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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (28 page)

BOOK: La esclava de azul
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—No soy un extraño —protesté—. Yo... —la mujer no chasqueó una lengua bífida, pero tras topar con su mirada apenas si me habría sorprendido.

—Desde hoy todo el mundo es extraño para ella. Una bailarina de Zohak no tiene pasado.

Crucé la vista con Baiasca y ésta movió la frente en señal de asentimiento, como si indicase que también ella prefería dar la entrevista por terminada antes de que apareciese el sirio. Conteniendo un gesto de desaliento me armé de valor, esbocé una sonrisa más bien forzada y guiñé un ojo a guisa de despedida. La cémpsica distendió las comisuras de los labios e inclinó levemente la cabeza. Entonces, con el enésimo encogimiento de hombros, di media vuelta y regresé al banquete. Los gatos que patrullaban por el patio, a la caza de las sobras de la lamprea, se apresuraron a apartarse de mi camino, como intuyendo la probabilidad de recibir un puntapié en sus ancas.

Conforme a la reputación en provincias de una fiesta romana, las escenas de sobremesa que me aguardaban en el comedor habrían debido dejar las Sodoma y Gomorra de los judíos a la altura de una merienda de vestales. Con cierta decepción constaté que ni las patricias bailaban sobre la mesa, desnudas y enguirnaldadas, ni los caballeros berreaban a cuatro patas por el césped del jardín. Todo se reducía a una hilera más bien tambaleante de invitados que desfilaban ante Cornelio Balbo agradeciendo su hospitalidad. En aquellos momentos abandonaba la sala —Marco Manlio, sostenido por las axilas por dos compañeros no mucho más serenos que él.

—Apartaos de mi camino u os cortaré las orejas—me amenazó en un sorpresivo plural—. Odio a los atenienses. Son la peor gentuza del mundo.

—Pericles no estaba mal del todo —opuso uno de sus porteadores, con la lengua tan estropajosa como la del patricio.

—Son unos embusteros, ladrones e hipócritas —insistió Marco—. Sila no debió dejar una piedra sobre otra —me hice a un lado, aplazando el coloquio sobre las cualidades de mis compatriotas.

—No le hagas caso —medió el último componente del trío—. Lo que pasa es que un ateniense le ha ganado veinte talentos, apostando por los blancos cuatro a uno, y está un poco furioso —el patricio se volvió.

—Si ves a ese poetastro dile que mañana le ajustaré las cuentas con los dados —me encargó—. No le va a quedar ni un pelo de la barba —detuve al que parecía más sobrio del grupo.

—¿Un poeta ateniense? —me interesé— ¿Con barba?

—Se llama Mopso —informó el hombre—. Se sentó al lado de Marco Manlio en el circo, le dejó alabar el tiro de los verdes y le convenció para apostar cuatro a uno contra los blancos. Bien, al menos hay que reconocer que los griegos tenéis espíritu deportista. Ha prometido que mañana acudirá a la villa de Marco para ofrecerle la revancha a los dados.

Pese a lo moderado de mis deliberaciones, no me sentía en condiciones de cavilar sobre las actividades de Mopso con la profundidad que su caso requería. De modo que aplacé su examen y ocupé mi lugar en la cola para despedirse del anfitrión. Publio Antonio se apresuró a acudir, algo más congestionado que de costumbre, ponderando las excelencias de las mujeres-serpiente y anunciando su intención de convertirse en domador de tales reptiles. Su talante me indujo a subirlo a mi biga, sentarlo tras el pescante pese a sus protestas y cubrirlo con una manta que los esclavos de Balbo aportaron a mi petición. Si empuñando las riendas sereno ya era un peligro público, en aquel estado eufórico habría supuesto la mayor amenaza para la Urbe desde los tiempos de Aníbal.

Roncó fragorosamente durante todo el trayecto, mientras mis caballos marcaban el paso sobre el empedrado de las solitarias avenidas romanas, especialmente lóbregas a la mortecina luz del amanecer. Al llegar a la plaza de Pomona deposité carro y amigo en las solícitas manos de sus criados y rodé la llave de mi casa. Fueran los vapores corintios, fuera el escozor interno qué me producía la brusca separación de Baiasca, todas mis aspiraciones inmediatas pasaban en aquellos momentos por una cama mullida, en la que olvidar el mundo y sus profundos problemas.

Entré en el dormitorio, tomé impulso y salté acrobáticamente sobre el colchón, dispuesto a quedar dormido aun antes de hacer contacto con su superficie. Sin duda lo habría conseguido de no mediar una visión rojiza, dibujada en la pared, cuyo examen me hizo brincar como una carpa al extremo de un anzuelo. En el muro, marcado con letras escarlatas, se leía en griego purísimo: «NEKROZESE», es decir, «morirás» y no pacífica ni dulcemente, conforme al exacto matiz del vocablo en mi idioma nativo.

Un rótulo de aquel tipo en la pared de mi dormitorio, cuatro o cinco días atrás, habría obrado en mí el efecto que la victoria de Maratón produjo en mi compatriota Filípides: correr doscientos cuarenta estadios seguidos. A aquellas alturas del ejercicio de mi profesión apenas si motivó más que una corta meditación, conjeturando que el peligro no provenía en aquella ocasión del bando de Tóculo —sus sicarios resultaban de inferior nivel cultural y método más directo—, y una repentina estima por el refugio subterráneo de mi tío Alcímenes.

De modo que empujé el doble fondo de la alacena, lo atranqué con la barrica de vino beocio, me acurruqué bajo la manta y traté de conciliar el sueño, en espera del decisivo día en que, conforme a las predicciones de Proelia, el reino de los muertos abriría sus puertas para mí.

Séptimo día

No habrían pasado más de cuatro o cinco pesadillas cuando unos golpes poderosos retumbaron en la puerta de la calle, desvaneciendo entre las neblinas del sueño al enésimo sicario ensangrentado que, con el cuchillo en la boca, saltaba alegremente la tapia de mi jardín. Asomé la cabeza por el doble fondo de la alacena, como una tortuga por su caparazón, y ante la insistencia del visitante abandoné mi escondrijo y me encaminé hacia el vestíbulo. Un sol radiante, que se filtraba por las abundantes rendijas de la edificación, proclamaba que por aquel día la hora de los asesinos nocturnos había terminado.

No puedo negar que mi primer sentimiento, al descubrir tras la puerta las salientes quijadas del centurión Araneo, fue de cierta simpatía. Al fin y al cabo era mi primer culpable desenmascarado y experimentaba por él el mismo afecto que un cazador novel por los cuernos de su primer ciervo abatido. Al recordar que estábamos solos y atisbar el cortante filo de su espada de reglamento, mi gesto benévolo se empezó a disipar.

Por el momento se limitó a saludar con el consabido puñetazo en su coraza y, sin más preámbulo, preguntó:

—¿Qué has descubierto? —responder que su propia traición habría sido un acto cortés, pero sin duda imprudente.

—¿Descubierto sobre qué? —indagué cautelosamente.

—Sobre la desaparición de Cleopatra. Seguimos sin tener noticias de ella.

—Pasa al consultorio —me apresuré a ofrecer—. Creo que necesito alguna información suplementaria.

Me instalé en mi asiento mientras el oficial, rehusando la invitación a imitarme, empezaba a dar vueltas por la habitación. Estaba muy pálido, con su abundante cabellera alborotada.

—¿Es posible —se sorprendió— que no te hayan dado el aviso? Le dije a tu criado que era muy importante —le miré fijamente, indagando si también él había tenido acceso al vino corintio de Cornelio Balbo.

—No tengo ningún criado —anuncié.

—A media noche he acudido a esta casa. Un criado me abrió la puerta, o mejor dicho se cruzó conmigo en el umbral, porque no llegué a llamar.

—¿Qué aspecto tenía?

—Traía preocupaciones mayores que fijarme en el aspecto de tu criado. Balbuceaba y no parecía muy listo, pero dijo ser tu sirviente y que no estabas en casa, de modo que le manifesté que necesitaba verte urgentemente. Entonces apareció tu hermano y el criado salió corriendo —empecé a dudar si realmente había despertado de mi sueño.

—Todos mis hermanos disfrutan de mejor suerte que yo en Atenas. ¿De qué me estás hablando?

—Me pareció bastante mayor que tú —admitió el centurión—. Pero desde luego estoy seguro de que era ateniense.

—Descríbemelo —urgí.

—Fuerte, alto, con una barba canosa muy bien recortada...

—¡Mopso! —exclamé, identificando al misterioso poeta. Araneo se encogió de hombros.

—Tú sabrás cómo se llama. ¿Vamos a estar mucho rato hablando de tu familia?

—¿De dónde salió?

—De la noche —contestó vagamente el oficial—. Apenas se me presentó el criado echó a correr como una liebre.

—¿Por qué?

—Tal vez fuese a que le curasen su herida —la conversación empezaba a resultarme delirante.

—¿Qué herida? —me desesperé.

—Por donde pasó quedaron unas manchas rojas. Creí que venía a hablarte de Cleopatra —se amoscó el centurión.

—¿Nadie le persiguió?

—Tu hermano pareció encontrarlo muy natural, de modo que le expliqué el motivo de mi visita y le encarecí que acudieses a la villa Juliana a primera hora de la mañana.

—Es un hombre de poca memoria —disculpé, más perplejo que nunca ante aquella imprevista reunión nocturna—. Será mejor que vuelvas a contar la historia. ¡Y siéntate de una vez! No podré concentrarme si sigues dando vueltas como una peonza.

—Disculpa —solicitó Araneo, acatando la orden—. Estoy un poco nervioso. El caso —comenzó— es que la reina ha desaparecido. Salió de paseo con su chambelán ayer por la tarde y no ha regresado todavía.

—¿Los dos solos?

—Además de los esclavos portaliteras les daba escolta un pelotón de mis pretorianos. Cleopatra les mandó dirigirse a las catacumbas de la vía Salaria para visitar el sepulcro de su hermano el rey Ptolomeo XIV.

—¿Y qué más?

—La reina y Oiqueneo entraron en las catacumbas, acompañados por el decurión y dos de sus hombres, mientras los demás aguardaban fuera. Se desviaron del corredor principal y avanzaron por un pasadizo muy estrecho, en busca de la tumba de Ptolomeo. De pronto alguien apagó las antorchas y, en medio de la oscuridad, varias manos cayeron sobre mis pretorianos, les redujeron y los abandonaron, liados como un paquete, en un nicho sin estrenar. Sus compañeros tardaron varias horas en localizarles. Por supuesto, no había ni rastro de Cleopatra ni del chambelán. Debieron de sacarles por la boca opuesta del cementerio.

—Es muy extraño —comenté.

—Es terrible —corrigió el oficial—. Y hay dos factores que aumentan el misterio. El primero, que Cleopatra odiaba a muerte a su hermano Ptolomeo. La guerra contra él fue mucho más encarnizada que la que sostuvo con Arsínoe. Es incomprensible que repentinamente deseara honrar su tumba.

—¿Y el otro?

—Que Ptolomeo XIV no está enterrado en las catacumbas de la vía Salaria, ni en ninguna otra parte. Se ahogó en el Nilo, en una batalla de la guerra alejandrina.

—No comprendo nada —admití.

—Había venido con la esperanza de que me aclarases la situación —se lamentó Araneo. Razoné que para tratarse de un traidor, vendido a los enemigos de Cleopatra, su zozobra parecía muy verídica.

—¿Y si todo es una artimaña de la reina para burlar a la escolta y reunirse por sorpresa con su amante en la Galia cisalpina? —aventuré—. Creo que una vez hizo lo mismo dentro de una alfombra.

—César no está en la Galia —negó el centurión—. Ha pasado la noche en su casa del Palatino, junto a su esposa Calpurnia.

—La propia Cleopatra me habló de ese viaje —alegué—. ¿Para qué me iba a engañar?

—Cuatrocientos mil romanos le vieron ayer en la tribuna del circo Máximo —afirmar que no entendía ni una palabra resultaría reiterativo; en realidad me hallaba más cercano que nunca a presentar mi dimisión.

—¿Qué dicen sus damas? —planteé—. Tal vez ellas conocieran los planes de la reina.

—Están arrestadas por tu causa, por permitirte conversar con su hermana. Eos comparte el calabozo con Arsínoe y Tueris da vueltas a la noria amordazada. Antes de salir de paseo Cleopatra ordenó su absoluta incomunicación y sus nuevos guardias impiden que nadie se acerque a las presas —pensé que, por desproporcionado que pareciera el castigo, esta circunstancia explicaba porqué Araneo, imposibilitado de verse con su cómplice, ignoraba todavía el descubrimiento de su traición—. Bien —urgió el oficial— ¿no tienes nada que decir?

—Las reinas secuestradas no son mi especialidad —admití, tras una intensa e infructuosa reflexión.

—Supongo que no tendré más remedio que denunciar la situación a César —suspiró mi interlocutor—. Yo soy el responsable de la seguridad de Cleopatra —pese a las pruebas acumuladas contra él no pude evitar cierta sensación de lástima.

—¿Tomará represalias? —me interesé.

—Debe de haber alguna vacante en las guarniciones del desierto mauritano —informó, agachando el barboquejo—, Y lo peor es que soy alérgico al pelo de camello.

Repitió su autopuñetazo ritual y, tras un sonoro taconazo, abandonó la casa y me dejó sumido en mis perplejidades. Mi primer impulso fue aplazar todo razonamiento hasta clarificar conceptos con Baiasca. Recordar que debía de estar iniciando su viaje ultramarino no me resultó en absoluto gratificante.

Y en aquel momento, silbando con expresión inocente una tonadilla de moda, compareció en el edificio la culpable del desaguisado, mi infiel ayudante Marcia.

—¿Aún estás aquí? —fingió sorprenderse al verme, inmune a mi ceñudo semblante—. Te creía en el reino de los muertos. En realidad venía a tomar posesión de tu plaza de exquiriente.

—La primera virtud del exquiriente es la discreción —le recordé—. Hasta que la adquieras aprovecharías mejor el tiempo jugando con muñecas —su expresión fue de absoluto desconcierto.

—¿Indiscreta yo? —se pasmó—. ¿Qué puedo haber dicho?

—¿Quién reveló al sirio el paradero de Baiasca?

—Pero el sirio era tu cliente. Creí que también él la buscaba para que le resolviera un enigma —la muy farsante adoptó un gesto angustiado—. Espero que no tendría otras intenciones, ¿verdad?

—En estos instantes la debe de estar embarcando hacia Antioquía.

—¡Qué lástima! Menos mal que si algo sobra en Roma, aparte de mosquitos en verano, son esclavas. Date una vuelta por el foro en día de subasta y encontrarás cien como Baiasca, con la salvedad de que no se darán tanta importancia.

—¡Ya basta! —le atajé, en un inesperado tono explosivo. Los dos quedamos igualmente sorprendidos—. Sólo con que hubieses aprendido a callarte como ella ya habrías hecho un progreso inmenso —Marcia dulcificó inmediatamente su expresión.

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