La Edad De Oro (13 page)

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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: La Edad De Oro
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La mano de Faetón apretó la tapa.

—Radamanto —dijo—, ¿podemos congelar esta escena? Necesito tiempo para pensar.

Todo lo que había en la cámara quedó congelado en su sitio. Los sonidos cesaron. Aun las motas de polvo permanecían inmóviles a la luz de la ventana.

—Tendrás que salir del sistema —le dijo la voz de Radamanto en el cerebro— para no perjudicar a la señora Dafne ni otros usuarios. Vuelve a ingresar cuando desees continuar.

Faetón hizo el gesto de finalización, y el mundo desapareció.

6 - La armadura

Faetón se sorprendió de encontrarse en un espacio mental vacío. Su autoimagen había desaparecido; su cuerpo se reducía a un par de guantes flotantes. Frente a él había una espiral constituida por puntos de luz. A izquierda y derecha había cubos azules y rojos, iconos que representaban rutinas básicas: ingeniería, matemática, balística, ciencias ambientales. Media docena de losas negras semejantes a escudos representaban rutinas de seguridad, defensa contra intrusos y protección de la intimidad. Un icono con forma de disco amarillo representaba circuitos de comunicación.

Eso era todo. ¿Ésta era la zona mental más íntima de Faetón? En tal caso, no se mimaba demasiado.

Esa oquedad yerma era opresiva, e ignoraba la tradición Gris Plata de realismo minucioso. Ni siquiera había una imagen de fondo. Ni habitación, ni escritorio.

Faetón tocó el disco amarillo con el guante. Apareció un cubo de desconexión color rojo sangre. Faetón metió el guante dentro e hizo el gesto de finalización.

Flotaron palabras en el aire: «Advertencia. Estás a punto de desconectarte de todos los sistemas y soportes radamantinos. ¿Deseas continuar?».

Faetón unió el índice y el pulgar, extendiendo los otros dedos: la señal afirmativa.

Se sintió desorientado un instante. Su mente se enturbió; las sensaciones de su cuerpo cambiaron, perdieron velocidad, se volvieron más imprecisas, y sin embargo más dolorosas. Abrió los ojos y se sintió encandilado. Estaba despierto en el mundo real.

Los tubos y órganos médicos que lo envolvían estaban hechos de hidrocarburos, y se deslizaron a un costado, cobrando forma de agua y placas de mamante para su fácil almacenaje. Faetón se levantó lentamente de su ataúd, sorprendido y escandalizado.

La habitación era fea y pequeña. En un costado, una gran ventana daba sobre un balcón. Encima del ataúd médico, un cristal contenía las rutinas y dispositivos bióticos para mantener intacto su cuerpo dormido. El cristal era enorme, un informátum tosco y anticuado, fijado al cielo raso con burdos globos de polímero adhesivo. Las paredes eran meras paredes. No estaban hechas de pseudomateria ni podían cambiar de forma ni cumplir otras funciones. Al apoyar el pie en el borde del ataúd para incorporarse, hizo otros dos descubrimientos desagradables.

A pesar de las promesas de realismo Gris Plata, su autoimagen de la Mentalidad estaba representada como más fuerte y más ágil que su cuerpo real en la realidad. Faetón se puso de pie lenta y torpemente.

La segunda sorpresa fue que el suelo estaba frío. Más aún, permaneció frío. No preveía sus órdenes, no se acomodaba automáticamente a su presencia ni reaccionaba ante ella; no modificaba su textura para adaptarla a sus pies. Pensó varias órdenes perentorias, pero nada ocurrió.

Se acordó de hablar en voz alta.

—¡Alfombra! Masaje en los pies.

El suelo se convirtió en alfombra, y pulsaciones tibias le acariciaron los pies, pero de forma lenta y convulsiva. La alfombra era irregular y andrajosa, de feo aspecto. El hecho de tener que dar las órdenes en voz alta indicaba claramente la pobreza de este recinto.

Miró en derredor lentamente, sintiendo una tensión torcida en el cuello; quizá su columna vertebral se hubiera desviado mientras dormía. Miró arriba; había tizne en el techo y las paredes. Faetón ni siquiera recordaba la última vez que había visto tizne.

Sintió una segunda conmoción cuando se miró el cuerpo; la tez era opaca y correosa; se parecía mucho a la piel artificial barata. Se apretó los dedos contra el pecho, el estómago, la entrepierna. Sintió o imaginó que bajo la carne algunos órganos tenían la textura dura y firme de reemplazos sintéticos baratos.

Sus sentidos eran menos agudos. Los objetos distantes eran borrosos; el tono y alcance de su audición estaban restringidos, así que los sonidos eran opacos y chatos. Quizá su piel también sufriera cierta insensibilidad por efecto del tosco cuidado médico que había recibido. Más probable aún, las impresiones sensoriales dirigidas por ordenador estimulaban sus nervios con más plenitud y precisión que sus órganos naturales. Y estaba ciego en todas las longitudes de onda excepto en la angosta franja de la luz visible.

Había una puerta, pero sin picaporte. Avanzó hacia ella y se golpeó la nariz. Retrocedió con alarma, preguntándose por qué la puerta no se había movido.

Lo más chocante era que había perdido parte de su cordura. Normalmente, cuando Faetón hacía un descubrimiento o reparaba en algo, Radamanto le hacía ajustes en el mesencéfalo, esculpiendo en las sendas neurales los hábitos o patrones de conducta que creía que Faetón necesitaría. Esto reducía el tiempo de aprendizaje; normalmente Faetón no tenía que obligarse a recordar las cosas.

—Ábrete —dijo.

La puerta se abrió, deslizándose lentamente. No era una salida sino un guardarropa. Un extraño atuendo colgaba de un levitador de limpieza. Algunos frascos de viviagua colgaban sin peso en un bastidor de suspensión magnética.

Faetón cogió uno de los frascos. Al tocarlo, apareció información en la superficie vidriosa. Leer la etiqueta una palabra e icono por vez era doloroso, y Faetón sintió jaqueca después de avanzar penosamente por las primeras páginas del menú que flotaba en las honduras de la etiqueta. El frasco no podía transmitir el conocimiento de su contenido directamente al cerebro; Faetón estaba desconectado del Sueño Medio. Era una manufactura de baja calidad, y las microscópicas nanomáquinas suspendidas en el líquido sólo registraban algunas formaciones y reacciones. Devolvió el frasco a su sitio.

En un anaquel bajo había una caja de nube de polvo. Faetón cogió la caja.

—Caja, ábrete —le dijo.

No pasó nada. Faetón abrió la tapa con la mano. La cantidad de polvo del interior era ínfima, unos pocos gramos.

—Soy pobre, en definitiva —murmuró con tristeza. ¿Adonde se había ido su dinero? Después de veintinueve o treinta siglos de trabajo útil, de inversiones y reinversiones, había acumulado un capital considerable.

Con la caja bajo un brazo, Faetón regresó a la patética habitación. Miró aquí y allá. Era siniestra.

Faetón enderezó los hombros y aspiró profundamente.

—Faetón, anímate, ármate de coraje y deja de lloriquear. Mira. Aquí no hay nada tan repulsivo, nada que no puedas soportar. En el pasado ni siquiera los príncipes podían vivir así: lo habrían considerado un lujo increíble.

No era fácil cambiar de actitud sin asistencia informática, pero una ventaja de la disciplina Gris Plata era que podía lograrlo.

Liberó el contenido de la caja. La nube de polvo se elevó al techo, encontró la tizne y se puso a limpiar. Pero la nube tenía un volumen reducido; Faetón tuvo que dirigir un haz de la caja contra ciertas manchas de mugre que la nube, demasiado pequeña y estúpida, no lograba ver por su cuenta. Sabía que en una época, antes de la invención de la robótica, los humanos tenían que hacer estas tareas todo el tiempo.

Era grotesco y embarazoso, pero al terminar de asear la habitación con la nube, Faetón tuvo una gozosa sensación de logro. La habitación estaba limpia; se había invertido la entropía. Era una menudencia, pero el universo no era igual que antes de su labor; en un sentido ínfimo, era mejor.

Era una emoción agradable, pero cuando hizo una seña mental para registrarla, nada pasó.

Faetón suspiró. Por suerte no estaba varado en la realidad, aislado de los pensamientos y sistemas de la Ecumene. No tenía sentido tratar de habituarse a ese mundo chato, muerto y obtuso. Planeaba estar allí sólo el tiempo necesario para reflexionar un poco.

Caminó hacia la ventana, se acordó de abrirla, salió.

Estaba en el balcón de una torre infinita. Se elevaba hasta donde el ojo alcanzaba a ver, al menos, en su limitada visión actual. Debajo de él, descendía hacia las nubes; no se veía la base.

Era una habitación construida en uno de los ascensores espaciales que conducían a la ciudad anular que orbitaba el ecuador de la Tierra.

Faetón se sentó, diciendo «Silla». Pero la superficie del balcón tardó mucho en crear una silla, así que sus posaderas chocaron dolorosamente contra el respaldo mientras se sentaba. La silla no era tan inteligente como para eludir el golpe, ni cambió de forma o contorno para adaptarse a su estatura.

—Aquí todo es una pista. Si he olvidado esta habitación, es porque forma parte de lo que debía olvidar, es un recordatorio. El vacío de mi espacio mental privado es una pista. Esa tonta y pesimista ecofunción Cerebelina, otra pista. La extraña prenda del guardarropa. Todas estas cosas son pistas—.

Faetón no había abierto el cofre de memoria prohibido. Pero no había oído ninguna prohibición que le impidiera deducir el contenido del cofre mediante el mero razonamiento. No podían exilarlo por eso; las leyes de propiedad intelectual de la Ecumene Dorada eran claras. Podía ser delito robar o tomar conocimientos que pertenecían a otro, o que uno había convenido no leer. Pero la adquisición de conocimientos nunca era un delito en sí misma.

La pregunta era si él disponía de información suficiente para deducir alguna conclusión.

Faetón miró la infinita extensión ventosa. Aun su atrofiado oído podía detectar el chillido palpitante del aire contra la torre, kilómetros más abajo. Hacía frío a esa altura. En la distancia, como un arco iris de acero, se veía la ciudad anular. La sombra de la Tierra había subido veinte grados de arco, volviendo casi invisible la ciudad cerca del horizonte. Pero el sol ecuatorial brillaba donde estaba Faetón, y relucía sobre la curva de la ciudad anular, arriba y al oeste. Era un espectáculo sobrecogedor.

—Siento frío. ¿Puedes hacer algo, por favor?

Pasó casi un minuto hasta que operadores con forma de araña (formados con el material del suelo) caminaron sobre su piel, tejieron una prenda de seda y soltaron pliegues de tela blanca con elementos calefactores afinados a un nivel confortable.

Faetón se puso a pensar en su pasado. ¿Qué faltaba?

No había manera de saberlo. ¿No recordaba lo que había hecho en abril de la época 10179 porque el recuerdo había desaparecido, o porque no asociaba ese recuerdo con esa fecha? Los recuerdos no se almacenaban lineal o cronológicamente, sino por asociación. No había lista ni índice para consultar. No podía saber que faltaba un recuerdo hasta que trataba de evocarlo y fracasaba. (¿Qué había hecho, por ejemplo, después del espectáculo mensal donde se celebró la conclusión de la corrección de resonancia orbital de Hiperión? Estaba impaciente por ver a su esposa, y quería bailar o intimar con ella, pero ella parecía ausente y distraída.) Cuando llegaba a una laguna no sabía si tal laguna específica se relacionaba con tal misterio o con uno de los recuerdos más comunes que tenía almacenados, quizás una vieja riña entre amantes, o un trabajo asalariado que había convenido en olvidar.

No obstante, encontró suficientes lagunas, al cabo de unos breves minutos de introspección, como para detectar ciertas constantes.

Primero, eran grandes y muchas. No sólo faltaban años y décadas, sino siglos enteros de su vida; y eran los más cercanos al presente. Aquello que habían eliminado ocupaba antes gran parte de su tiempo. Si había pensado en cometer un delito, lo había rumiado durante largo tiempo, y tenía raíces que se hundían hasta su infancia. Y si era un delito, le había consagrado la mayor parte del último siglo. Su recuerdo de los últimos doscientos cincuenta años, hasta el principio de la mascarada, estaba en blanco.

Podía evocar su último recuerdo claro. Su segundo intento de reingeniería del planeta Saturno acababa de frustrarse. Los Invariantes de las ciudades del espacio lo habían contratado para desintegrar el gigante gaseoso, recogiendo y almacenando la atmósfera de hidrógeno para conversiones antimateria que se alimentarían con la energía de la radiación despedida durante la desintegración. El núcleo metálico y diamantino de ese mundo sería reconstruido por nanomáquinas para formar una de las más vastas series de hábitats y puertos espaciales jamás diseñada. Esto permitiría que los habitantes de las ciudades se reprodujeran, poseyeran sus propias tierras y crearan otras civilizaciones. Faetón había visto sus planos; no sólo soñaban con ciudades espaciales, sino con continentes y pequeños mundos, estructuras de fantástica belleza y astuta ingeniería, cada cual un organismo viviente de infinita complejidad.

El Colegio de Exhortadores condujo la gran campaña destinada a recaudar dinero para comprar los derechos de Saturno. Cuando se tornó matemáticamente improbable generar una renta lucrativa sobre la inversión, los Invariantes, sin la menor emoción ni el menor signo de descontento, retiraron sus inversiones y se resignaron a vivir más siglos, sin hijos, en los grises y claustrofóbicos corredores de sus atestados hábitats. La amnesia de Faetón comenzaba poco después. ¿Cuál había sido su proyecto siguiente? Fuera cual fuese, en ese punto le había dedicado todas sus energías.

Había otras pistas. Las lagunas de su memoria tendían a aglomerarse alrededor de su trabajo de ingeniería; los acontecimientos anulados sucedían a menudo fuera de la Tierra. Recordaba largos viajes al sistema lunar de Júpiter, Neptuno y un lugar llamado Lejanía en el cinturón de Kuiper, pero no lo que había hecho allá. No podía recordar gastos extravagantes de los años recientes. Quizás hubiera vivido frugalmente. No había ido a fiestas, festivales, nombramientos ni comuniones. Se había borrado de sus clubes deportivos y sus tertulias de correspondencia. ¿Había actuado con hosquedad? Quizás el anciano de cabello blanco, el artista arbóreo de Saturno, había sugerido que Faetón vestía de negro sólo porque su presupuesto para efectos de indumentaria se había agotado.

Faetón se enderezó en la silla. No negro. Negro y oro. Ese extraño anciano había dicho que Faetón usaba «adusto y melancólico negro y orgulloso oro».

Faetón se puso de pie y arrojó la seda térmica blanca al suelo del balcón, donde el viento la arrebató. Entró en la habitación. Casi se volvió a golpear la nariz, casi se olvidó de ordenar en voz alta que se abriera la puerta. El guardarropa se abrió.

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