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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (22 page)

BOOK: La diosa ciega
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—Esto no parece exactamente el retrato de un gran delincuente —dijo Håkon plegando la carpeta.

—No, pero tampoco parece muy legal reunirse con gente en parques siniestros en medio de la noche.

—El encuentro nocturno con clientes se está convirtiendo en una costumbre en este caso —ironizó Håkon mientras se colocaba el rapé con la lengua.

—Tenemos que tener cuidado. Entre los muchos amigos de Peter Strup también hay gente de la Brigada de Información de la Policía.

Håkon se rindió en la lucha contra el rapé y lo escupió en la papelera. Ya no estaba en forma.

Era una verdadera preciosidad, además de ser el único artículo de lujo que poseía Wilhelmsen. Al igual que la mayoría de los artículos de lujo, no tenía cabida en el sueldo de una subinspectora, pero gracias a la ayuda de una médica, durante seis meses al año podía sentir la libertad de conducir una Harley-Davidson de 1972. Era rosa. Completamente rosa. Rosa Cadillac, con cromo pulido y relumbrante. En esos momentos la tenía desmontada en el sótano, en un taller con las paredes amarillas y una vieja estufa en un rincón que había conectado a la chimenea de la casa sin pedir permiso a la comunidad de vecinos. En las paredes, estanterías de IKEA con numerosas herramientas; en el estante superior, una televisión portátil en blanco y negro.

Ante sí tenía todo el motor desmontado y lo estaba limpiando con bastoncillos para los oídos. Todo era poco para una Harley. Pensó que aún faltaba demasiado tiempo para que llegara marzo, y el pensamiento le hizo sentir la emoción de la primera excursión del año. Era preciso que hiciera un tiempo estupendo y que hubiera charcos. Cecilie iría montada detrás y el ruido del motor sería constante y abrumador. Si no hubiera sido por la mierda del casco… Años atrás, Hanne había recorrido Estados Unidos de costa a costa, con una cinta en la cabeza en la que ponía «Fuck Helmet laws». Pero en Noruega era policía e iba con casco. No era lo mismo. Se perdía parte de la libertad, parte del placer del peligro, el contacto con el viento y los olores.

Volvió a la realidad y encendió el televisor para ver Actualidad de la tarde. El programa estaba empezado y ya se había caldeado. Unos periodistas habían publicado un libro sobre la relación del Partido Laborista con los servicios secretos y, al parecer, sostenían unas tesis que a unos cuantos les resultaban intragables.

Acusaban a los autores de especular y de aportar afirmaciones no documentadas, de periodismo de aficionados y cosas aún peores, de emponzoñar el éter. El periodista, un atractivo hombre de pelo gris, de unos cuarenta años, respondía con la voz tan calmada que al cabo de pocos minutos Hanne se convenció de que tenía razón. Después de atender durante un cuarto de hora, volvió a ponerse con el motor. Los ventiladores estaban sucios tras usarlos durante una larga temporada.

De repente el programa volvió a captar su atención. El presentador, que parecía estar del lado del autor, planteó una pregunta a uno de los críticos. Quería que el invitado le garantizara que no se realizaba ningún trabajo ni se hacía ninguna compra de material para los servicios secretos sin que el dinero saliera de los presupuestos del Estado. El hombre, un señor gris vestido con un traje gris, abrió los brazos de par en par y lo garantizó sin contemplaciones.

—¿De dónde íbamos a sacar el dinero? —preguntó retóricamente.

Aquello le puso la zancadilla durante el resto del programa, y Hanne siguió con su trabajo hasta que Cecilie apareció en la puerta.

—Tengo ya muchísimas ganas de acostarme —dijo sonriendo.

Miércoles, 11 de noviembre

Estaba insatisfecho y de muy mal humor. Su caso, el «gran caso», últimamente se había quedado en nada, y tampoco conseguía sacarle gran cosa a la Policía, aunque probablemente se debiera a que ésta se hallaba tan atascada como él. El director del periódico estaba disgustado y lo había vuelto a meter en el viejo sistema de turnos. Le aburría tener que acudir a los juzgados para intentar sacarle información anodina a un policía lacónico acerca de casos que apenas obtenían espacio para un artículo de una columna.

Estaba sentado con los pies sobre la mesa y daba la impresión de estar tan enfurruñado como un niño de tres años tras una rabieta. El café estaba amargo y tibio. Incluso el cigarrillo le sabía mal. No tenía nada apuntado en su cuaderno.

Se levantó tan bruscamente que se le volcó la taza de café. El negro contenido se extendió rápidamente por los periódicos, las notas y un libro de bolsillo que estaba boca abajo para que no se le cerrara. Fredrick Myhreng se quedó unos segundos mirando el charco antes de decidir que le importaba un bledo. Agarró su cazadora y se apresuró a cruzar la redacción antes de que nadie pudiera pararlo.

La tiendecita la llevaba un antiguo compañero del colegio. Myhreng se pasaba por allí de vez en cuando, para hacerle una copia de las llaves de su casa a la nueva novia de turno —como nunca las devolvían…—, o para ponerle suelas nuevas a las botas. Era incomprensible para él qué tendrían que ver el arreglo de zapatos con las copias de llaves, pero su compañero del colegio no era el único en la ciudad que operaba con esa combinación.

Se saludaron con un «choca esos cinco». Myhreng tenía la incómoda sensación de que el hombre de la tienda estaba orgulloso de conocer a un periodista de la capital, pero se avino a tomar parte en el ritual. El diminuto local estaba vacío y el dueño estaba trabajando con una desgastada bota de invierno negra.

—¡Novia nueva otra vez, Fredrick! ¡En esta ciudad debe de haber ya cerca de cien juegos de llaves de tu casa!

El hombre esbozó una gran sonrisa burda.

—No, sigo con la misma chica. Vengo para pedirte ayuda con una cosa especial.

El periodista sacó una caja de metal de uno de sus holgados bolsillos, la abrió y, con cuidado, sacó los dos moldes de plastilina. Por lo que podía apreciar, los moldes estaban perfectos. Se los enseñó a su amigo.

—Pero, bueno, Fredrick, ¿has empezado a delinquir? —Había una insinuación de seriedad en la voz y añadió—: ¿Es una llave numerada? Yo no hago copias de llaves numeradas. Ni siquiera para ti, viejo amigo.

—No, no está numerada. Lo puedes ver en el molde.

—El molde no me garantiza nada. Qué sé yo, podrías haber quitado los números… Pero me fiaré de tu palabra.

—¿Quiere eso decir que me puedes hacer una copia?

—Sí, pero me va a llevar un tiempo. Aquí no tengo el equipo que me hace falta. Yo uso llaves hechas, como la mayoría de la gente. Luego las pulo con este ordenador tan majo que tengo. —Acarició una máquina monstruosa con un montón de botones—. Dentro de una semana puedes pasarte por aquí. Para entonces debería tenerla lista.

Fredrick Myhreng le dijo que era un ángel; estaba ya saliendo por la puerta cuando se dio la vuelta.

—¿Me podrías decir qué tipo de llave es?

El hombre vaciló.

—Es pequeña. No creo que sea de una puerta grande. ¿Quizás de un armario? Tal vez una caja. ¡Me lo pensaré!

Myhreng volvió al periódico un poco más animado.

Tal vez el chico entre tinieblas disfrutara de salir a dar una vuelta. Wilhelmsen, al menos, estaba dispuesta a hacer un nuevo intento. La información proveniente de la cárcel indicaba que estaba algo mejor, cosa que no significaba mucho.

—Quítale las esposas —ordenó, mientras se preguntaba para sus adentros si los policías jóvenes no eran capaces de pensar por sí mismos.

La figura apática y escuálida que tenía ante ella no hubiera podido hacer gran cosa contra dos fornidos policías. Era dudoso que fuera capaz ni de correr. La camisa le quedaba grande, el cuello que asomaba parecía el de un bosnio apresado por los serbios. Probablemente el pantalón había sido de su talla en algún momento, pero ahora se mantenía subido gracias a un cinturón al que alguien había tenido que hacerle un agujero extra, a muchos centímetros de distancia del anterior. Por si fuera poco, el agujero estaba torcido, con lo que el cabo suelto del cinturón se subía hacia un lado, para luego caer por su propio peso, como una erección malograda. El hombre iba calzado, aunque sin calcetines. Estaba pálido, poco aseado y aparentaba diez años más que la última vez que lo había visto. Le ofreció un cigarrillo y una pastilla para la garganta. Ella se acordaba y él sonrió débilmente.

—¿Qué tal estás? —le preguntó con amabilidad, sin esperar en realidad respuesta, y no la obtuvo—. ¿Puedo traerte algo? ¿Una Coca-Cola? ¿Algo de comer?

—Una chocolatina. Stratos.

Tenía la voz débil y agrietada, probablemente apenas habría hablado en las últimas semanas. La subinspectora pidió tres Stratos por el interfono, y dos cafés. No había metido papel en la máquina de escribir, ni siquiera estaba encendida.

—¿Tienes algo que puedas contarme?

—Stratos —respondió él calladamente.

Esperaron durante seis minutos. Ninguno de los dos dijo nada. El café y la chocolatina los trajo una oficinista, ligeramente molesta por tener que hacer de camarera, aunque se animó con los agradecimientos de la subinspectora.

El holandés que comía chocolate era todo un personaje. Primero desenvolvió la chocolatina con cuidado, siguiendo el borde del pegamento para que no se rompiera el papel, y luego partió la chocolatina siguiendo escrupulosamente las líneas marcadas por la fábrica. A continuación acható el papel sobre la mesa y separó las piezas dejando un milímetro exacto entre ellas. Finalmente empezó a comérselo siguiendo un esquema definido: comenzó por una esquina, luego cogió el pedazo que quedaba por encima en diagonal, después el de la siguiente fila en diagonal hacia atrás, y así fue subiendo en zigzag hasta que llegó arriba. Entonces empezó desde arriba y fue comiendo hacia abajo, siguiendo el mismo patrón, hasta que se acabó la chocolatina. Le llevó cinco minutos. Para acabar lamió el papel hasta que estuvo completamente limpio, lo alisó con los dedos unidos y lo plegó minuciosamente.

—En realidad ya he confesado —dijo finalmente.

Hanne pegó un respingo, se había quedado completamente fascinada por el espectáculo de su ingestión.

—No, estrictamente hablando no has confesado, aún —dijo y, sin hacer movimientos demasiado bruscos, sacó el papel que había preparado con los datos personales obligatorios en la esquina superior de la derecha—. No es necesario que confieses —dijo con calma—. Además tienes derecho a que esté aquí tu abogado. —Con eso había cumplido las reglas y le pareció intuir una sonrisa en la boca del joven cuando mencionó a la abogada, una sonrisa buena—. A ti te gusta Karen Borg —constató con amabilidad.

—Es buena.

El holandés había empezado a comerse la segunda chocolatina, siguiendo el mismo esquema que con la primera…

—¿Te gustaría que ella estuviera ahora aquí o te parece bien que tú y yo tengamos una charla solos?

—Me parece bien.

No estaba del todo segura de si se refería a la primera alternativa o a la segunda, pero lo interpretó a su favor.

—Así que fuiste tú quién mató a Ludvig Sandersen.

—Sí —dijo, aunque estaba más pendiente de la chocolatina que de la conversación. Se le había movido un pedazo y el dibujo estaba alterado, era evidente que eso lo inquietaba.

Hanne suspiró y pensó para sus adentros que aquel interrogatorio iba a tener menos valor que el papel sobre el que lo iba a escribir; aun así merecía la pena intentarlo.

—¿Por qué lo hiciste, Han? —Él ni siquiera la miró—. ¿No quieres contarme por qué? —Siguió sin haber respuesta, la chocolatina estaba a medias—. ¿Hay alguna otra cosa que me quieras contar?

—Roger —dijo, con voz alta y clara, y con la mirada lúcida durante una milésima de segundo.

—¿Roger? ¿Fue Roger quién te pidió que lo mataras?

—Roger.

Estaba a punto de volver a desaparecer en sí mismo, la voz volvía a parecer la de un anciano. O la de un niño.

—¿Se llama algo más aparte de Roger?

Se había roto la comunicación. La mirada distante había reaparecido. La policía llamó a los dos hombres fornidos, ordenó que no lo esposaran y le dio al holandés la última chocolatina, para la merienda. Él se puso muy contento y se fue con una sonrisa.

La nota con su número colgaba en el corcho. Respondieron enseguida al teléfono y ella se presentó. Karen sonaba amable, pero sorprendida. Hablaron durante varios minutos antes de que Hanne fuera al grano.

—No tienes por qué contestar a esto, pero, de todos modos, te lo pregunto: ¿Han van der Kerch te ha mencionado alguna vez el nombre de Roger?

Había dado en el blanco. La abogada se quedó completamente callada. Hanne tampoco dijo nada.

—Todo lo que sé es que anda por Sagene. Prueba allí. Creo que debes buscar a un vendedor de coches. No debería decirte esto. No te lo he dicho.

Hanne le aseguró que nunca lo había oído, le dio las gracias efusivamente, cortó la conversación y marcó un número de tres cifras en el teléfono.

—¿Está Billy T.?

—Hoy tiene el día libre, pero se va a pasar por aquí, creo.

—¡Cuando venga pídele que se ponga en contacto con Hanne en la once!

—¡¡¡Está bien!!!

La atmósfera al otro lado de la ventanilla del coche tenía el aspecto de airados garabatos a lápiz y el aguanieve se adhería al cristal a pesar de los intensos esfuerzos del limpiaparabrisas. Había sido un otoño extraño, el frío intenso se había alternado con la nieve, la lluvia y hasta ochos grados centígrados. Pero ahora el termómetro se había aferrado a algún punto por la mitad del árbol, y desde hacía varios días la temperatura se mantenía en torno a los ceros grados.

—Te estás aprovechando bastante de nuestra vieja amistad, Hanne. —No estaba enfadado, sólo se hacía valer un poco—. Yo trabajo en Desorden, no soy el recadero de Su Alteza Wilhelmsen. Y encima hoy tengo el día libre. En otras palabras: me debes un día libre. Apúntatelo.

Para ver algo tenía que inclinar su enorme cuerpo hasta tocar el cristal. Si no hubiera sido por su tamaño y la cabeza rapada, se le hubiera podido tomar por una cuarentona de un barrio fino, con un BMW y el carné recién sacado.

—Estaré eternamente en deuda contigo —le aseguró Hanne, y pegó un respingo cuando él frenó bruscamente a causa de una sombra que resultó ser un adolescente despistado.

—Joder, no veo una mierda —dijo Billy T., que intentó limpiar el vaho que se formaba en la parte interior del cristal tan pronto como lo quitaba.

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