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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

La esclava de azul (31 page)

BOOK: La esclava de azul
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—¡Hay que ir al puerto enseguida! —exclamé. Alcímenes me contempló con sorpresa.

—¿Por qué tanta prisa? —se admiró—. Hace un día espléndido para pasear por la playa, pero primero hay que atender el deber profesional.

—Cuando la tenga delante diré lo que opino de Baiasca y de cómo me ha engañado todo este tiempo —anuncié—. Pero así y todo no podemos consentir que la conviertan en sacerdotisa de un dios bárbaro a quien se ofrecen sacrificios humanos —mi tío sonrió.

—En su momento rescataremos a Baiasca —prometió— y con ella a Proelia. Tal vez le hayan obligado a colaborar en un fraude, pero es una excelente pitonisa, que acierta siempre sus profecías, y si le extraen el cerebro mermarán considerablemente sus facultades.

—A mí me auguró que hoy vería abrirse la puerta del reino de los muertos —recordé. Mi consanguíneo soltó una carcajada.

—¿Y de dónde te crees que salgo yo? —planteó—. De momento vamos a dar una vuelta por la villa Juliana. Algo me dice que en estos momentos necesitan desesperadamente uno o dos exquirientes.

—Es más urgente salvar a Baiasca —manifesté—. Si dejamos que zarpe el barco podemos perder su rastro.

—Comprendo que los antecedentes no colaboran precisamente a este fin, pero por favor —rogó Alcímenes—, confía en tu tío. Y ahora salgamos de aquí. El brasero de Ishtar no sirve para leer hechos pasados y son precisamente éstos los que tú y yo debemos aclarar.

Los caballos piafaron alegremente al vernos regresar junto al carro, como si reclamasen con impaciencia nuevas emociones fuertes. Alcímenes dio un tirón de sus guedejas y se desprendió de barba y peluca, descubriendo un cabello negro, levemente canoso, y sus mejillas rasuradas. Los harapos mendicantes las siguieron por los aires.

—Estaba harto de andrajos —reveló, vestido con una impecable clámide, mientras los animales iniciaban el trote—. Creo que te Sebo una explicación.

—Yo diría que más de una —mi tío volvió a sonreír.

—Supongo que antes de repasar los enigmas pendientes desearás que te hable un poco de mi regreso del Averno. Al fin y al cabo entre nuestros compatriotas sólo Hércules, Orfeo y yo lo hemos conseguido —hice un gesto de elocuente asentimiento—. Estoy seguro de que con la experiencia que has acumulado te sobran condiciones para reconstruir la historia por ti mismo —pese a la desazón que me producía la superchería de que había sido víctima, me esforcé por no defraudar las expectativas de mi consanguíneo.

—Es evidente —empecé— que tu asesinato fue una farsa.

—Indispensable para mi rehabilitación.

—Silano te acababa de pagar diez talentos y querías ponerlos a salvo de las garras de Tóculo.

—¡Excelente! Sus fauces eran un pozo sin fondo en el que se habrían ahogado todas mis tentativas de recuperación. Necesitaba una temporada en el anonimato, en la cual reinvertir sabiamente mis ganancias.

—Un aliado tuyo, tal vez la propia Baiasca, llevó al banquete la daga con la serpiente escondida.

—No fue Baiasca. Su lealtad hacia mí está a prueba de casi todo, menos de llevar en brazos una serpiente aunque sea enfundada.

—Previamente habías manipulado a la víbora para arrancarle la bolsa de veneno.

—Hubiera sido un ardid muy hábil. Pero me pareció menos peligroso introducir en la vaina una inofensiva culebra de agua. Con la cabeza aplastada por una copa todos los ofidios tienen un aire de familia. Yo mismo me hice las marcas en la mano con una aguja, mientras el criado se aproximaba con la daga.

—Luego fingiste perder la conciencia.

—Habría sido arriesgado ante tantos testigos. Por eso poco antes del incidente tomé una dosis de somnífero, suficiente para dormir un búfalo.

—El médico que te visitó en casa era también tu cómplice. Y lo que hizo mientras estabais solos con Baiasca fue reanimarte.

—Conviene tener amigos en todas partes. También el sacerdote de Venus Libitina, que se apresuró a acudir para organizar las honras fúnebres, es uno de mis clientes más devotos. Y en la emoción del momento nadie reparó en que había entrado con un ayudante y salía con dos.

—¿Y el muerto?

—No es una mercancía rara en Roma. El propio sacerdote me procuró uno de mi talla y peso, entre las varias docenas de que se hace cargo al día. Con una buena peluca, cera y una espátula y un poco de habilidad manual fue cosa de unos minutos darle el parecido suficiente, en especial si consideramos, como todo el mundo sabe, que el veneno de serpiente deforma espantosamente el rostro de la víctima. Lo más difícil fue convencer a Baiasca de que esperase mi regreso con un cadáver bajo la cama.

—Y tú asististe a tu funeral en primera fila.

—Resultó conmovedor. No creo que ningún fallecido debiera perdérselo.

—La dedicatoria del supuesto criminal me debía haber abierto los ojos. El único asesino capaz de igualar la astucia de Alcímenes sólo podía ser el propio Alcímenes —mi tío lució su expresión más radiante.

—Me parece una hipótesis muy inteligente —aprobó—. Aunque la modestia me impida admitirla como válida.

—Y en medio del espectáculo sacaste tiempo para hacerme llamar.

—Creía que esta situación se prolongaría varios meses y un negocio como el mío no puede permanecer cerrado tanto tiempo. Por otra parte, un consultorio de exquiriente es el mejor observatorio sobre las oportunidades de inversión especulativa en una ciudad —estas palabras, un tanto herméticas, me tocaron un punto sensible.

—Baiasca te servía de espía y te informaba de todas mis actividades —indiqué.

—Espía es un vocablo demasiado fuerte. Digamos que actuaba en nuestro interés común. Tuve que prometerle la libertad a cambio y lo sentiré, porque es la mejor ayudante que he tenido, pero ya sabes lo que se dice de la palabra de un griego.

—Y a través de ella eras tú quien me sugería los pasos lógicos en cada enigma.

—Eran meras orientaciones nacidas de la experiencia. Pero todo el mérito de la investigación es tuyo.

Las revelaciones de mi tío despertaban en mí dos sensaciones contrapuestas. Por un lado, el alivio propio de quien descarga en hombros sólidos la responsabilidad de sus enigmas pendientes; por otra, la dolorosa conciencia del papel tan poco airoso que había desempeñado en la representación.

—Tienes más de quince sobrinos en Grecia —planteé—. ¿Por qué me elegiste a mí?

—Casi todos hubieran acudido al señuelo de la herencia —explicó—. Pero tú eres el único que se habría quedado, una vez descubierta la triste situación de mi patrimonio.

—¿Cómo lo sabías? —mi tío duplicó la longitud de su sonrisa.

—Confiaba en Baiasca. No se lo tengas en cuenta, pobrecilla. También ella se arriesgó quedando en tus manos. Si mis cálculos hubiesen fallado habría acabado vendida a un traficante de esclavas.

—Todavía no me has explicado un tema —recordé—. ¿Cómo te has rehecho tan rápidamente de tus deudas? Me has dicho que preveías un período de varios meses.

—Nos estamos acercando a la villa Juliana —observó Alcímenes, en vez de contestar, con un repentino y purísimo acento ateniense—. Es posible que, dadas las circunstancias, los pretorianos estén un poco nerviosos pero por fortuna el exquiriente de César y su hermano mayor están más allá de toda sospecha —y ante mi mirada atónita extrajo de su faltriquera una barba morena y recortada, la adhirió sobre su maxilar inferior y peinó cuidadosamente sus cabellos hacia atrás.

—¡Mopso! —exhalé. Aunque mi tío trataba de sonreír discretamente, era obvio que lo estaba pasando en grande.

—Gracias a tu incansable actividad tuve noticia de la afición de Marco Manlio al hipódromo y de su admiración por el tiro de los verdes —aclaró—. Bastó conseguir un asiento cercano en los Ludi Magni, dejarle explayarse a gusto y obtener una ventajosa apuesta de cuatro contra uno. Esos patricios nunca llegarán a entender de caballos.

—Y ahora vienes de jugar la revancha a los dados y de ganarle otros ochenta talentos.

—En el juego, como en la vida, todo es cuestión de coger la buena racha —manifestó Alcímenes.

Descendíamos la ladera del Janículo, entre las suntuosas verjas de las fincas de recreo. Nuestro carro dobló la última curva a menos de cien pasos de la villa Juliana. Por la avenida discurría en aquellos momentos una doble hilera de pretorianos, con las lanzas aprestadas. El centurión Araneo caracoleaba sobre su caballo al frente de la columna. Por el centro de la calzada avanzaban, atrailladas por el cuello y con las manos atadas a la espalda, las seis mujeres-serpiente, Proelia y Baiasca. El sirio, con las muñecas unidas por una soga a la silla del centurión, lanzaba miradas asesinas en todas las direcciones, como si planificase una extracción masiva de cerebros en honor del dios Zohak.

La cémpsica caminaba pensativa, destacando su túnica azul entre los ropajes verdosos de sus compañeras de cautiverio. Levantó la vista hacia nosotros, en el momento en que adelantábamos a la cuerda de prisioneras, y al cruzarla con el guiño que le dedicó Alcímenes iluminó repentinamente su semblante. Una vez más susurré a mi tío:

—Ahora sí que no entiendo nada —antes de que pudiera responderme ya Araneo enfilaba su caballo hacia nosotros.

—Tu aviso llegó justo a tiempo —me felicitó—. Arrestamos a estos miserables cuando intentaban dirigirse al puerto. Cleopatra no iba con ellos, pero estoy seguro de que no tardarás en hacerles confesar su paradero.

—¿Qué aviso? —pregunté, ante el desconcierto del oficial.

—Un viejo siciliano vino a decirnos de tu parte que varios testigos habían presenciado en las catacumbas cómo la reina era secuestrada por unas mujeres vestidas de serpiente. ¿No fuiste tú quien le envió?

—¿Quién iba a ser? —medió mi tío—. ¿Habéis comunicado la noticia a César?

—Llegará de un momento a otro.

—¡Excelente! —volvió a congratularse Alcímenes—. Mientras le esperamos mi hermano agradecerá una estancia cómoda y retirada y un pequeño refrigerio. Entretanto podemos ir adelantando los interrogatorios.

Rebasamos la verja de entrada y avanzamos hacia la fachada principal. Mientras los pretorianos alineaban a los reos sobre el césped y les trababan los tobillos, su centurión nos acompañó hasta una pérgola a la sombra de los álamos. Su emparrado guarecía una mesita de mármol y dos tumbonas, en una de las cuales se instaló mi tío.

—Empezaremos por la esclava de azul —decidió. Araneo hizo un gesto de asentimiento.

—Enseguida os traerán un refresco —aseguró. A sus espaldas se divisaba la fuente del tritón y a Tueris que, amordazada y algo rebajada de grasas, continuaba empujando su travesaño bajo la amenaza del látigo.

Regresé junto al grupo de cautivos. Baiasca, sentada en la hierba, mecía distraídamente con el pie una matita de tréboles. Le dirigí la mirada más feroz que pude pergeñar, mientras me inclinaba sobre ella, le liberaba los tobillos y le ayudaba a incorporarse.

—Desátame las manos —solicitó.

—No te lo mereces —ella guardó silencio, como si tratase de adivinar mi nivel de conocimiento. Decidí facilitarle la cuestión—. El reino de los muertos ha abierto sus puertas y me ha devuelto a un tío —comuniqué. La cémpsica esbozó su característica media sonrisa.

—Soy una esclava y debía cumplir las órdenes de mi amo —se excusó. Ante mi expresión de incredulidad añadió—: Quería ser libre.

—No era incompatible con explicarme la verdad, en lugar de dejar que me portara como un tonto —opuse—. Yo también habría colaborado con el plan de mi tío —Baiasca separó de la espalda sus muñecas atadas.

—Me hacen daño las cuerdas —declaró. Así los cabos de la soga y deshice sus nudos—. Gracias —agregó.

Al mismo tiempo que nosotros llegaba a la pérgola una criada, transportando en una bandeja dos copas doradas, llenas de malvasía, y unos apetitosos tacos de jamón.

—Otra tumbona y una copa más para la prisionera —ordenó Alcímenes—. Pero llena de zumo de fruta. No le gusta el alcohol.

Mientras la sirviente cumplía el encargo mi tío narró a la cémpsica las circunstancias de su imprevista fortuna. Baiasca le escuchó en silencio, acreditando con las intensas irradiaciones de su brillo ocular hasta qué punto aprobaba la noticia.

—Ahora recobraré mi nombre, mi consultorio y mi palacio —concluyó Alcímenes—. Sentiré desalojar a un buen amigo como Tóculo, pero sospecho que las galeras de la flota van a necesitar su inestimable colaboración durante unos cuantos años y sería una lástima que una mansión tan bonita permaneciese vacía. Estoy seguro —añadió— de que a estas alturas conoces todos los pormenores de su estrategia.

—Tóculo y Timoleón estaban asociados para cometer fraudes en las apuestas —expuse—. Primero drogaron a Númitor y después a Siderobros, pero en el segundo caso el retraso en el comienzo del festival hizo fracasar la trama. Entonces, conociendo la fe de Siderobros en las apuestas, tramaron toda una ficción escénica que dejaría al coloso boquiabierto y sin reacción ante el arma de su rival. Empezaron a forjar su plan cuando vieron combatir en Pompeya al nubio con la cicatriz en forma de lagarto.

—Formidable —aprobó mi tío—. Veamos la lista de cómplices y sus motivos.

—En primer lugar convencieron a Proelia para que simulara leer en el brasero sagrado la frase del lagarto y el león.

—Yo más bien diría que la obligaron —rectificó Alcímenes—. Y seguramente Baiasca nos lo podrá confirmar. Sin duda durante el breve período en que han sido prisioneras de las mujeres-serpiente la bruja le ha hecho revelaciones muy interesantes —la cémpsica asintió:

—Tóculo conocía al romano que la rescató del templo asiático. Era amigo de su padre y fue quien le prestó dinero para adquirir una nueva identidad y ocultarse a la venganza de los sacerdotes de Zohak.

—Sin duda el sirio averiguó la identidad del salvador y al llegar a Roma fue preguntando a sus parientes y conocidos, con la excusa de la estatuilla de la madre enferma. Tóculo era el único que podía responderle, pero no se dejó engañar. Se lo quitó de encima y entonces fue a ver a Proelia y le amenazó con descubrirla si no colaboraba en el fraude de las apuestas. ¿No es así? —Baiasca, que estaba dirigiendo a mi tío una de sus irritantes miradas admirativas, hizo un gesto de afirmación—. La hechicera no fue informada del verdadero propósito de Tóculo. Por eso cuando Siderobros le dijo que cambiaría de escudo le comunicó, de buena fe, que el brasero lo desaconsejaba. Bien, resuelta esta pequeña trama incidental, dejemos que Diomedes nos exponga el nudo de sus investigaciones. ¿Quién era el segundo cómplice? —pese a mi conciencia del papel tan poco brillante que desempeñaba, respondí:

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