Sivorne, sana y salva, podría acabar con su desconsuelo. Y éste era precisamente el problema, pensó con tristeza Aronin. No sabían qué había sido de Sivorne; sólo podían estar seguros de que la monstruosa criatura de la torre era responsable de lo que le hubiere sucedido a la joven. Y las posibilidades de obligar a Ghysla a confesar su secreto eran, en el mejor de los casos, muy escasas. Hasta ahora nadie había preguntado en voz alta si Sivorne estaría viva o muerta. Aronin se había formado su propia opinión, y ésta no era optimista, pero por nada del mundo le diría a Anyr lo que pensaba, ni tampoco a Raerche. Decirlo, en una ocasión como ésta, haría más daño que bien. Era mejor concentrarse en el demonio que tenían prisionero —o lo que quiera que Ghysla fuese— y dejar para más tarde las hipótesis sombrías.
Así pues, Raerche y Aronin discutieron sobre Ghysla mientras las hogueras ardían a su alrededor y salmodiaban las brujas. El sacerdote, acompañado por unos cuantos fieles, rezaba para que intervinieran los dioses, pero a una distancia segura. Aronin pensó con cierto menosprecio que el dignatario no tenía ninguna solución práctica que ofrecer. Ni tampoco parecía probable que las brujas hicieran ulteriores progresos. Aronin se preguntó con desesperación qué les quedaba por hacer.
Un repentino murmullo que se alzó entre los espectadores llamó su atención. Él y Raerche divisaron entonces a Anyr, que se acercaba abriéndose paso entre la multitud. Las gentes se hacían a un lado para que pasara el joven —una sola mirada a su rostro era suficiente para que abandonaran la idea de hablarle—, y Anyr fue hasta donde estaban los dos hombres.
—Padre, señor —los saludó. Aronin vio que la desesperación de sus ojos había sido reemplazada por una nueva emoción, una combinación de ira y determinación—. Esto no servirá de nada.
Aronin suspiró.
—Lo sé, muchacho, lo sé. Las mujeres están haciendo todo lo que pueden, pero...
—Pero lo que pueden no basta. Debemos tomar medidas más radicales —Anyr hizo una pausa—. Nos queda una sola cosa por hacer. Debemos llamar a un hechicero.
Raerche, escandalizado, se persignó, mientras Aronin miraba apesadumbrado a su hijo.
—¡Anyr, eso es imposible! Tú, como yo, has recibido las enseñanzas de nuestros sacerdotes. Nuestros antepasados abandonaron la práctica de la brujería hace ya muchas generaciones, y ahora dices que deberíamos recurrir otra vez a ella. ¡Eso es magia negra, y no quiero siquiera que la nombres!
—Entonces, ¿cómo podemos salir de este punto muerto? —argumentó Anyr—. Es nuestra única esperanza para encontrar a Sivorne. ¡Debemos hacerlo!
—¡Demasiado peligroso! Además, ¿dónde encontraremos en nuestros días un hechicero? ¡Todos han muerto hace tiempo!
—Todos no, padre. Queda Mornan.
Aronin se quedó boquiabierto.
—¿Mornan el solitario? Pero él es..., él es...
—Es un hechicero y, según he oído, muy poderoso. Sé que no practica o, al menos, que no lo hace abiertamente; por esa razón lo hemos dejado en paz todos estos años. Pero si lo convencemos de que nos ayude...
Aronin soltó una risa irónica.
—¿Convencer a Mornan para que ayude a alguien? ¡Sería lo mismo que pedirle al sol que no saliera mañana!
—¡Pero vale la pena intentarlo! Sivorne aún puede estar viva. Padre, escúchame; ¡tenemos que hacerlo por ella! —Anyr se volvió y dirigió su desesperada súplica a Raerche—: ¡Señor, estoy seguro de que usted está de acuerdo conmigo! No me importa el peligro, ni los riesgos que corramos. Si la brujería puede ayudar a Sivorne, ¡utilicémosla! Debemos intentarlo todo; cualquier cosa que pueda salvarla.
Al ver que una nueva esperanza se encendía en la mirada de Raerche, Aronin cedió, aunque de mala gana.
—No me gusta la idea —protestó—. No me gusta, y no confío en ella. Pero..., ¡por todos los dioses, hijo, tal vez tengas razón! Quizá sea nuestra única esperanza. Aunque no sé de qué manera podríamos conmover el corazón de un hombre como Mornan.
—Yo haré que nos ayude —dijo Anyr, y echó una rápida mirada a la torre; los gritos de Ghysla aún se oían por encima de los cánticos—. Lo conseguiré, ya sea con recompensas o a punta de espada.
Y antes de que los otros dos hombres pudieran decir una sola palabra, Anyr corrió hacia las cuadras pidiendo a gritos su caballo.
Mornan —nadie sabía si tenía algún otro nombre— vivía en una casa antigua y solitaria a unos ocho kilómetros de Caris. Durante años no había abandonado sus dominios, y sólo el hecho de que el mercader que acudía una vez al mes encontrara una pequeña pila de monedas de plata y una breve nota pidiendo modestas cantidades de comida a las puertas de la casona, demostraba que aún estaba vivo. Era un enigma cómo vivía y en qué ocupaba su tiempo; no tenía criados y no recibía visitas, y no había rumores de que se practicaran hechicerías en la antigua y solitaria casa o en sus alrededores. Los habitantes de la ciudad hacían caso omiso de él; sólo algunos de los más ancianos, incitados por recuerdos y viejas historias de su ya lejana infancia, se acercaban de vez en cuando a la casa con gran cautela y dejaban una pequeña ofrenda —una bufanda de punto, una cesta de manzanas o de huevos—, con la esperanza de que el gesto fuera recompensado por la buena suerte. Mornan, no obstante, desdeñaba todo intento de congraciarse con él, y jamás agradecía las ofrendas. Daba la impresión de que se había retirado por completo del mundo, y de que éste, a su vez, lo dejaba en paz.
Sólo faltaba una hora para la medianoche cuando Anyr detuvo su sudoroso caballo ante las puertas de la casa. Ninguna lámpara iluminaba las ventanas, y bajo la fría luz de la luna la morada tenía un aspecto siniestro y amenazante que hubiera acobardado a la persona más endurecida; sin embargo, Anyr no vaciló un instante, sino que se apeó de inmediato y fue hacia la verja. No había llamador, pero cuando empujó la puerta de la verja, ésta se abrió con un crujido de hierros herrumbrados y le permitió pasar al descuidado jardín. Por un rudimentario sendero, difícil de distinguir y de seguir en medio de la maleza, Anyr se dirigió hacia la casa, no haciendo caso del caballo que, cuando dejó de verlo, comenzó a relinchar nervioso en la oscuridad.
Cuando el joven se acercó a la puerta principal sintió que su pulso, ya rápido, se aceleraba aún más, hasta hacerse físicamente doloroso. Sabía, sin querer confesárselo, que tenía miedo de esa casa y de su extraño morador, pero estaba decidido a no permitir que este temor le dominara. «Piensa en Sivorne —se dijo con dureza—. Mornan es el único que puede ayudarla. Y sólo es un hombre, no un demonio ni un dios.»
La puerta principal, al igual que la del jardín, no tenía campanilla, pero había un pesado anillo de hierro sujeto a la antigua madera. Era evidente que no había sido utilizado en años, porque estaba casi soldado por la herrumbre, pero Anyr consiguió por fin soltarlo y llamó con él tres veces.
El ruido, escandalosamente estridente en el silencio de la noche, retumbó de manera extraña en el interior de la casa. No hubo respuesta. Anyr llamó de nuevo un minuto después. Siguió sin obtener respuesta, ¿o acaso la luz que había entrevisto por un brevísimo instante en una de las ventanas era el resplandor de una vela? Se acercó a mirar por el cristal, pero la ventana estaba tan sucia que era imposible ver nada, y el fugaz resplandor ya se había desvanecido. Anyr suspiró y, preguntándose si Mornan estaría dormido o simplemente no hacía caso a sus llamadas, regresó otra vez a la puerta... y retrocedió sobresaltado cuando se dio de bruces con una figura inmóvil que había surgido de la oscuridad en silencio y con notable rapidez.