—Chapman me ha contado lo de vuestra aventura anoche. —Contempló la puerta dañada y vio los orificios de bala—. Parece que fue más animada que tomarse una copa antes de acostarse —señaló.
—Y que lo digas —convino Stone.
—Edificio del gobierno de Estados Unidos, ¿no?
—Sí.
—Lo cual complica una situación ya de por sí muy complicada.
—Pero es la primera vez que nos hemos metido bajo su ala, por así decirlo.
—Bueno, algo es algo, supongo. —Le cambió la expresión—. Esta mañana he hablado con el primer ministro, Oliver —empezó a decir.
—¿Y?
—Y no está contento.
—Vaya, por la cuenta que me trae, yo tampoco. Pero hace pocos días que trabajamos en el caso y ya han muerto cuatro personas y, de haberles pasado algo a mis amigos, habrían sido seis.
—Sí, la agente Chapman me ha informado de tu decisión de recurrir a … ¿cómo se llamaba?
—El Camel Club —dijo Chapman.
—Sí, el Camel Club ese para que os ayude. Un nombre de lo más original.
—¿No te parece bien que recurra a ellos?
—Creo que el uso de fuerzas irregulares es ingenioso, sobre todo cuando las tropas a sueldo escasean. Si fuese el caso, pues no sabría decir. Pero esa no es la cuestión.
—Entonces, ¿cuál es el problema exactamente?
—Tengo entendido que has asignado a un hombre a Fuat Turkekul.
—Sí. Harry Finn. Ex SEAL
[2]
de la Armada. Ahora trabaja para un equipo de operaciones especializado que comprueba la seguridad de instalaciones sensibles en este país y en el extranjero. Pero se ha tomado unas vacaciones y ha decidido ayudarme.
—Estoy al corriente de la identidad de su madre, Lesya, y de la suerte que corrió su padre, Rayfield Solomon.
Stone se quedó anonadado.
—No sabía que fuese del dominio público.
—Por supuesto que no —repuso McElroy—. No lo sabría de no ser porque Solomon fue amigo mío hace años. Llevamos a cabo varias operaciones conjuntas tanto en Asia como en América del Sur. Y conocía a Lesya de su época en la ex Unión Soviética. De hecho fui uno de los primeros oficiales de inteligencia occidentales que se enteró de que era agente doble.
—Entonces, ¿estás al tanto de toda la historia? Me refiero a lo mío. ¿Lo que le hice a Rayfield Solomon?
—Las órdenes son órdenes, Oliver. Tú obedecías. Si no lo hubieras hecho habrías acabado en chirona por insubordinación. Te habrían ejecutado por traición. Sé cómo se las gastan los yanquis en ese sentido, parecido a lo que hacemos nosotros, por cierto.
—Podía haberme negado de todos modos.
—Pero ahora no puedes cambiar los hechos, por mucho que quieras.
—Entonces, ¿también sabes todo sobre Harry?
—No todo. —Intercambiaron una larga mirada—. Pero ¿confías en él? —preguntó McElroy.
—Siempre me ha sido leal, sin el más mínimo atisbo de duda.
—¿Cómo lo has conseguido teniendo en cuenta lo que pasó entre su padre y tú?
—Lo arreglamos entre nosotros. Es todo lo que puedo decir sobre este asunto.
—Entiendo. —McElroy no parecía muy convencido—. De todos modos, ¿no te parece demasiado ponerle al corriente de la presencia y la misión de Fuat? Estoy sorprendido.
—No puedo pedirle que arriesgue su vida sin decirle por qué. Harry sabe lo que Fuat Turkekul significa para este país. Hará todo lo posible para protegerle.
—Lo cual me lleva a que pregunte por qué piensas que Fuat necesita protección adicional.
—El agente Gross creía que su gente le espiaba. El agente Garchik opina lo mismo. Anoche descubrimos que los tiradores del parque no estaban en el hotel, sino en un edificio propiedad del Gobierno para cuyo acceso se necesitaba una tarjeta de seguridad especial.
—Entiendo —dijo McElroy asintiendo con la cabeza.
—¿Sabías que la ATF encontró algo en los escombros de la bomba que no pueden identificar y que han tenido que recurrir a la NASA?
—Sí, Chapman me lo contó. ¿Bombas al espacio exterior? De todas las agencias que tenéis, ¿por qué esa?
—Tal vez la sustancia parezca sacada de algún programa espacial. Aparte de eso, ni idea.
—Vosotros y los rusos sois los únicos con un programa espacial digno de mención aparte de unos cuantos empresarios privados con mucho dinero.
Chapman y Stone intercambiaron una mirada. Si McElroy se percató, no lo demostró.
—Que yo sepa, la NASA tampoco sabrá determinar de qué se trata —dijo Stone.
—O quizá lo sepan pero no lo digan —dijo Chapman—, o no se les permita decirlo —corrigió.
McElroy miró al uno y al otro.
—Bueno, da la impresión de que nos encontramos en un atolladero espantoso. En otras ocasiones he tenido que andarme con cuidado para protegerme de mis enemigos, pero ahora mismo tengo la impresión de que ya nada es seguro.
—¿Qué quiere tu primer ministro?
—La garantía de que una situación ya de por sí mala no empeore.
—¿Puede empeorar? —dijo Chapman.
—Todo puede empeorar —afirmó McElroy—. ¿De Oklahoma City al 11-S? ¿De la bomba en el metro de Londres al atentado de Bombay? Esto podría ser la punta del iceberg, tal como te insinuara el director Weaver.
—Y desde entonces no he sabido nada de él. Supongo que lo que ocurrió con el agente Gross desencadenó todo esto.
—Puestos a especular, creo que nuestro querido señor Weaver está muerto de miedo. No sabe a quién recurrir. Así que no te lo tomes como algo personal.
—Pues no es un panorama nada halagüeño para el jefe de los servicios de inteligencia.
—Pero es exactamente la situación en la que nos encontramos. Es como cuando se produjo la crisis económica global. Los mercados crediticios se quedaron paralizados. Nadie confiaba en nadie. Esa es la situación que vivimos ahora mismo con los servicios de inteligencia.
—Y los malos siguen trabajando con tesón —dijo Chapman acaloradamente.
—Eso mismo.
—Y no podemos controlar lo que hacen los malos —dijo Stone.
—Depende de quiénes sean —repuso McElroy.
Stone caviló al respecto durante unos instantes.
—¿Insinúas lo que creo que insinúas?
—¿Qué crees que insinúo, Oliver?
—¿Que nos echemos atrás porque a ciertas personas quizá no les guste lo que encontremos?
—Creo que eso resume la situación, sí.
—¿Y es lo que quieres que hagamos?
McElroy se levantó con piernas temblorosas. Chapman se incorporó para ofrecerle ayuda, pero él la rechazó.
—Estoy bien. —Se alisó la americana y se dirigió a Stone—. Yo no he dicho eso. Por lo que a mí respecta, vayamos a toda máquina. Y malditos torpedos, eso es lo que dijo vuestro almirante Farragut, ¿no?
—Pero ¿y el primer ministro? —preguntó Stone.
—Es un hombre afable, pero el mundo de los servicios de inteligencia le va grande. Y mientras considere conveniente encomendarme la seguridad del pueblo británico actuaré como crea apropiado. Me niego a quedarme parado. Confío en ti y doy por supuesto que confías en mí. Ya me basta.
—Desafiar a los mandos tiene un precio.
—Soy demasiado viejo para que me importe, la verdad. Pero no olvides la advertencia que te he hecho antes. Casi todo lo que hemos visto hasta ahora no es realmente lo que parece.
—Lo cual significa que todas nuestras conclusiones son erróneas.
—Quizá no todas, pero las importantes probablemente sí.
Miró a Chapman.
—A no ser que la intuición me falle formáis un buen equipo. Cuidad el uno del otro. —Se giró para marcharse—. Oh, ¿y Oliver?
—¿Sí?
—De hecho me alegro de que tengas al Camel Club de tu lado.
—Yo también.
—Recuerda, todos los caballos del rey y todos los hombres del rey.
—Lo recuerdo.
—Otra cosa. Hay un coche fuera esperando para llevaros a la Oficina de Campo de Washington. El FBI quiere hablar con vosotros. —McElroy dio vueltas al bastón en el aire—. Buena suerte.
El trayecto hasta la Oficina de Campo en Washington transcurrió en silencio; los dos agentes de la parte delantera no los miraron ni tampoco hablaron con ellos. Los acompañaron hasta un ascensor en cuanto llegaron y subieron al piso más alto. Salieron y siguieron a otros dos agentes hasta una gran sala de reuniones con una mesa para doce personas, aunque solo había tres personas sentadas a la misma. Una era el director del FBI, la otra su segundo al mando y la tercera era la agente Laura Ashburn, que había abordado a Stone en el parque la noche anterior después de acribillarlo a preguntas acerca de la muerte de Tom Gross.
El director era un hombre bajito de rostro pugnaz y actitud enérgica. De todos los burócratas de Washington, el director del FBI era el que gozaba de verdadera independencia. Su mandato no terminaba con el resultado de unas elecciones. Se alargaba durante un período de diez años independientemente de quién ocupara el Despacho Oval.
Les pidió que se sentaran, movió unos papeles delante de ellos, se ajustó las gafas y alzó la vista hacia ellos.
—Agente Stone. Agente Chapman. Estoy intentando ponerme al día lo más rápidamente posible, pero cuanto más me meto en este asunto, más confuso me resulta. Me gustaría que empezaran por el comienzo y me contaran todo lo que han descubierto, todo lo que han deducido y todo lo que es motivo de especulación en estos momentos.
—¿Significa eso que no me van a apartar del caso, señor? —preguntó Stone.
El director lanzó una mirada a Ashburn y volvió a mirar a Stone.
—He leído el informe. El informe enmendado que redactó la agente Ashburn, aquí presente. Huelga decir que no se le apartará de esta investigación. Ahora me gustaría oír el informe de ambos.
—Tardaremos un buen rato —advirtió Stone.
—Este asunto es mi mayor prioridad. —Se acomodó en el asiento.
Acabaron de hablar al cabo de tres horas. Ashburn y el ADIC no habían parado de tomar notas en los portátiles e incluso el director había anotado algunos aspectos clave.
—Cielo santo —exclamó Ashburn—. ¿Te atacaron en tu casa? ¿Por qué no lo denunciaste?
—No me pareció buena idea hacerlo, porque no sé quién ordenó el ataque.
El director hizo una mueca.
—Puedes confiar en el FBI, Stone.
Stone miró a Chapman con expresión incómoda. Ella le dedicó un leve asentimiento de cabeza.
Stone se volvió hacia el director.
—Hay algo más, señor.
Los agentes le prestaron atención.
—¿De qué se trata? —preguntó el director.
—El amigo al que atacaron en Pensilvania consiguió recuperar una prueba de la escena del crimen.
—¿Aparte de las que encontraron nuestros hombres?
—Sí. Una metralleta de fabricación rusa. —Los tres agentes se recostaron como si les hubiera dado una descarga eléctrica—. Los trabajadores hispanos con los que hablaron en el bar antes de que les atacaran vieron a dos hombres descolgando el aro de la canasta en el vivero. Según ellos, hablaban un idioma extraño, tal vez ruso.
El director miró a sus dos colegas, dejó el boli y se frotó el mentón. Como no dijo nada, Stone continuó:
—Mantuve una conversación con alguien a quien conoce muy bien.
—¿De quién se trata?
—Vive en una casa blanca.
—Vale. Continúe.
—Me dijo que los rusos eran los amos del narcotráfico en el hemisferio occidental, que se lo habían arrebatado a los mexicanos.
—Es cierto, es lo que han hecho. Carlos Montoya y los demás se han quedado, básicamente, sin negocio en su propio país.
—Pero ¿qué motivación podrían tener los cárteles rusos para detonar una bomba en Lafayette Park? —intervino Ashburn.
—El presidente me dijo que, por la cuenta que le trae a este país, el gobierno ruso y los cárteles rusos eran lo mismo. ¿Está de acuerdo con esa valoración? —Stone miró expectante al director.
Vaciló, pero acabó dando su opinión.
—No estoy en desacuerdo. —Dio un golpecito en la mesa con el boli—. Entonces, ¿cuál podría ser su motivación para detonar esa bomba y luego hacer todo lo demás?
—Demostrar de lo que son capaces, quizá —dijo Stone.
—No me lo creo. ¿Y la banda terrorista yemení que se atribuyó la autoría?
—Fácil de manipular. Y no me creo que los rusos lo hicieran solo para demostrar de lo que son capaces.
—Entonces, ¿por qué?
—Hace varias décadas pasé bastante tiempo en Rusia. Una de las cosas que aprendí es que los rusos son muy sagaces. Nunca hacen nada sin un muy buen motivo. El hecho de que ya no sean una superpotencia no significa que no quieran volver a serlo. El presidente opina lo mismo.
—O sea que es un complot de los rusos para volver a disfrutar de prominencia a escala global —dijo el director.
—Está claro que no podemos descartar esa posibilidad. —Stone se cruzó de brazos y añadió—: ¿Por qué tengo la impresión de que nada de esto le sorprende?
El director ni se inmutó ante aquel comentario tan franco. Tomó otro trozo de papel.
—Hemos recibido los resultados de algunas pruebas forenses. La sustancia que la agente Chapman encontró en el suelo del edificio de oficinas del Gobierno coincide con cierta arma.
—Es el aceite lubricante de la ametralladora TEC-9, ¿verdad? —dijo Chapman.
—Sí.
—O sea que dispararon desde allí.
—Eso parece.
Transcurrieron varios segundos.
—¿Algo más? —preguntó Stone.
El director había apartado la mirada y daba la impresión de haber olvidado la presencia de otras personas en la sala.
—John Kravitz.
—¿Qué pasa con él?
—También pasó una temporada en Rusia.
—¿Cuándo?
—Cuando estudiaba en la universidad. Ya figuraba en una de nuestras listas de vigilancia. Creemos que fue allí para entablar contacto con un grupo especializado en campañas de desinformación masivas por Internet.
—Pero ¿era algo violento? —preguntó Chapman.
—No, pero los no violentos pueden dejar de serlo rápidamente. Hay ejemplos de sobra.
—El edificio del gobierno de Estados Unidos —añadió Stone—. Alguien tuvo acceso al mismo y no creo que fuera John Kravitz.
El director asintió con aire pensativo.
—¿Y es verdad que el agente especial Gross os dijo que temía que los suyos le espiaban?
—Sí, señor —replicó Chapman asintiendo.