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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (29 page)

BOOK: La diosa ciega
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—Por mi sí, pero juguemos a otro juego. Al casino, por ejemplo.

Les dio tiempo a jugar dos bazas hasta que la máquina de fax soltara un gruñido prometedor. La luz verde había cambiado a ámbar; al cabo de unos segundos, la máquina se tragó la primera hoja blanca de la bandeja. El folio permaneció un rato en las entrañas de la máquina hasta que sacó la cabeza por el otro lado, hermosamente adornado con la carátula del juzgado de instrucción de Oslo.

Los dos policías notaron cómo les subía el ritmo cardiaco. Una sensación desagradable de hormigueo empezó a reptar por la espalda de Håkon y éste se estremeció.

—¿Empezamos con estas hojas o esperamos a que salgan todas? —preguntó con una sonrisa apagada.

—Vamos a por una taza de café y cuando regresemos habrán salido todas. Es mejor que quedarnos aquí a esperar la última página.

Se sintieron tremendamente solos cuando salieron del cuarto al pasillo. Ninguno dijo nada. No quedaba café en la salita, así que debía haber más gente en la sección, pues Hanne había puesto una cafetera hacía menos de una hora. Håkon optó por entrar a su despacho, abrió la ventana y agarró una bolsa de plástico que colgaba de un clavo en el marco. Sacó dos botellas de medio litro de naranjada.

—«Garantizado, el único refresco que no sirve más que para aplacar la sed» —citó con humor negro.

Hicieron sonar las botellas en un sórdido brindis, y Håkon no hizo nada para evitar un potente y sonoro eructo. Hanne regurgitó un poco y volvieron muy despacio a la sala de operaciones. Olía a cera. Los suelos relucían como no lo hacían desde hacía mucho tiempo.

Cuando entraron en la habitación, el asqueroso ojo verde había vuelto a ocupar el lugar de su colega amarillo. La máquina había vuelto a su estado de zumbido aletargado.

Un buen montón de hojas descansaba en la bandeja de plástico que hacía pocos minutos estaba vacía. Con la mano temblorosa, más por el cansancio que por la excitación, Håkon recogió el fajo de papeles, los juntó y pasó velozmente las hojas hasta llegar a la última página. Se hundió en el sillón y leyó en alto:

—«El sospechoso Jørgen Ulf Lavik permanecerá en prisión preventiva hasta que los tribunales o el Ministerio Fiscal dictaminen otra cosa; aun así, el encarcelamiento no deberá sobrepasar la fecha del lunes 6 de diciembre. Se le impone incomunicación total durante ese periodo».

—¡¡¡Dos semanas!!! —El cansancio fue ahuyentado por una fuerte dosis de adrenalina—. ¡Le han caído dos semanas!

Se levantó bruscamente del sofá, tropezó con la mesita y se echó al cuello de Hanne. Los papeles revoloteaban a su alrededor. —Tranquilo —dijo ella riéndose—. Dos semanas constituyen literalmente media victoria, pediste cuatro semanas.

—Dos semanas es poco, es cierto, pero podemos trabajar las veinticuatro horas del día y juro que… —Dio un puñetazo en la mesa antes de proseguir—: ¡Me juego el sueldo de un mes a que podremos colgarle más a este mierda antes de que acaben las dos semanas!

Su entusiasmo y optimismo infantil no contagiaron de inmediato a la subinspectora, que estaba más preocupada por recoger los papeles y colocarlos en orden.

—Veamos lo que nos cuenta el juez.

Tras una lectura exhaustiva, el auto difícilmente podía considerarse como una medio victoria, como mucho podía estirarse hasta reconocer que era un octavo de victoria.

El abogado del Tribunal Supremo Bloch-Hansen recibía respaldo, al menos en gran medida, en sus valoraciones acerca del testimonio de Karen Borg. El tribunal compartía el juicio del defensor de que la carta de despedida de Van der Kerch no podía considerarse como una dispensa del secreto profesional. Era necesario realizar una evaluación más profunda sobre las intenciones que movieron al holandés en su día, una estimación que debía hacer énfasis en si se podía presuponer que el chico iba a salir ganando si los detalles salían a la luz. Existían ciertos indicios que indicaban que no era el caso, ya que la declaración hasta cierto punto lo incriminaba a él mismo; por lo tanto, podía dañar su reputación. En cualquier caso, opinaba el tribunal, la declaración de la letrada Borg era demasiado escueta con relación a los planteamientos del asunto. Por consiguiente, el tribunal optaba, en el momento y condiciones actuales, por descartar la explicación, puesto que podía estar en conflicto con las decisiones procesales.

A continuación, el tribunal consideraba, con ciertas reservas, que existían razones fundamentadas para presumir la existencia de hechos punibles, aunque sólo en relación con el apartado I de la imputación de cargos, es decir, con el importe específico de dinero encontrado en casa de Frøstrup. Según el tribunal no existía un motivo razonable para suponerle al abogado otro delito mientras no se pudiera tener en cuenta la declaración de Karen. El peligro de destrucción de pruebas era manifiesto, y el juez se había limitado a refrendarlo en una frase. Tampoco un encarcelamiento de dos semanas podía considerarse una intervención desproporcionada, a tenor de la importancia y gravedad del caso. Veinticuatro gramos de droga dura representaban una cantidad considerable: su valor en la calle alcanzaba las doscientas mil coronas. El resultado fueron dos semanas a la sombra.

Roger quedaba en libertad.

—Mierda —dijeron a la vez los dos policías.

Roger sólo estaba involucrado por la declaración de Han van der Kerch, mientras ésta fuera inservible al tribunal sólo le quedaba los números de teléfono codificados. Aquello no era suficiente para retenerle, así que fue puesto en libertad.

Sonó el teléfono y ambos se sobresaltaron como si el leve sonido telefónico fuera una alarma de incendios. Era el juez, que quería asegurarse de que el envío del documento había llegado a su destino.

—Espero recursos por ambas partes —dijo el juez, muy cansado, aunque Håkon creyó adivinar una leve sonrisa a través del auricular.

—Sí, al menos voy a recurrir la puesta en libertad de Roger Strømsjord y pido que se dilate su efecto, sería una catástrofe que saliera en libertad esta noche.

—Conseguirá retrasar la entrada en efecto de su puesta en libertad —dijo el juez tranquilizándolo—. Bueno, lo dejamos por ahora, ¿de acuerdo?

En esa cuestión estaban todos de acuerdo, había sido un día muy, muy largo. Se pusieron la ropa de abrigo, cerraron cuidadosamente la puerta con llave y abandonaron a su suerte las dos botellas de refresco medio vacías. La publicidad decía la verdad: sólo ayudaban a aplacar la sed.

Martes, 24 de noviembre

Fue como despertar con una resaca monumental. Hanne Wilhelmsen no había podido dormir al regresar a casa, a pesar de haberse tomado un poco de leche caliente y de recibir un masaje en los hombros. Tras apenas cuatro horas de sueño alterado, la radio despertador la catapultó hacia un nuevo día con su desagradable parte de noticias. El auto de prisión copaba todas las primeras planas. La locutora afirmaba que el resultado había sido un empate, aunque ponía en duda que la Policía realmente tuviera un caso. Como es natural, no conocía los argumentos que habían dado lugar al auto y por esa razón dilapidó varios minutos especulando sobre las causas que habían forzado a poner en libertad al mecánico. Las especulaciones eran disparatadas.

Se estiró hundida por la pereza y se obligó a levantarse y a abandonar las cálidas sábanas que la abrazaban. Tendría que saltarse el desayuno; le había prometido a Håkon que estaría en el despacho a las ocho. El día que tenían por delante iba a ser al menos tan largo como el anterior.

Una vez en la ducha, intentó pensar en otra cosa. Se agachó y posó la barbilla sobre el alicatado blanco dejando que el agua le pusiera la espalda al rojo vivo. Era imposible abstraerse del caso, su cerebro trabajaba a toda máquina y la arrastraba consigo en contra de su voluntad. En ese momento sólo deseaba un traslado instantáneo, tres meses en la Policía de tráfico habrían estado muy bien. Lo cierto es que no era de esas personas que huyen de las tareas difíciles, pero el caso la tenía completamente absorbida. Le resultaba imposible encontrar la paz, todos los cabos sueltos se enredaban y jugueteaban con otras soluciones, nuevas teorías, nuevas ideas. Aunque Cecilie no se quejaba, Hanne sabía que últimamente no destacaba ni como amante ni como amiga. Durante las cenas y celebraciones permanecía silenciosa, moderadamente amable y con una copa en la mano. El sexo se había vuelto algo rutinario que llevaba a cabo sin demasiada pasión o compromiso.

El agua estaba tan caliente que tenía la espalda casi anestesiada. Se incorporó y se sobresaltó al quemarse los senos. Fue en el momento en que abría el agua fría, para evitar arder viva, cuando aquello le vino a la mente.

¡La bota! Tenía que haber un gemelo del trofeo de caza de Billy T. en alguna parte. Dar con una bota concreta de invierno, del 44, en Oslo y en esta época del año se le antojó harto difícil. Por otro lado, el número de posibles propietarios era bastante reducido y valía la pena intentarlo. Si localizaban al propietario se encontrarían ante un tipo que casi seguro estaba involucrado, y luego ya verían lo que aguantaba. La lealtad nunca fue el lado más fuerte de los narcotraficantes.

La bota, había que encontrarla.

El día estaba empezando a desperezarse y, aunque el sol no había alcanzado todavía el horizonte, merodeaba por algún lugar detrás de la loma de Ekeberg insinuando el advenimiento de un hermoso y frío martes de noviembre. La temperatura había vuelto a bajar de cero y todas las emisoras locales advertían a los conductores y hablaban de autobuses y tranvías llenos. Algunos currantes de camino a otro día de trabajo se paraban ante el edificio que albergaba el periódico Dagbladet para leer la edición matutina expuesta en las vitrinas.

Su caso llenaba de nuevo las portadas; en su agenda había apuntado a escondidas que era la duodécima vez aquel año que aparecía en portada. Un poco inmaduro, tal vez, pero era importante llevar la cuenta, pensó con orgullo. Al fin y al cabo, sólo estaba cubriendo una sustitución, casi como un periodo de prueba.

La copia de la llave le ardía en el bolsillo; por si acaso, hizo tres copias más y las escondió en lugares seguros. El cerrajero no pudo ayudarlo mucho, las posibilidades eran múltiples, aunque la llave no podía corresponder a algo más grande que un casillero de consigna. Tal vez un armario, pero definitivamente no era una puerta; si lo era, tenía que ser muy pequeña.

Las consignas ubicadas en los lugares más obvios no dieron resultado. La llave no funcionó en la Estación Central del Ferrocarril, ni en los aeropuertos de Fornebu y Gardemoen ni en los grandes hoteles. El que la llave careciera de número de serie indicaba que era poco probable que pudiera usarse en un lugar público.

¿Debía dársela a Håkon Sand? Seguramente la Policía estaba muy estresada en estos momentos, dos semanas eran poco; después de que los recursos pasaran por las manos del juzgado de segunda instancia, nada garantizaba que se fueran a cumplir esas dos semanas.

La balanza parecía inclinarse en favor de ayudar a la Policía. Ésta poseía medios que permitirían buscar con mucha más efectividad algún lugar donde poder utilizar la maldita llave. Además, seguro que saldría beneficiado de este asunto, quizá podría llegar a un buen acuerdo con ellos. Lo cierto es que cuando acabó de pensárselo bien no le pareció tan buena idea pasearse con un objeto en el bolsillo que podía ser una prueba decisiva en un caso de tanta envergadura, con asesinatos y todo. ¿Podría estar cometiendo un delito? No estaba seguro.

Por otro lado: ¿Cómo iba a explicar el modo en que la llave había acabado en sus manos? El allanamiento del despacho de Lavik era en sí punible y, si se enteraba el director de su periódico, adiós y gracias. De momento no se sentía capaz de inventar una historia alternativa que tuviera sentido.

La conclusión era obvia, tenía que seguir buscando por su cuenta. Si lograba encontrar el armario, la caja o lo que fuera, acudiría a la policía, siempre que su contenido tuviera algún interés, claro. De ese modo, su dudoso procedimiento quedaría en un segundo plano y se esfumaría. Sí, lo sensato era quedarse con la llave.

Se ajustó los pantalones y entró al gran edificio gris de su rotativo.

El gigantesco escritorio estaba inundado de periódicos. Peter Strup llevaba en su despacho desde las seis y media de la mañana; también él se había despertado con las noticias sobre el auto. De camino a su bufete había comprado siete diarios diferentes: todos llevaban la misma noticia en portada. No decían prácticamente nada, pero todos presentaban distintos puntos de vista. El diario comunista Klassekampen opinaba que el encarcelamiento representaba una victoria de la justicia y su editorial hablaba de confianza en los tribunales que habían demostrado que no sólo practicaban la justicia de clases. Pensó exasperadamente sobre lo curioso que era que las mismas personas que solían utilizar la artillería pesada para atacar la primitiva necesidad de venganza de esta sociedad podrida que encierra a la gente en las cárceles, de repente, se alegraran del mismo ordenamiento en cuanto afectaba a una persona procedente de un entorno más favorecido. Los periódicos mostraban más fotos que texto, salvo los gigantescos titulares. El conservador Aftenposten imprimió una crónica ponderada y anodina a la vez, a pesar de que el caso merecía cierta magnitud, tal vez tenían miedo de ganarse alguna demanda por difamación. Una sentencia firme contra Lavik se antojaba infinitamente lejana. El sentido común presagiaba una terrible venganza por parte de Lavik si no era condenado.

La pluma raspó el papel cuando empezó a tomar notas a toda velocidad. Siempre era difícil entender los planteamientos jurídicos partiendo de los titulares. Los periodistas mezclaban conceptos y revoloteaban por el panorama judicial como gallinas sueltas. Sólo el Aftenposten y el Klassekampen tenían la suficiente autoridad como para saber que se trataba de un auto y no de un veredicto, y que había sido recurrido y no apelado.

Finalmente hizo una pila con todos los periódicos restantes, las hojas estaban descompuestas tras recortar la información más importante, y lo tiró todo a la papelera. Grapó los recortes junto con las notas escritas a mano, los introdujo en una funda de plástico y lo guardó todo en un cajón con llave. Luego contactó con su secretaria a través del interfono y ordenó que le anulara todas las citas de aquel día y del día siguiente. La secretaria se quedó perpleja y empezó con un «pero», aunque ella misma se detuvo.

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