—Eso mismo. Aunque, conociendo a Oliver, probablemente se culpe por lo que pasó.
—Si persigues a terroristas puedes acabar mal parado —bramó Reuben—. Y fueron ellos quienes le pidieron que volviera al redil, no al revés.
—Eso es lo que resulta exasperante, Alex —convino Annabelle—. No tenía por qué hacer nada de todo esto. Encima ahora pone su vida en peligro y le echan la culpa de que hayan matado a otro.
Alex abrió las manos.
—Annabelle, no seas ilusa. Esto es Washington. La justicia no tiene nada que ver.
Se apartó la larga melena de la cara.
—Vaya, me alivia saberlo.
—Pero ¿ahora qué va a pasar? —intervino Caleb.
—Están llevando a cabo una investigación. Dos, en realidad. La búsqueda de los terroristas continúa, obviamente. Pero ahora habrá una segunda investigación sobre la muerte del agente Gross y los demás para determinar si hay indicio de negligencia o acción incorrecta.
—Con respecto a Oliver, quieres decir —puntualizó Annabelle.
—Sí.
—¿Qué podría pasarle en el peor de los casos? —preguntó Caleb.
—¿En el peor de los casos? Podría acabar en prisión, pero es poco probable. Podrían apartarlo del caso. Eso es mucho más probable. Incluso a pesar de las amistades que tiene en las altas esferas, nadie es capaz de soportar tanta presión durante tanto tiempo. Sobre todo si los medios de comunicación empiezan a hablar del caso.
—Esto es una pesadilla —dijo Caleb—. Si los periodistas entran en liza, entonces empezarán a investigar a Oliver y su pasado.
—Oliver no tiene pasado, por lo menos oficialmente —observó Reuben con un retumbo profundo.
—Exacto —convino Caleb—. A eso iba. Serán implacables para intentar descubrir quién es exactamente.
—Al gobierno no le interesa —dijo Alex.
Reuben asintió con complicidad.
—Sabe demasiado, joder. Un montón de información que resultaría bochornosa si saliera a la luz.
—¿Te refieres a lo de la Triple Seis?
—Exacto.
—¿No … no estarás pensando que el gobierno … quizás intente silenciarlo? —dijo ella con voz entrecortada.
Caleb adoptó una expresión de incredulidad.
—Esto no es la Unión Soviética, Annabelle. No asesinamos a los nuestros.
Annabelle lanzó una mirada a Alex, que rápidamente miró hacia otro sitio.
—De acuerdo —dijo ella—. Oliver nos ha ayudado a todos de un modo u otro, lo cual hace que me pregunte si realmente es necesario ayudarle o no.
—Esa no es la cuestión —dijo Alex—. La cuestión es: ¿empeoraremos su situación si le ayudamos?
—Imposible —respondió ella—. Ahora mismo todo el mundo está contra él. Nos necesita. Somos lo único que le queda.
—Dejó muy clara su postura al respecto —dijo Alex—. No quiere nuestra ayuda.
—Porque no quiere que corramos peligro —espetó ella—, pero para mí eso no es motivo suficiente. —Se levantó—. Así pues, voy a ayudarle, lo quiera o no.
James McElroy estaba sentado al lado de Stone en el banco mientras el equipo de seguridad del británico pululaba por los alrededores. Apoyó el bastón en el borde del reposabrazos metálico.
—Chapman me ha informado de los detalles —dijo McElroy.
—Ya.
—Me ha dicho que le salvaste la vida. —Stone no respondió—. De todos modos, no es un día especialmente bueno para ninguno de nosotros.
—Y que lo digas.
—¿Y te sientes culpable?
Stone lo miró.
—¿Por qué no?
McElroy se lo repensó.
—Supongo que me habría decepcionado que contestases otra cosa. Me he acostumbrado a señalar con el dedo con los años, aceptándolo porque ahora el mundo funciona así. Pero sé que para ti no funciona así ni ahora ni nunca. Ni tampoco para mí.
—Entonces, ¿me van a apartar del caso?
—¿Es lo que deseas?
—No me gustan las asignaturas pendientes.
—Ojalá pudiera darte una respuesta definitiva, pero no puedo.
—¿Que el presidente vacile sobre mí? No sería la primera vez.
—Es un político. Nunca es fácil. Es el principal motivo por el que nunca me he lanzado al ruedo. En ese sentido, la vida de un espía es mucho más sencilla.
—¿O sea que hasta que no se me indique lo contrario tengo libertad para proseguir con la investigación?
—La respuesta sería que sí.
—Es todo lo que necesito saber.
—Tengo entendido que Riley Weaver te fue a ver.
—Sí.
—Creo que está asustado. Ve que se acerca algo gordo por el horizonte.
—¿Y cree que lo que sucedió aquí forma parte de ello? ¿Que no fue más que un primer paso?
—Creo que eso es lo que piensa, sí.
—¿Y tú?
—Dado que el atentado del parque no tiene sentido es probable que forme parte de algo más.
—¿Algo peor que explotar una bomba y disparar con metralleta delante de la humilde morada de vuestro presidente? Cielo santo, tenemos un problema realmente grave.
Lo dijo con sorna, pero, a juzgar por su expresión preocupada, resultaba evidente que también le parecía una idea desasosegante.
—¿Se te ocurre qué podría ser ese «algo más»?
Stone se volvió hacia él.
—Fuat Turkekul.
—¿Qué pasa con él?
—No creo en las coincidencias.
—¿Te refieres al hecho de que estuviera en el parque en el momento del atentado?
—Creo que alguien de tu cadena trófica sabe algo al respecto.
—¿Y entonces por qué no lo mataron?
—Eso facilitaría la respuesta. Esto no tiene nada de fácil. —Lanzó una mirada al equipo de seguridad—. ¿Te apetece dar un paseíto?
—Si me echas una mano, sí. Mis rodillas ya no son lo que eran y me temo que nunca fueron gran cosa.
Los dos viejos aliados caminaron por el sendero de ladrillo. Stone sujetaba a McElroy con brazo firme bajo el codo mientras el jefe de espías avanzaba lentamente ayudándose con el bastón.
—¿Teorías? —preguntó McElroy.
—Están enterados de todo antes que nosotros. Y lo que resulta más preocupante es que da la impresión de que saben lo que vamos a hacer casi antes que nosotros.
—¿O sea que solo puede ser un traidor?
Stone asintió.
—¿Se te ocurre quién podría ser?
—Le he dado la vuelta a este tema desde todos los ángulos posibles y no encuentro a ningún sospechoso viable. Es algo sumamente exasperante.
—¿O sea que también sospechabas algo así?
—Yo siempre sospecho algo así. Y suele resultar cierto. Estoy de acuerdo contigo en que el otro bando parece ir siempre por delante de nosotros. Pero no sé cómo se lo montan.
—Podríamos tender una trampa. Canalizar información a través de una única fuente y ver si acaba en las manos equivocadas.
—No creo que quienquiera que sea muerda el anzuelo.
—¿No crees que valga la pena probarlo?
—Les daremos a entender que sospechamos.
—Si son tan buenos como creo que son ya saben que sospechamos.
—Me temo que voy a tener que sentarme, Oliver.
Stone ayudó a su amigo a llegar a otro banco y entonces se sentó a su lado.
—Dime una cosa —dijo Stone—. ¿Lo que ocurrió en el parque hizo que Turkekul cambiara de planes de algún modo? ¿Se llegó a alterar la misión?
McElroy no respondió de inmediato.
—Se habría alterado completamente si hubieran matado a Turkekul —señaló—. Alterado hasta el punto de anularlo. Podría pensarse que ese era el objetivo del atentado.
—Puesto que Turkekul no murió tenemos que pensar en otros motivos.
—No se me ocurre ninguno.
—Por el momento, tendremos que seguir intentándolo.
—No te resultará fácil. El FBI quiere machacarte. El director ya se ha reunido con tu presidente. También he gozado del placer de la compañía de tu líder, y he hecho todo lo posible para disuadirle de ceder a las presiones para apartarte del caso.
—Continuaré hasta que me obliguen a dejarlo.
—Esto resume en gran medida nuestras respectivas vidas profesionales, Oliver.
—Sí, cierto.
—Que tengas suerte.
—La necesitaré.
—También necesitarás esto.
McElroy se sacó un lápiz de memoria del bolsillo y se lo tendió a Stone.
—¿Qué es?
—El informe preliminar del FBI sobre el ataque en el vivero. —Mientras Stone miraba dubitativo el lápiz USB, McElroy añadió—: Por cierto, hace un rato he hecho que llevaran un ordenador a tu casa. —Hizo una pausa—. Sabes utilizar un ordenador, ¿no?
—Más o menos. Gracias.
—De nada.
McElroy se levantó con sus piernas rígidas y se marchó lentamente.
Stone se recostó en el asiento, se restregó los ojos y bostezó. Se sirvió la última taza de café y contempló el minúsculo interior de su casa antes de que su mirada volviera a posarse en su nuevo y reluciente ordenador portátil. Parecía tan fuera de lugar en aquel entorno deslustrado como lo habría sido un picasso colgado de la pared.
Lo que contenía el lápiz de memoria que McElroy le había dado era mucho más interesante que el ordenador en sí. El FBI, sin duda motivado por el asesinato de uno de los suyos, había llevado a cabo una investigación exhaustiva del vivero de árboles y el tráiler. Lo que habían encontrado resultaba incriminador, por no decir totalmente sorprendente.
Stone fue marcando los puntos en su interior.
Un agente con vista de lince se había fijado en que una parte estrecha de los bloques de cemento sobre los que se asentaba el tráiler de Kravitz era de un color ligeramente más claro. Habían retirado aquella pila y entrado en el espacio subterráneo abierto, donde habían encontrado material para fabricar explosivos junto con dos pelotas de baloncesto, ambas cortadas por la mitad.
Al repasar la historia personal de John Kravitz habían descubierto que sí se había licenciado en la universidad tal como había informado su jefe Lloyd Wilder. Pero lo que Wilder no les había dicho, porque probablemente no lo supiera, era que a Kravitz lo habían detenido dos veces durante concentraciones de protesta contra el Gobierno por temas que iban desde el antibelicismo hasta la investigación con células madre. En su teléfono móvil también encontraron nombres y direcciones de ciertas personas incluidas en listas de ciudadanos vigilados por el Gobierno.
Los vecinos informaron de que Kravitz se había comportado de un modo sospechoso durante las últimas semanas, aunque Stone lo atribuyó al típico sesgo de los testigos, puesto que ninguno de ellos había sido capaz de dar ningún ejemplo concreto aparte del hecho de que la policía y el FBI habían llamado a su puerta.
A juzgar por los registros del vivero y las declaraciones de sus trabajadores, Kravitz tuvo acceso total al arce antes de que lo cargaran en el camión y lo enviaran a Washington D.C. Incluso fuera de las horas de trabajo, porque tenía la llave del almacén especial donde preparaban el árbol para el envío. Según el informe, introducir una bomba en el cepellón de un árbol de tal envergadura, aun alojándola en el interior de una pelota de baloncesto, no habría resultado difícil para una mano experta como la de Kravitz. Habría podido cubrir cualquier desperfecto en el punto de abertura y luego disimularlo todavía más con la arpillera.
Kravitz había recibido un disparo que le había atravesado el corazón, provocándole una muerte instantánea. A Stone no le quedaba más remedio que admirar la habilidad del francotirador, puesto que había tenido que efectuar el disparo mientras Stone y Chapman le disparaban. La secretaria del vivero había sucumbido a una bala de calibre 45 procedente de una pistola Lloyd Wilder, de un disparo de escopeta en la cara, y, por último, Tom Gross se había llevado dos balas del 45 en el pecho. Había disparado su arma una vez y le había dado a la pared.
El hecho de que se hubieran utilizado dos armas distintas implicaba que había habido por lo menos dos atacantes. La escopeta resultaba problemática. A bocajarro era indefectiblemente mortífera, pero muy ruidosa. La pistola podía utilizarse con silenciador. De todos modos, según el informe, nadie había oído nada. Aquello no resultaba tan improbable como parecía. Cuando Stone había ido hasta allí con Gross y Chapman, se había fijado en que el vivero se encontraba muy apartado de la carretera. Así que era probable que los coches que pasaran no oyeran los disparos. Y el resto de los trabajadores estaban lejos, en los campos. El edificio de oficinas era alargado y bajo. Habría obstaculizado la vista del vehículo de quienquiera que se hallara trabajando en el campo o en otros edificios. Y los viveros de árboles eran lugares ruidosos a causa de la maquinaria que estaba en marcha la mayor parte del tiempo. De todos modos, habían interrogado a todo el mundo y nadie había visto ni oído nada. Solo había tres personas en la oficina y estaban todas muertas.
Stone se recostó en el asiento y se tomó el café mientras empezaba a amanecer.
O sea que Kravitz formaba parte del complot y lo habían matado en cuanto había aparecido la policía. Claro y conciso, tenía sentido. Las pruebas estaban ahí. Firmadas, selladas y entregadas. Comprobado. Pero ¿por qué atacar primero el vivero? ¿Acaso Lloyd Wilder estaba implicado en la conspiración? No había pruebas que lo demostraran. Stone le había visto la cara cuando le habían informado del motivo de su visita. Stone había visto a muchos mentirosos. No le pareció que Wilder mintiera. ¿La secretaria? No guardaba ninguna relación. Ninguna prueba de haber hecho algo malo.
Stone oyó las pisadas en el exterior de la casa. Cerró el portátil rápidamente y la habitación quedó a oscuras. Al igual que hiciera con Riley Weaver, sacó la pistola del cajón del escritorio y se arrodilló en el hueco entre las patas con los ojos asomando apenas por encima. Estaba empezando a hartarse de las visitas inesperadas a horas intempestivas.
Vio una silueta femenina en la puerta. Lo intuyó por el pelo, el contorno de la cara y el torso.
¿La agente Chapman? Demasiado alta y el pelo demasiado largo.
—¿Oliver?
Apartó el dedo del gatillo y se levantó.
Al cabo de unos instantes se encontró de frente con Annabelle Conroy, que entró en su casa y se dejó caer en una silla junto a la chimenea, se cruzó de brazos y lo miró con el ceño fruncido.
—Annabelle, ¿qué estás haciendo aquí?
—Tenemos que hablar.
—¿Sobre qué?
—Sobre todo. Pero empecemos por el hecho de que estás metido en un lío y necesitas ayuda.