—¿Qué es eso? —murmuró somnoliento. —Ese sonido…
—¿Eso? —El maestre aguzó el oído—. Sólo es la lluvia.
No la vio hasta el día de su marcha.
—Esto es un disparate, Ser —se quejaba el septon Sefton, mientras Dunk caminaba pesadamente a través del patio, cojeando por el pie magullado ayudado de una muleta—. El maestre Cerrick dice que aún no estáis ni medio curado, y con esta lluvia… vais a coger un resfriado, si no os ahogáis otra vez. Al menos esperad que la lluvia amaine.
—Eso pueden ser años. —Dunk le estaba agradecido al gordo septon, quien le había visitado todos los días… para rezar por él, en teoría, aunque la mayor parte del tiempo parecía haber sido ocupada con historias y chismorreos. Echaría de menos su lengua suelta y viva y su alegre compañía, pero eso no cambiaba nada—. Necesito irme.
La lluvia caía a su alrededor, miles de fríos látigos grises sobre su espalda. Su capa ya estaba empapada. Era la capa blanca de seda que Ser Eustace le había dado, con el borde jaquelado de verde y oro. El anciano caballero se la había prendido una vez más, como regalo de despedida.
—Por vuestro coraje y leal servido, Ser —dijo. El broche que prendía la capa junto a su hombro también era un regalo: una araña de marfil con patas de plata. Sobre su lomo, varios granates engarzados.
—Espero que esta no sea alguna estúpida caza y captura para atrapar a Bennis —dijo el septon Sefton—. Estáis tan magullado y herido que temería por vos, si ese tipo os encuentra en semejante estado.
Bennis, pensó Dunk con amargura, el cabrón de Bennis. Mientras Dunk había estado en su puesto en el río, Bennis había atado a Sam Encorvado y a su esposa, saqueado Tiesa de arriba a abajo, y huido con todo objeto de valor que pudo encontrar, desde candelabros, ropas y armas hasta la antigua copa de plata de los Osgrey y un pequeño cofre con monedas que el anciano había escondido en sus aposentos detrás de un tapiz mohoso. Dunk esperaba volver a encontrarse algún día con Ser Bennis del Escudo Pardo, y cuando lo hiciera…
—Bennis puede esperar.
—¿Adónde iréis? —El septon jadeaba con pesadez. Incluso con Dunk en muletas, era demasiado obeso para igualar su paso.
—Isla Bella. Harrenhal. El Tridente. En todas partes hay sitio para un caballero errante. —Se encogió de hombros—. Siempre he querido ver el Muro.
—¿El Muro? —El septon se quedo helado en el sitio—. ¡Estáis loco de atar, Ser Duncan! —gritó, de pie en el barro con las manos extendidas, mientras la lluvia caía sobre ellos—. ¡Rezaré, Ser, para que la Vieja ilumine vuestro camino! Dunk siguió caminando.
Ella le estaba esperando en los establos, de pie junto a las amarillentas balas de paja, con un vestido verde como el verano.
—Ser Duncan —dijo cuando él empujó la puerta. Su roja trenza colgaba hacia delante, y el extremo le llegaba a los muslos—. Qué bueno veros en pie.
Nunca me habéis visto acostado, pensó.
—Mi señora. ¿Qué os trae a los establos? Hay demasiada humedad para cabalgar.
—Yo podría deciros lo mismo.
—¿Os lo dijo Egg? —Le debo otro bofetón en la oreja.
—Agradeced que lo hiciera, o hubiera enviado hombres detrás de vos para haceros volver. Sería muy cruel por vuestra parte intentar escabullirse sin ni siquiera un adiós.
No había ido a verle mientras estaba al cuidado del maestre Cerrick, ni una vez.
—Ese verde os sienta bien, mi señora —dijo—. Hace juego con el color de vuestros ojos. —Cambió de peso sobre la muleta con torpeza—. He venido por mi caballo.
—No tenéis por qué iros. Aquí hay sitio para vos, cuando os recuperéis. Capitán de mi guardia. Y Egg puede unirse a mis otros escuderos. Nadie tiene por qué saber nunca quién es.
—Gracias, mi señora, pero no. —Trueno estaba una docena de estabulaciones más allá. Dunk cojeó hacia él.
—Por favor, reconsideradlo, Ser. Son tiempos peligrosos, incluso para los dragones y sus amigos. Quedaos hasta que os recuperéis. —Caminaba a su lado—. También complaceríais a Ser Eustace. Os tiene un gran cariño.
—Un gran cariño —afirmó Dunk—. Si su hija no estuviera muerta, querría que me casara con ella. Y entonces, vos podríais ser mi señora madre. Nunca he tenido madre, y mucho menos una señora madre.
Durante medio latido de corazón, pareció que lady Rohanne iba a abofetearlo de nuevo.
Quizá me despida de una patada.
—Estáis enojado conmigo, Ser —dijo, en su lugar—. Debéis permitir que os lo compense.
—Bien —dijo—, podríais ayudarme a ensillar a Trueno.
—Tenía otra cosa en mente. —Estiró la mano para coger la de Dunk, una mano pecosa, de dedos firmes y delgados. Apuesto a que tiene pecas por todo el cuerpo—. ¿Cuánto sabéis de caballos?
—Cabalgo en uno.
—Un viejo caballo criado para la guerra, de patas lentas y mal temperamento. No es un caballo para moverse de lugar en lugar.
—Cuando tengo que moverme de lugar en lugar, es él o estos. —Dunk apuntó a sus pies.
—Tenéis los pies grandes —observó ella—. También manos grandes. Seguro que sois grande por todas partes. Demasiado para la mayoría de los palafrenes. Parecerían ponis con vos montado en sus lomos. Sin embargo, una montura veloz os servirá bien. Un gran corcel, con algo de sangre dorniana para mejorar su resistencia. —Apuntó a la estabulación enfrente de la de Trueno—. Una montura como esa.
Se trataba de una yegua baya de ojos vivos y largas crines salvajes. Lady Rohanne se sacó una zanahoria de la manga y acarició su cabeza mientras se la daba.
—La zanahoria, no los dedos —le dijo a la yegua, antes de volverse hacia Dunk—. Su nombre es Llama, pero podéis bautizarla como os plazca. Llamadla Compensación, si lo deseáis.
Por un momento, Dunk se quedó sin habla. Se apoyó sobre la muleta y miró a la yegua baya con nuevos ojos. Era magnífica. Una montura mejor que cualquiera que hubiera tenido el anciano. Solo había que mirar aquellas patas largas y limpias para saber lo rápida que sería.
—La he criado para ser bella, y rápida.
El se volvió hacia Trueno.
—No puedo aceptarla.
—¿Por qué no?
—Es una montura demasiado buena para mí. No hay más que mirarla.
El rubor subió al rostro de Lady Rohanne. Se agarró la trenza, retorciéndola entre los dedos.
—Tenía que casarme, lo sabéis. La voluntad de mi padre… Oh, no seáis tonto.
—¿Qué más puedo ser? Tengo la mollera tan dura como la muralla de un castillo, y también soy un bastardo.
—Llevaos el caballo. Me niego a dejaros ir sin algo que os recuerde a mí.
—Os recordaré, mi señora. Por eso no temáis.
—¡Lleváosla!
Dunk le agarró la trenza y tiró de su rostro hacia el suyo. Fue complicado con la muleta y la diferencia de altura. Casi se cayó antes de que sus labios tocaran los de ella. La besó con fuerza. Una de las manos de ella le rodeó el cuello, y otra se apoyó en su pecho. El aprendía más acerca de los besos en un momento de lo que nunca había aprendido mirando. Pero cuando al fin se separaron, él desenvainó su daga.
—Ya sé lo que quiero para recordaros, mi señora.
Egg estaba esperándole en la valla, montado en un precioso palafrén alazán mientras sujetaba las bridas de Maestra. Cuando Dunk se acercó trotando sobre Trueno, el chico pareció sorprendido.
—Ella dijo que quería regalaros un caballo nuevo, Ser.
—Ni siquiera las damas de alta cuna consiguen siempre lo que quieren —dijo Dunk, mientras atravesaban el puente del castillo—. No era el caballo que quería. —El foso estaba tan lleno que amenazaba con desbordarse—. En su lugar, me llevé otra cosa para recordarla. Un mechón de ese cabello pelirrojo.
Buscó bajo su capa, sacó la trenza, y sonrió.
En la jaula de hierro del cruce de caminos, los cadáveres seguían abrazados. Parecían solitarios, melancólicos. Hasta las moscas los habían abandonado, también los cuervos. Solo quedaban algunos restos de piel y cabello sobre los huesos de los hombres muertos.
Dunk se detuvo y frunció el ceño. Le dolía el tobillo de cabalgar, pero no le importaba. El dolor era parte esencial de la caballería, al igual que las espadas y los escudos.
—¿Hacia dónde está el sur? —le pregunto a Egg. Era difícil saberlo, ya que el mundo estaba cubierto de lluvia y barro, y el cielo era gris como una pared de granito.
—Ese es el sur, Ser —apuntó Egg—. Y ese, el norte.
—Refugio Estival está al sur. Tu padre.
—El Muro está al norte.
Dunk le miró.
—Es un largo viaje.
—Tengo un caballo nuevo, Ser.
—Así es. —Dunk tuvo que sonreír—. ¿Y para qué quieres ver el Muro?
—Bueno —dijo Egg—, he oído que es alto.
FIN
GEORGE R. R. MARTIN, nació en 1948 en Bayonne (Nueva Jersey), y en la actualidad reside en Santa Fe (Nuevo México). Hijo de un estibador de familia humilde, su anhelo por conocer los destinos exóticos de los navíos que veía zarpar de Nueva York fue uno de los motivos que lo impulsaron a escribir fantasía y ciencia ficción.
Licenciado en Periodismo en 1970, en 1977 publicó su primera novela,
Muerte de la luz
, obra cumbre de la ciencia ficción mundial, aclamada por crítica y público. Desde 1979 se dedica completamente a la escritura, y de su pluma han surgido títulos como
Una canción para Lya
o
El Sueño del Fevre
, donde su prosa sugerente y poética aborda temas tan poco usuales en el género como la amistad, la lealtad, el amor o la traición, desde una perspectiva despojada de manierismos, pero cargada de sensibilidad. Como antologista cabe destacar su trabajo a cargo de
Wild Cards
, antología de mundos compartidos con temática de superhéroes de gran prestigio.
A partir 1986 colabora escribiendo guiones y como asistente para series de televisión como
The Twilight Zone
o
Beauty and the Beast
, así como en la producción de diversas series y telefilmes. En 1996 inicia la publicación de serie la de fantasía épica
Canción de hielo y fuego
, récord de ventas en Estados Unidos y auténtico revulsivo del género fantástico.