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Authors: Louise Cooper

La estatua de piedra (3 page)

BOOK: La estatua de piedra
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Por fin llegaron a la ciudad. El joven no se detuvo allí, no entró en ninguna de las casas de los pescadores, sino que siguió por la calle principal, dejó atrás el puerto y comenzó a subir por la empinada carretera que conducía hacia los lejanos acantilados. Aquel camino llevaba sólo a la casa de Caris, la morada del señor del lugar. Ghysla, a quien ahora un observador casual la habría tomado por la vieja mujer de un pescador, apresurada para volver a su casa después de un día entero de limpiar pescado y cotillear, lo siguió por la larga cuesta hasta la gran puerta de madera. Allí, escondida en las sombras, oyó que el guardián de la entrada lo saludaba llamándolo «señor». Fue entonces cuando la pequeña llama de esperanza que había ardido, tenaz, en su interior se extinguió. El joven no era un criado, como ella había creído. Debería haberse dado cuenta, por su rostro demasiado delicado y sus gestos muy seguros, a pesar de sus ropas gastadas. No era un criado, sino un aristócrata. Era el hijo de Caris, el heredero de la casa, de las tierras, incluso de la ciudad. Eso lo ponía tan por encima de ella como la luna respecto a una brizna de hierba.

Las puertas se cerraron tras él, y Ghysla se escabulló en la creciente oscuridad. En su mente, la voz de la razón le decía —aunque en un tono muy bajo— que su rango daba igual porque, amo o esclavo, él era un hombre y, por consiguiente, estaba fuera del alcance de Ghysla. Ningún ser humano podía amarla, insistía la voz tenue, porque ante sus ojos, Ghysla era un monstruo, un engendro de la naturaleza. Algunos quizá pudieran compadecerla, y unos pocos —aunque ella nunca se atrevió a ponerlos a prueba— tal vez desearan ser sus amigos, pero incluso para los más bondadosos sería siempre una criatura extraña y no una persona. Pero, sumergida como estaba en las aguas revueltas de su nuevo sentimiento, Ghysla no prestó atención a la voz. Ese día había aprendido el significado del amor, y había sido capturada como una araña captura a una mosca.

Esa noche Ghysla regresó a su madriguera en los riscos. Aunque estaba cansada —también ella, como los seres humanos, necesitaba dormir—, la sola idea de dormir estaba ahora más allá de su comprensión. Las imágenes del joven y guapo señor llenaban por completo su mente, y aunque se reñía a sí misma por tonta, no podía olvidarlo. Ni tampoco podría seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Tenía que verlo otra vez. ¡Debía verlo!

Sola en la cueva que había sido su hogar por más años de los que podía contar, Ghysla se sentó y comenzó a esbozar un plan. Al principio, la invadieron múltiples dudas, pero, a medida que sus ideas cobraban forma, aquéllas comenzaron a desaparecer bajo la marea de sus ilusiones y acabaron por quedar sumergidas por completo. Ella podía hacerlo. Lo haría. Por mucho tiempo que le llevara, y por mucho valor que hiciera falta, ella encontraría el modo de darse a conocer al joven señor. No bajo su forma verdadera, todavía no, sino bajo otras formas, que proporcionarían placer a sus ojos y harían que la mirara con amabilidad. La amabilidad, se dijo Ghysla cuando su corazón comenzó a latir con más intensidad, no está tan lejos del amor. Si hacía las cosas bien, era diligente y tenía paciencia, ¿por qué no habría de convertirse, con el tiempo, la amabilidad en amor, realizándose así el sueño que tan repentinamente y con tanto poder había despertado en su solitario corazón?

2

Antes de que el primer resplandor del alba pintara el horizonte en el oriente, Ghysla abandonó su refugio y se dirigió a Caris. Sabía por experiencia dónde podía escuchar los cotilleos sin que su presencia fuera advertida: la plaza del mercado, en el centro de la ciudad; las estrechas calles empedradas donde las mujeres parloteaban en los umbrales de las puertas; el puerto, donde la actividad era casi incesante. Hoy parecía que la suerte le sonreía, porque junto al puerto encontró un gran grupo de mujeres que esperaban la flota pesquera con su botín. Las mujeres de los pescadores de Caris sabían todo lo que sucedía en la ciudad y hablaban sin cesar de ello. Así, escondida en las sombras, inadvertida, Ghysla observó, escuchó y guardó en su memoria todo lo que oyó.

Ese día, y los que siguieron, aprendió mucho. Se enteró no sólo del nombre de Anyr, sino también de sus costumbres; a dónde le gustaba ir, qué le gustaba hacer, a qué horas era más probable que saliera solo de la gran casa en la cima del acantilado.

«El joven señor ayer salió a cabalgar —decían las mujeres. O bien—: Hoy el joven Anyr pasó temprano por la ciudad. Seguramente fue a pescar. No volverá a casa hasta el atardecer.» Ghysla descubrió, emocionada, que Anyr pasaba mucho tiempo solo, al parecer satisfecho con su propia compañía. Le interesaban muy poco los deportes más agitados, como la caza, las carreras o la lucha que tantos jóvenes de su posición disfrutaban, y prefería salir a recorrer, en largas cabalgatas, los páramos del interior o caminar en lo alto de los acantilados, desde donde podía contemplar el mar y los pájaros que anidaban en los altos promontorios. Iba a pescar con frecuencia a Cann's Steps o a cualquiera de las otras pequeñas bahías y calas de la costa. Fue en una de ellas que Ghysla, finalmente, juntó coraje para hacer su primera maniobra.

Era un buen día para la pesca. La lluvia de la noche anterior había dejado el mar sereno, y ahora había una suave bruma en el aire que alentaba a los peces a acercarse a la superficie. Una hora después del amanecer, Anyr descendió por el sendero del acantilado y se dispuso a pasar un día de placentero trabajo.

Ghysla lo vio desde su puesto, agachada entre las piedras de un antiguo túmulo funerario en el acantilado, y en su delgada carita apareció una sonrisa. Se puso en pie y corrió por la cima, escondiéndose para que él no la viera si alzaba la cabeza, hasta que llegó a la cala vecina. Allí no había sendero para bajar, pero esto no fue obstáculo para Ghysla, y al cabo de unos minutos se hallaba abajo, al borde del agua.

Poco rato después, un ruido confundido entre el chocar de las olas contra las rocas hizo que Anyr levantara la cabeza. Ya había pescado un espléndido róbalo, y esperaba que otro cayera en el anzuelo, cuando oyó aquello que no coincidía con el ritmo de la marea. Escudriñó con la mirada y divisó una elegante forma oscura que se movía junto a unas rocas, a unos seis metros de la costa. De repente, una gran ola se alzó y la forma se lanzó contra la verde muralla de agua, ondulando y sumergiéndose con gracia, hasta que la ola rompió en la orilla y se disolvió en un revoltijo de espuma. Cuando la resaca ya se retiraba, una cabeza manchada y con bigotes salió a la superficie, a sólo tres metros del reborde donde estaba sentado Anyr, y el joven, por encima del rugir del mar, oyó la melancólica y dulce llamada de una foca.

Una sonrisa de placer curvó los labios de Anyr, que silbó para responder al grito de la foca, como había aprendido de niño. Los grandes ojos pardos de la criatura parpadearon lentamente, y su cuerpo se estremeció como si sintiera placer; acto seguido se sumergió con tal rapidez que los ojos del joven apenas si pudieron seguirla, y desapareció.

Anyr esperó todo el día que reapareciera, pero no volvió a verla. Estaba decepcionado, porque amaba a los animales. Además, se decía que hacerse amigo de una foca traía buena suerte. Pero Anyr no sabía —no podía saberlo— que mientras él pasaba el día sentado en el reborde rocoso con la caña de pescar a un lado, la foca no se había marchado de la bahía y aún estaba cerca, más cerca de lo que él hubiera imaginado. Refugiándose en una pequeña cueva justo a la vuelta del promontorio, donde dejó su disfraz, Ghysla se sentó en una roca sobre el agua y, abrazándose a sí misma, se dedicó a revivir y saborear el maravilloso instante en que él la había llamado. Deseaba con todo su corazón haber tenido el valor de permanecer junto a Anyr.

Pero el valor llegó con el tiempo. Al principio sólo se atrevía a contemplar a Anyr a distancia, y lo hacía siempre que podía. Luego comenzó a seguirlo sin que él se diera cuenta; nunca lo hacía con su verdadera apariencia —y pensaba que jamás se atrevería a hacerlo—, sino con la de las bestias y las aves que él amaba. Ella era una experimentada transformista, y sólo su imaginación era el límite de su ingenio para cambiar de aspecto. Cuando Anyr cabalgaba por el paramo en su yegua alazana favorita, Ghysla era una zorra o un armiño que corría invisible tras él. Cuando iba a pescar, era otra vez una foca, que entraba y salía del agua mirándolo a través de una verde cortina de agua. En una ocasión —magnífica—, Ghysla fue un águila que volaba en lo alto sobre el joven mientras él ejercitaba a la yegua en la cima del acantilado. Esta hazaña fue breve, sin embargo, porque carecía de la energía necesaria para mantener simultáneamente el poder de volar y el de cambiar de forma por mucho tiempo. De múltiples maneras y bajo múltiples apariencias, Ghysla continuó su cortejo —no correspondido—, del hijo del señor del lugar, y su amor por él no sólo no apartó sus garras de su corazón, sino que las hundió más profundamente, con más fuerza.

Anyr, claro está, no conocía los sentimientos de Ghysla, y en honor a la verdad hay que decir que por mucho tiempo ni siquiera supo de su existencia, porque Ghysla se cuidó mucho de no abandonar un solo instante sus disfraces cuando él podía verla. El joven podía sonreír a la corza que inesperadamente cruzaba su camino; quizás escuchaba con placer y admiración el canto del pájaro posado en un árbol encima de su cabeza, pero no veía a Ghysla ni sabía nada de ella tal como verdaderamente era. Al principio, Ghysla se conformaba con esta situación, porque a pesar de que no podía mostrarse ante Anyr y decirle «Aquí estoy y te amo», al menos podía fingir que esto ocurriría algún día, y mantener así encendida la pequeña llama de la esperanza. Pero a medida que pasaban los meses y se sucedían las estaciones, Ghysla comenzó a anhelar algo más. Ya no le bastaba con adorar a Anyr de lejos. La pequeña llama quería convertirse en una hoguera, y, por fin, Ghysla se armó de valor para dar el paso más grande y más audaz que jamás se atreviera a dar.

Para llevar adelante su plan eligió la apariencia de una foca moteada, porque, de todas las criaturas cuya forma había adoptado, el solitario mamífero marino era al parecer, la que más gustaba a Anyr. El joven se hallaba sentado, como siempre, en su reborde favorito, cuando, una vez más, como ya había sucedido antes en numerosas ocasiones, vio la conocida cabeza gris alzarse por encima de las olas. Anyr le silbó, como lo hacía siempre, deseoso de que el animal perdiera su miedo y se acercara. «Si los hombres y los animales pudieran comunicarse, quizá conseguiría que la foca comprendiera que no deseo hacerle daño sino ser su amigo», pensó.

De pronto su cuerpo se puso tenso al darse cuenta de que la foca, en lugar de mantenerse a distancia, como siempre, se dejaba arrastrar por las aguas hacia el reborde donde él se hallaba. No, no se dejaba llevar por la corriente, sino que estaba nadando activamente hacia él, acercándose con prudencia pero decidida. Anyr contuvo el aliento, olvidó el sedal y miró la escena con los ojos abiertos, ilusionado. No se atrevía a decir una palabra por miedo a espantar a la foca, pero mentalmente la alentaba con fervor: «¡Adelante, bonita! ¡Por favor, acércate, que no te haré daño!».

Ghysla no podía adivinar los pensamientos de Anyr, pero en su sonrisa y en la luz que brillaba en sus ojos percibió algo de lo que él sentía. El corazón de Ghysla pareció revolverse en su pecho mientras la invadía un sentimiento mezcla de alegría y terror. Estuvo muy cerca de perder el valor y sumergirse con un grácil movimiento de la cola para huir. Pero algo la detuvo —quizá la imperecedera llamita de su esperanza, y permaneció durante unos instantes flotando sobre las olas, mirando a Anyr con expresión solemne e indecisa en sus grandes y oscuros ojos.

Anyr, muy lentamente, se agachó sobre la roca y alargó la mano.

—Bonita..., foca bonita... —Nunca le había hablado antes, y un estremecimiento recorrió el disfrazado cuerpo de Ghysla—. No te haré daño. Ven, ven conmigo. Ven, que quiero ser tu amigo.

La sonrisa de Anyr se transformó en una risa de placer cuando la foca, con cautela al principio, pero luego más confiada, nadó hacia él. Era casi como si hubiera comprendido sus palabras. Se hallaba cada vez más cerca, más cerca, hasta que el lustroso cuerpo del animal tocó el muro de roca debajo de Anyr. La criatura levantó la cabeza del agua y empujó con el hocico los dedos estirados del joven.

Ghysla supo que atesoraría ese instante durante todos los años que le quedaran de vida —y podían ser varios siglos, porque su raza no envejecía de la misma manera que los seres humanos—, como el más feliz y emocionante que había experimentado jamás. Apenas podía sentir el contacto de la mano de Anyr a través de la gruesa piel de la foca, pero el efecto que causó en ella fue tan intenso como si le hubiera caído encima un rayo, sin dañarla pero dejándola estremecida de la cabeza a los pies. Emitió un sonido que era una mezcla de gemido y ronroneo, y Anyr volvió a reír.

—¡Aquí, bonita! ¿Te gusta que te acaricien? ¡Qué hermosa piel tienes; es como una seda gruesa! ¡Ven aquí! —exclamó Anyr, echándose hacia atrás, y palmeando el reborde rocoso, junto a él—. Hace muy buen día. Ven a tomar el sol conmigo, foquita. Siéntate junto a mí y disfruta del sol. Yo trataré de coger peces para calmar el hambre de los dos.

No fue necesario que repitiera la invitación. El miedo y la timidez ya eran para Ghysla cosas del pasado. Rápidamente nadó hacia un lugar donde las rocas descendían en suave pendiente hacia el mar y le permitían salir del agua. Avanzó por el reborde hasta donde estaba Anyr y se acomodó junto a él, temblorosa y con los ojos brillando de felicidad. Ignorante de la verdad, Anyr estaba encantado, maravillado ante la manera en que la foca parecía comprender sus palabras. Así permanecieron, hasta que terminó el día, el joven señor y su nueva compañera. Anyr acariciaba la cabeza de Ghysla y se reía ante el ronroneo con que ella le respondía. Le dio más de la mitad de los peces que cogió y, aunque a ella en verdad no le gustaba el pescado, los comió con placer porque eran presentes de Anyr. Cuando él le hablaba como si fuera un viejo y querido amigo, Ghysla bebía cada una de sus palabras como si se tratara del más dulce de los vinos y, al escucharlo, se maravillaba una vez y otra ante el milagro que le había otorgado la suerte. Pensaba que era más feliz que cualquier criatura viviente, porque Anyr estaba junto a ella. La había tocado, era su amado y ahora también su amigo. El mundo era perfecto, y la dicha de Ghysla, completa.

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