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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (24 page)

BOOK: La diosa ciega
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—¿Qué coche tienes, Lavik?

AI tipo no le hizo falta ni pensárselo.

—¡Pero si lo sabéis perfectamente! ¡La Policía observó mi encuentro nocturno con un cliente! Volvo, modelo 1991. Mi mujer tiene un Toyota más viejo.

—¿Los comprasteis nuevos o usados?

—El Volvo era nuevo. Una ranchera estándar. El Toyota tenía ya un año cuando lo compramos, si no recuerdo mal. Tal vez año y medio.

Seguía pareciendo completamente seguro.

—Supongo que el Volvo lo compraríais en Isberg, ¿no? —sugirió la subinspectora condescendiente.

Y así había sido. El Toyota lo habían comprado por vía privada, a través de un amigo.

La ventana estaba entornada y amarrada, con una apertura de apenas un centímetro. En el exterior, el viento soplaba con fuerza y, a intervalos regulares, sonaba un lento silbido quejumbroso, como un fino aullido, cuando el viento se abría paso a través del marco de metal y entraba en la habitación. Resultaba casi tranquilizador.

—¿Conoces a un tipo que vende coches en Sagene?

Se arrepintió inmediatamente. Debería haber sido más astuta, haberle puesto una trampa más sutil. Esto no tenía nada de trampa. ¡Novata! ¿Estaba perdiendo la capacidad de hacer su trabajo? ¿Le habría privado la conmoción cerebral de la astucia de la que tanto se enorgullecía? La metedura de pata hizo que empezara a mordisquearse una uña. El abogado se tomó el tiempo que necesitaba. Se lo pensó muy bien, evidentemente más de lo necesario.

—La verdad es que no tengo por costumbre revelar el nombre de mis clientes, pero ya que me lo preguntáis: un viejo cliente mío se llama Roger, lleva una pequeña tienda de coches, y sí, puede que sea en Sagene. Yo no he estado nunca. Preferiría no decir nada más. La discreción, ya sabéis. En esta profesión hay que ser discreto; si no, te quedas sin clientes.

Cruzó las piernas y enlazó las manos alrededor de las rodillas. La victoria era suya, eso lo sabían todos.

—Es curioso que tenga tu número de teléfono guardado en código. —Hanne probó suerte, pero no la tuvo.

El abogado Lavik insinuó una sonrisa.

—Si tuvieras idea de lo paranoica que es la gente, no te sorprendería en absoluto. Tuve un cliente que insistía en revisar mi despacho con un detector de aparatos de escucha cada vez que teníamos una reunión. ¡Le estaba ayudando a hacer un contrato de alquiler! ¡Un contrato de alquiler!

Su risa fue contundente y sonora, pero nada contagiosa. Wilhelmsen no tenía más preguntas, y no había nada apuntado en sus papeles. Capituló. El abogado Lavik se podía ir. Sin embargo, en el momento en que se estaba poniendo el abrigo, la subinspectora se levantó de pronto y se colocó a treinta centímetros de la cara del abogado.

—Sé que tienes trapos sucios, Lavik. Y tú sabes que yo lo sé. Eres lo bastante buen abogado como para saber que en la Policía sabemos mucho más de lo que podemos utilizar, pero te voy a prometer una cosa: voy a estar encima de ti. Todavía tenemos nuestras fuentes, nuestra información y nuestros datos ocultos. Tenemos a Han van der Kerch en la cárcel. Ya sabes que ahora no está diciendo gran cosa, pero tiene una abogada con la que ha hablado, una abogada con un calibre ético completamente distinto al de un chupatintas como tú. No tienes ni idea de lo que sabe ella, y no te puedes ni imaginar lo que nos ha contado a nosotros. Vas a tener que vivir con eso. Mira por encima del hombro, Lavik, porque voy detrás de ti.

El hombre se había puesto de color rojo oscuro, con manchas blancas en torno a la nariz. No había retrocedido ni un centímetro de la cara de la subinspectora, pero sus ojos daban la impresión de haber desaparecido en el fondo de su cabeza cuando le chilló de vuelta:

—Eso son amenazas, agente. Son amenazas. Voy a presentar una queja por escrito. ¡Hoy mismo!

—Yo no soy agente de policía, Lavik, soy subinspectora. Una subinspectora que se te va a pegar a la chepa hasta que te derrumbes. Y adelante, quéjate.

El abogado estuvo a punto de escupirle a la cara, pero se controló y salió dando un portazo y sin decir una palabra más. Las vibraciones rebotaron entre las paredes durante varios segundos. Håkon estaba con la boca abierta y no se atrevía a decir una palabra.

—¡Con esa expresión pareces tonto!

El hombre se sobrepuso y cerró la boca de golpe.

—¿Qué sentido ha tenido eso? ¿Tienes pensado poner en peligro la vida de Karen? ¡Va a presentar una queja!

—Pues que la presente. —A pesar de haber estado considerablemente torpe, parecía contenta—. Le he metido el miedo en el cuerpo, Håkon. Y la gente con miedo mete la pata. No me extrañaría que a tu amiga Karen Borg le saliera aún otro abogado criminalista entre sus novios. Si Lavik lo hiciera, estaría cometiendo un gran error.

—Pero ¿y si le hacen algo?

—No van a hacerle daño a Karen Borg. Tan tontos no son.

Por un segundo sintió una duda aterradora, pero la descartó inmediatamente. Se restregó una de las sienes y se bebió el resto del café. Del cajón superior de su escritorio sacó un pañuelo y una bolsa de plástico. Con mucho cuidado, cogió por el asa la taza de la que el abogado Lavik apenas había bebido unos sorbos.

—Tenía agarrada toda la taza —dijo con tono de satisfacción—. Merece la pena tener el despacho un poco fresco. Supongo que se quería calentar las manos. —La taza desapareció dentro de la bolsa y el pañuelo volvió al cajón—. ¿Tienes algo que preguntarme?

—No te mereces la fama que tienes. Esa no es la manera en que tomamos huellas dactilares.

—Parágrafo 160 del Código Penal —le replicó como una empollona—. No necesito una orden judicial para cogerle las huellas dactilares, si es sospechoso en un caso penal. Yo sospecho de él, y tú también. Así que estamos cumpliendo la ley.

Sand negó con la cabeza.

—Esa es la interpretación más libre de la ley que he escuchado nunca. El tipo tiene derecho a saber que tenemos sus huellas dactilares. ¡Tiene incluso derecho a saber que las hemos borrado una vez que deje de ser sospechoso!

—Eso no va a pasar nunca —dijo ella segura de sí misma—. ¡Ponte a trabajar!

Se habían olvidado del cinturón. Pero si no le dejaban tener nada, ¿por qué se les había olvidado el cinturón? Al levantarse para ir al interrogatorio con la policía de la chocolatina, el pantalón se le había caído. Había intentado sujetárselo por delante, pero cuando le pusieron las esposas, se le caía constantemente. Los dos hombres rubios habían mandado al vigilante del pasillo por su cinturón y habían empleado unas tijeras para hacerle un agujero extra. Había sido todo un detalle, pero ¿por qué no se lo habían vuelto a llevar? Tenía que ser un error. Por eso se lo había vuelto a quitar, y esa noche lo había dejado debajo del colchón. Se había despertado varias veces para comprobar que aún seguía allí. Y no lo había soñado.

Se convirtió en su pequeño tesoro. Durante más de veinticuatro horas, el holandés se sintió feliz con su cinturón secreto. Se trataba de algo que los demás no sabían que tenía, de algo que estaba en su poder, pero que no debía estarlo. Era como si le proporcionara cierta ventaja sobre ellos. Dos veces en aquel día, justo después de que el guardia lo controlara a través de la mirilla, se lo había puesto a toda prisa, saltándose un par de enganches del pantalón por lo apresurado que iba, y había dado unos paseos por la celda con los pantalones en su sitio y una gran sonrisa en la boca. Pero sólo durante algunos minutos, luego se quitaba el cinturón y lo volvía a meter debajo del colchón.

Intentó hojear las revistas que le habían dado. Nosotros los Hombres. Se sentía fuerte, pero aun así no conseguía concentrarse, no dejaba de pensar en lo que iba a hacer. Pero antes tenía que escribir una carta. No le llevó mucho tiempo. ¿Tal vez ella se alegrara? Era una buena mujer, y tenía buenas manos. Las dos últimas veces que lo había visitado, había fingido quedarse dormido. Le resultaba muy placentero, que le acariciaran la espalda, que lo tocaran.

La carta estaba lista. Cogió la banqueta del escritorio y la colocó debajo de la ventana que estaba en lo alto de la pared. Se estiró y consiguió enganchar el cinturón a las rejas. Hizo un nudo con la esperanza de que aguantara; antes había introducido el cabo del cinturón por la hebilla, de manera que formaba un lazo. Un buen lazo. Fue fácil introducir la cabeza.

Lo último en lo que pensó fue en su madre en Holanda. Durante un nanosegundo se arrepintió, pero era ya demasiado tarde. La banqueta ya se estaba moviendo bajo sus pies y el cinturón se tensó como un rayo. Durante cinco segundos, alcanzó a constatar que no se le había partido el cuello. Luego todo se volvió negro, en el momento en que la sangre, que entraba a raudales en la cabeza a través de las arterias del cuello, vio obstaculizado su regreso hacia el corazón por el cinturón que le comprimía la garganta. Al cabo de poco minutos, la lengua asomó por su boca, grande y azul, y los ojos parecían los de un pez fuera del agua. Han van der Kerch había muerto con sólo veintitrés años.

Viernes, 13 de noviembre

Billy T. lo había llamado un bloque de pisos, pero el lugar no merecía tal denominación. El edificio tenía que tener la peor ubicación de toda Oslo, estaba aprisionado entre la calle Moss y la de Ekeberg. Fue construido alrededor de 1890, mucho antes de que nadie se imaginara el monstruoso tráfico que acabaría destruyendo el edificio a mordiscos, aunque lo volvía a escupir por ser completamente intragable. Pero aún seguía en pie, a duras penas y en un estado completamente inaceptable para cualquiera que no fuera uno de los usuarios habituales de los bancos de la ciudad, cuya alternativa era un contenedor en el muelle.

Olía a cerrado y era nauseabundo. Según se entraba, había un cubo con restos de vómito viejo y alguna otra cosa indefinible, pero probablemente orgánica. Wilhelmsen ordenó al pelirrojo de nariz respingona que probara la ventana de la cocina. Él tiró y empujó, pero el cristal no se movió.

—Esta ventana hace años que no la abren —jadeó el joven, y recibió un breve asentimiento en respuesta, que él interpretó como el permiso para abandonar aquel intento—. Joder, cómo está esto —constató, y parecía que no se atrevía a moverse por miedo a contagiarse de bacilos desconocidos y mortalmente peligrosos.

«Es demasiado joven», pensó Hanne, que ya había visto demasiados zulos como aquél, a los que algunos llamaban hogares. Dos guantes de plástico atravesaron el aire.

—Toma, ponte éstos —dijo, y ella también se puso los suyos.

La cocina se encontraba a la izquierda según se entraba por el estrecho pasillo. Por todas partes había vómitos de hacía varias semanas. En el suelo había dos bolsas de basura negras. La subinspectora se valió de la punta del zapato para abrirlas un poco. La peste se extendió por la habitación y al pelirrojo le entraron ganas de vomitar.

—Disculpa —jadeó—. Discúlpame.

El chico salió corriendo y ella sonrió un poco y entró en el salón.

No debía de tener más de quince metros cuadrados, a los que había que restarle una alcoba para dormir instalada provisionalmente. La habitación era cuadrada y, más o menos en el centro, habían colocado un puntal. Una cortina marrón de tela barata estaba corrida hacia una pared, enganchada con un clavo a una tabla del techo. La tabla estaba torcida, probablemente había sido puesta allí en una borrachera.

Al otro lado de la cortina había una cama casera, igual de ancha que larga. Era imposible que hubieran lavado aquellas sábanas aquel año. Al levantar el edredón con dos dedos plastificados vio que la sábana bajera parecía la paleta de un pintor, donde la gama de colores era de matices marrón con algo de rojo. Había una botella de medio litro de aguardiente a los pies de la cama. Vacía.

Detrás de la cortina había una estantería estrecha. Sorprendentemente contenía algunos libros. Al mirarlos más detenidamente resultó que eran libros pornográficos daneses, en edición de bolsillo. Por lo demás, la estantería estaba ocupada por algunas botellas medio vacías y otras completamente vacías, algún que otro souvenir de los países vecinos y una fotografía desenfocada de un chico de unos diez años. La cogió y la estudió detenidamente. ¿Tendría Jacob Frøstrup un hijo? ¿Habría en algún sitio un niño que tal vez hubiera querido al pobre heroinómano que murió de una sobredosis en la cárcel provincial de Oslo? Casi sin darse cuenta, limpió el polvo del cristal con la manga de la chaqueta, lo despejó un poco para la fotografía y la devolvió a su sitio.

La única ventana del salón estaba constreñida en el pasillo que se formaba entre la alcoba y el resto de la habitación. Se podía abrir. En el patio trasero, tres pisos más abajo, vio cómo el joven agente de policía se inclinaba con un brazo contra la pared y la cara hacia el suelo. Aún llevaba puestos los guantes de plástico.

—¿Cómo andas?

No obtuvo respuesta, pero el chico se enderezó, miró hacia arriba e hizo un movimiento tranquilizador con el brazo. Inmediatamente después volvió a aparecer por la puerta. Pálido, pero sobrepuesto.

—Yo tuve que pasar por eso por lo menos cinco o seis veces —le dijo ella sonriendo—. Acabarás acostumbrándote. Respira por la boca y piensa en frambuesas. Suele ayudar.

No les llevó más de quince minutos revisar el apartamento. No apareció nada de interés, pero Wilhelmsen no se sorprendió. Billy T. le había asegurado que allí no había nada, que había buscado por todas partes. En fin, no había nada visible. Tendrían que empezar a buscar lo invisible. Envió al chico por herramientas al coche y él pareció agradecerle la oportunidad de volver a salir al aire fresco. Tres minutos después estaba de vuelta.

—¿Pod dónde quiedes que empecemos?

—No hace falta que respires por la boca al hablar, ¿no hablarás al inspirar?

—Como no me tape la nadiz todo el dato, vomito, incluso hablando.

Empezaron por la pared que parecía más nueva, la que estaba detrás del sofá. Era de tablas de madera y eran fáciles de desprender. El joven manejaba bien la palanca y sudó la gota gorda. Allí no había nada. Volvieron a clavar las tablas y colocaron el sofá en su sitio.

—Mida, esto no está tan zucio como lo demás —murmuró el joven, que señaló una tabla del suelo de unos veinte centímetros junto a la pared.

Tenía razón. No cabía duda de que la tabla era mucho más clara que el resto del suelo mugriento. Además, la suciedad entre las tablas, que alisaba el resto del suelo, había desaparecido. Hanne sacó un destornillador, soltó la tabla y la apartó con cuidado. Apareció una pequeña cámara. Estaba repleta de algo envuelto en una bolsa de plástico. El pelirrojo se emocionó tanto que se olvidó respirar por la nariz:

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