Chapman miró por la hierba.
—Había piquetas de color naranja por todas partes, lo cual es de esperar con una bomba. Los explosivos distribuyen los restos de forma aleatoria.
—¿Y las piquetas blancas?
Chapman vaciló.
—Si no recuerdo mal estaban concentradas en el lado occidental del parque.
—«Concentradas», esa es la palabra clave.
Chapman volvió a mirar hacia el edificio de oficinas y luego al parque.
—Pero me dijiste que la distribución de las balas era el motivo por el que me has hecho mirar en ese edificio.
—El huevo o la gallina. Abordé la ecuación desde el lado equivocado.
—¿Qué?
—Creí que habían utilizado ese edificio, en parte al menos, porque era más alto que el jardín de la azotea del hotel y podían ver por encima de los árboles. Así no tenían que disparar a ciegas. Pensé como un francotirador, pero fue un enfoque incorrecto.
Chapman parecía confusa, pero le duró poco.
—¿Quieres decir que como no había un objetivo real en el parque, como por ejemplo el primer ministro, qué más daba disparar a ciegas?
—Eso mismo. Podían disparar con la metralleta a través de las copas de los árboles. Daba igual. Pero el edificio de oficinas les permitía ver por encima de los árboles. En la oscuridad era necesario porque las cosas se ven distintas a oscuras y la capacidad espacial se deteriora. Quizás utilizaran objetivos nocturnos, pero aquí por la noche hay mucha luz de ambiente, y los objetivos nocturnos resultan visibles para otras personas que también los empleen, y aquí hay muchos debido a la presencia de las fuerzas de seguridad.
—Vale —dijo Chapman lentamente—. ¿Y eso qué significa?
—Los tiradores delimitaron el campo de tiro al lado oeste.
—Tú estabas en la zona oeste del parque, junto con nuestro hombre.
—Y las balas cayeron peligrosamente cerca de nosotros. Creo que fue más por casualidad que por premeditación. Si nos hubieran alcanzado no creo que les hubiera importado.
—¿Y por qué limitaron los disparos a la zona oeste? —se preguntó Chapman. —Stone estaba a punto de responder cuando Chapman se lo impidió—. No mires ahora, pero una de las jardineras nos está mirando con expresión extraña.
—¿Cuál?
—La mujer joven. Espera, voy a intentar una cosa.
—¿El qué?
—Espera.
Stone fingió examinar una zona del césped con sumo interés. Chapman regresó al cabo de dos minutos.
—Bueno, esperamos cinco minutos, vamos en dirección norte y entramos en esa iglesia de ahí.
—¿Por qué?
—Para reunirnos con la mujer.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Digamos que ha sido un intercambio de señas femeninas que son imposibles de captar y traducir por la mente masculina.
Al cabo de cinco minutos estaban en St. John Church admirando los cojines bordados del «banco presidencial» de la casa del Señor.
—James Madison. John Quincy Adams —leyó Chapman mientras bajaba la mirada hacia los cojines—. Una lista de personajes de lo más ilustre.
—Pues en aquella época a tu país no se lo parecía —repuso Stone—. Los llamaban revolucionarios e incluso terroristas.
—Bueno, después de doscientos años hasta las diferencias más espinosas suelen reconciliarse.
La mujer, vestida con el uniforme verde y caqui, entró en la iglesia y se quitó el sombrero. Los vio y se les acercó rápidamente.
—He visto que intentabas que nos fijáramos en ti —dijo Chapman—. Gracias por venir a vernos.
—La verdad es que no sé si es importante. Y aunque sea nuestro descanso no puedo ausentarme mucho rato.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Chapman.
—Judy Donohue.
—Bien, señorita Donohue, ¿qué te preocupa? —preguntó Stone.
—Una cosa que dijo el señor Sykes cuando le interrogaron.
—¿Cómo sabes que le interrogamos? —preguntó Chapman—. Estaba solo.
Donohue se mostró avergonzada y tensa.
Stone se dio cuenta.
—¿Cuánto tiempo hace que trabajas en el Servicio de Parques?
—Diez años. Me encanta.
—¿Eres de por aquí? —preguntó Stone.
Sonrió irónicamente.
—No, del lugar más lejano imaginable.
—¿Dónde está eso? —preguntó Chapman.
—Crecí en un lugar remoto de Montana, en una región dejada de la mano de Dios. Siempre me ha gustado estar en contacto con la naturaleza. —Levantó una mano. En el dorso llevaba un pájaro tatuado—. Es el Sturnella neglecta , también llamado pradero occidental. Es el pájaro representativo de Montana. Me lo hice a los dieciséis años. Mis amigas se tatuaban corazones y nombres de chicos. Yo opté por la fauna.
—¿Y qué pasa con lo que dijo el señor Sykes? ¿Estabas cerca?
Donohue bajó la cabeza.
—Mi intención no era escuchar la conversación —dijo enseguida—. Estaba cerca trabajando en un proyecto y …
—Y oíste cosas —dijo Chapman con amabilidad—. Es perfectamente comprensible.
—¿Y qué oíste que te hizo plantearte algo?
—Dijo que estábamos esperando que un arborista inspeccionara el árbol y que le estábamos poniendo tierra especial y nutrientes y cosas así.
—Correcto —dijo Stone—. ¿Y no es cierto?
—No.
—Vale —dijo Stone lentamente—. Entonces, ¿cuál es el problema?
—Ya sé que no me explico muy bien. Por eso trabajo con las manos y no con la cabeza, supongo.
—No hay prisa, Judy —dijo Chapman para tranquilizarla.
—Pues resulta que el arborista ya había inspeccionado el árbol y había certificado que estaba sano. Volvió a echarle un vistazo cuando lo introdujimos en el agujero, pero nada más que para asegurarse de que el transporte con una grúa no lo había dañado. La tierra y los nutrientes ya estaban en su sitio.
—Es decir, que no hacía falta dejar el agujero sin tapar —dijo Stone.
—Eso mismo. Recuerdo poner los postes y la cinta y pensar que era una tontería dejar el agujero de ese modo porque alguien podría caerse.
—Es lo que pasó —dijo Chapman.
—Bueno, de todos modos me pareció extraño.
—¿Qué explicación dio Sykes para dejar el agujero sin tapar? —preguntó Stone.
—No nos dio ninguna explicación. Es el jefe de brigada. Hacemos lo que nos dice.
—Cuando el agente Gross vino, ¿estabais todos presentes cuando hizo las preguntas?
—Durante un rato sí, pero luego se marchó con el señor Sykes.
—Supongo que la pregunta sobre el agujero sin tapar no se formuló mientras estabais todos allí.
—Recuerdo que el agente del FBI planteó ese tema, pero entonces el señor Sykes dijo que era hora de volver a trabajar y que él contestaría el resto de las preguntas.
—¿Alguno de los otros miembros del equipo tiene las mismas reservas sobre el hecho de que el agujero se dejara sin tapar? —preguntó Chapman.
—Son buena gente, muy dedicados. Pero también obedecen órdenes y no les dan muchas vueltas a las cosas. Supongo que yo soy un poco más independiente. Y después de oír por casualidad lo que el señor Sykes les dijo, pensé que tenían que saberlo.
—Has hecho bien, Judy —la tranquilizó Chapman.
—Tengo que volver.
—Vale —dijo Stone—. Nos has sido de gran ayuda. No se lo cuentes a nadie.
Donohue asintió con expresión nerviosa.
—¿Creen que el señor Sykes hizo algo malo?
—Seguro que lo averiguaremos —declaró Stone.
Salieron de la iglesia y regresaron al parque caminando.
—O sea que ahora George Sykes es un sospechoso —dijo Chapman—. ¿Hay alguien que no esté implicado en este asunto?
—En las conspiraciones suelen participar unas cuantas personas —observó Stone.
—¿Oliver?
Se giraron y vieron a Alex Ford, que se les acercaba dando grandes zancadas.
—Déjame hablar a mí —dijo Stone rápidamente a Chapman—. Hola, Alex —dijo girándose hacia su amigo.
—¿Piensas contarme algo que se asemeje a la verdad sobre lo que está pasando? —preguntó Alex con voz estridente.
—Sé que soy reservado y críptico, pero lo cierto es que no estoy convencido de que sea buena idea que estés al corriente de esto.
—¿En este plan vamos? ¿Soy miembro del Camel Club solo de nombre?
—No, no quería decir eso, pero ahora tengo un encargo y una placa y …
—Eso no te ha impedido implicar a Annabelle, Harry y Reuben, ¿verdad? Ellos no tienen placa ni encargo, pero yo sí.
—Ya sé que esto no es nada sencillo.
—Oh, es muy sencillo. Me mantienes totalmente al margen. Creía que éramos amigos y que nuestra amistad estaba por encima de todo lo demás.
Stone se dispuso a decir algo, pero se calló. Miró a Chapman y luego a Alex.
—Tienes razón.
Aquella constatación tan sincera pareció aplacar la ira del agente del Servicio Secreto.
—De acuerdo.
—Vamos progresando —dijo Stone—, pero no lo suficiente y tengo la sensación de que se nos está acabando el tiempo. Si no he sido lo bastante sincero contigo se debe en parte a que te encuentras en una posición muy delicada.
—¿En parte?
—Sí, el resto se debe a la torpeza con la que manejo nuestra amistad. Lo siento.
—¿Puedes contármelo? ¿Debería estar preocupado? Me refiero por el presidente.
—No estoy al corriente de ninguna amenaza concreta contra el presidente, si es a lo que te refieres. Y si lo estuviera, lo sabríais los dos. Eso te lo juro.
—He oído decir que te reuniste con él en Camp David.
—Sí. Necesitaba hablar con él con sinceridad.
—¿Y él te respondió con la misma sinceridad?
—Sí. De hecho, me sorprendió lo sincero que fue.
—Tengo entendido que Reuben sigue en el hospital.
—Sí, le fue por los pelos. Alex, por los pelos.
—Te presionamos para que nos dejaras ayudarte, Oliver. Ya somos todos mayorcitos.
—De todos modos, me siento responsable. No volveré a cometer ese error.
—No puedes proteger a tus amigos de todo.
—Al menos podría ahorrarles las situaciones peligrosas.
—Has dicho que ibais progresando. ¿Os falta menos para descubrir qué está pasando?
—Pues sí, la verdad.
—¿Y es malo?
Stone lanzó una mirada a Chapman antes de responder.
—Creo que es muy malo, sí.
—Pues entonces ten cuidado. Si puedo ayudarte en algo, cuenta conmigo. —Alex se giró y se marchó.
—Es un buen tipo —dijo Chapman mientras se situaba al lado de Stone.
—Sí, es verdad. Cada vez que hablo con Alex me acuerdo de lo afortunado que soy por tener a amigos como él y también de lo poco que me merezco a amigos como él.
—Bueno, probablemente ellos sientan lo mismo con respecto a ti.
—¿Tú crees? Yo no.
—¿Y qué hacemos con el señor Sykes? ¿Le abordamos de manera directa o sutil?
—Sutil y directa a la vez.
—¿Cómo nos lo montamos?
—Estoy pensando en ello. Se me acaba de ocurrir otra cosa. ¿Te acuerdas de los hispanos a los que mataron?
—¿Sí?
—Lloyd Wilder no estaba implicado. Los hispanos sí.
—¿Qué?
—El hombre que le dijo a Annabelle que había visto a los hombres llevándose la canasta mintió.
—Pero tú pensabas que Lloyd Wilder también estaba implicado. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Sospechaba que estaba implicado. No estaba convencido. Pero después de pensar en el tema, sé que mis sospechas eran infundadas.
—¿Por qué?
—Annabelle y Reuben eran desconocidos en un bar que buscaban un vivero de árboles. ¿Y esos hombres les soltaron a bote pronto que uno de ellos había visto a alguien, no a John Kravitz, llevándose la canasta?
—¿Y?
—Estaba todo preparado. El hombre dijo haberse ocultado detrás de un edificio. Tal como constatamos cuando estuvimos allí, el edificio con la canasta estaba a más de ciento cincuenta metros de la estructura más próxima. Y en una escalera y a oscuras es prácticamente imposible identificar o incluso distinguir la envergadura y la edad de una persona. O sea que ¿cómo supo que no era John Kravitz?
—Es verdad. Y el tipo dijo que se marchó antes incluso de que el hombre bajara de la escalera.
—¿Y justo después de recibir esta información «crítica» atacan a Annabelle y a Reuben?
—¿Crees entonces que les tendieron una trampa?
—Creo que sabían quiénes eran Annabelle y Reuben antes de que entraran en el bar.
—¿E intentaron matarles?
—La palabra clave es «intentaron». Sé que Reuben recibió dos disparos, pero no le causaron heridas mortales. Creo que fue deliberado. Es valiente como el que más, pero no hay forma de atravesar una posición fortificada con metralletas atacando con una pistola. Y no se habrían batido en retirada. Si nos atenemos a la lógica del combate, Reuben debería estar muerto.
—¿O sea que le dejaron vivir? ¿Por qué?
—Para que Annabelle y Reuben nos contaran lo que les habían dicho. Otra pista falsa, otro callejón sin salida por el que correr y perder el tiempo. Y a los hispanos se los cargan poco después. Más estratagemas de despiste, más pistas que nos alejan cada vez más de la verdad.
—Y alguien está haciendo limpieza —dijo Chapman—. Matándoles.
—Eso también.
—Si estás en lo cierto, tu país está dando gran libertad de movimientos a Turkekul. Acabará matando a todo el mundo antes de ahorcarse.
—Puede ser.
—¿Y ahora a por Sykes? —preguntó Chapman.
—Sí, ahora a por Sykes.
El problema era que no encontraban a Sykes. No había vuelto del descanso y nadie de su equipo sabía dónde estaba. Buscaron por el parque y zonas contiguas.
Stone llamó a Ashburn para explicarle lo sucedido así como lo que les había contado Judy Donohue.
—Emitiré una orden de búsqueda enseguida. No puede haber ido muy lejos.
Stone guardó el teléfono y miró a Chapman.
—Esto no me gusta nada.
—¿Te refieres a que parece que siempre van un paso por delante?
—Me refiero a que vuelvo a sentirme manipulado.
—Quizás haya visto que Donohue se ha escabullido para hablar con nosotros y le ha entrado el pánico. ¿Por qué no iniciamos una búsqueda calle por calle en coche? A lo mejor se ha ido a pie.
Se subieron al coche y giraron en Pennsylvania Avenue por el lado este de la Casa Blanca. Habían recorrido dos manzanas cuando lo oyeron.