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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

La diosa ciega (23 page)

BOOK: La diosa ciega
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Hanne giró la clavija de la calefacción, sin que tuviera el más mínimo resultado.

—Propiedad pública —murmuró, y se anotó para sus adentros el número del coche para no volver a cogerlo en días de lluvia—. Sólo he encontrado a un Roger en el negocio del automóvil en Sagene. Así que, por lo menos, no vamos a tener que andar buscándolo —dijo, intentando consolarlo. El coche se subió a una acera y Hanne se golpeó contra la puerta y se dio un golpe en el codo con la manivela de la ventanilla—. Ay, ¿pretendes matarme?

Primero se enfadó, pero luego descubrió que habían llegado.

Billy T. aparcó junto a una pared de hormigón gris, que tenía pintado un gran letrero de prohibido aparcar. Apagó el motor y se quedó sentado con las manos en el regazo.

—¿Qué es lo que vamos a hacer, en realidad?

—Sólo vamos a echar un vistazo. Tal vez asustarlo un poco.

—¿Yo hago de policía o de bandido?

—De cliente, Billy T. Tú eres un cliente. Hasta que yo te diga lo contrario.

—¿Qué estamos buscando?

—Lo que sea. Algún rasgo particular, cualquier cosa de interés.

Hanne salió del coche y cerró la puerta con llave, aunque fue bastante innecesario. Billy T. se limitó a cerrar la suya de un portazo, sin mayores contemplaciones.

—Nadie va a robar este trasto —dijo encogiéndose de hombros, sobre todo para protegerse del frío que le esperaba a la vuelta de la esquina.

La subinspectora adivinó las letras: «SAGENE CAR SALE». Aunque hubiera convenido cambiar los tubos de neón, pues en la penumbra sólo se podía leer: «SA ENE CA S LE».

—¡Vaya, qué ambiente tan internacional!

Cuando entraron por la puerta sonó una campana lejana. Olía a Volvo Amazon. Un olor completamente mareante que procedía de la colección más grande que Wilhelmsen hubiera visto nunca de los así llamados purificadores de aire: cuatro árboles de Navidad de cartón, de unos cincuenta o sesenta centímetros de altura, estaban alineados sobre el mostrador de cinco metros de largo. Los árboles estaban a su vez decorados con árboles más pequeños que colgaban de hilos brillantes y con exuberantes dibujos de mujeres impregnadas de la misma sustancia. Como si fueran regalos al pie de los árboles, en torno a los troncos había unas pilas de tortugas de plástico con olor a ambientador que contribuían lo suyo a que el aire en torno a la caja registradora fuera uno de los más purificados de la ciudad. Las tortugas tenían las cabezas sueltas sobre un pequeño muelle y, cuando los policías abrieron la puerta y se formó corriente, los saludaron amablemente moviendo la cabeza.

Por lo demás, el local estaba repleto de todo lo que pudiera tener alguna utilidad en cualquier cosa que fuera sobre cuatro ruedas. Había tubos de escape y tapas para el contenedor de la gasolina; fundas para los asientos, de nailon, que imitaban la piel de leopardo; dados de cuero y encendedores de coche. Entre las estanterías, donde no cabía ni un estante, había viejas fotografías de calendario de mujeres medio desnudas. Las tetas ocupaban dos tercios de la foto, mientras que los días del calendario se agolpaban en la parte baja, en una estrecha franja completamente innecesaria.

Más de un minuto después de que sonara la campanilla apareció un hombre desde las habitaciones posteriores. Wilhelmsen tuvo que pincharse la mano con la uña del dedo meñique para no reírse.

El tipo tenía el aspecto de un tópico. Era fornido y bajito, no debía de medir más de metro setenta. Llevaba unos pantalones de poliéster marrón, con la raya del pantalón cosida. La costura se había abierto por la rodilla y le daba un aspecto cómico: una larga costura de salchicha que desaparecía y se quedaba en un fino hilo sobre la rodilla, para luego aparecer otra vez después de unos quince centímetros. El pantalón tenía que tener más de veinte años. Desde entonces no había vuelto a ver un pantalón con la raya cosida.

La camisa era una de esas sin mangas, de las que habían llevado en el instituto, azul claro con pequeñas bombas, y en honor a la verdad había que decir que la corbata hacía juego: también era azul celeste. Por encima de aquello, el hombre llevaba una chaqueta de traje a cuadros a la que le faltaba un botón, aunque daba igual, le quedaba tan pequeña que no tardaría en ser imposible cerrarla. Su cabeza recordaba a la de un puercoespín.

—¿Puedo ayudarles? ¿Puedo ayudarles? —dijo en voz alta y amable.

Casi pareció asustarse ante el aspecto del policía con el pendiente en la oreja, pero la presencia de Hanne debió de tranquilizarlo, porque se le iluminó la cara cuando se giró hacia ella para repetir la oferta.

—Sí, me gustaría ver un coche usado —dijo Hanne vacilando un poco y echando una mirada, por encima del hombro del hombrecito, hacia los cristales de una puerta que no debía de haberse limpiado en los dos últimos años. Tenía la sensación de que detrás había un almacén de coches.

—Un coche usado, sí. Pues entonces habéis llegado al sitio adecuado —dijo el hombre riéndose, esta vez con mayor amabilidad aún, como si al principio hubiera pensado que estaban buscando un encendedor de coche y ahora viera la posibilidad de hacer un negocio más sustancioso—. ¿Querrían acompañarme los señores? ¡Acompáñenme!

Los condujo a través de la puerta mugrienta. Billy T. se dio cuenta de que había una puerta igual justo al lado, que daba a una especie de oficina.

El olor del aceite supuso una liberación de los ambientadores. Allí olía simplemente a coche. Estaba claro que aquel negocio no tenía pretensiones de especializarse, había allí Lada, Peugeot, Opel y dos Mercedes de cuatro o cinco años que parecían estar en buen estado.

—¡No hay más que elegir! ¿Podría preguntar qué precio está contemplando pagar el matrimonio?

Les sonrió esperanzado y lanzó una mirada al Mercedes más cercano.

—Unas tres o cuatro mil coronas —murmuró Billy T., el hombre frunció su húmeda boca.

—Está de broma —atajó Hanne—. Tenemos alrededor de unas setenta mil. Pero el límite es flexible. Los buenos de nuestros padres también podrían aportar algo —dijo inclinándose hacia el hombre y susurrando en un tono íntimo.

Al vendedor de coches se le iluminó la cara y la cogió del brazo.

—Pues entonces debería ver este Kadett —dijo. El Kadett tenía muy buena pinta—. Modelo de 1987, no tiene más que cuarenta mil kilómetros, garantizado, y sólo ha tenido un dueño. El coche está perfecto. Y les puedo hacer un buen precio. Un buen precio.

—Es un coche precioso —asintió Hanne, y le dirigió una mirada inequívoca a su marido ficticio.

Él se llevó la mano a la entrepierna y le preguntó al hombre de la chaqueta de cuadros si podía ir al servicio.

—Está justo ahí fuera, justo ahí fuera —respondió él alegremente.

Hanne empezó a preguntarse si tendría algún defecto del habla que le obligara a repetirlo todo dos veces. Una especie de tartamudeo avanzado, pensó. Billy T. desapareció.

—No está bien de la tripa —dijo—. Esta tarde tiene una entrevista de trabajo. Es la cuarta vez que va al baño, el pobre. —El vendedor mostró mucha compasión y la invitó a sentarse en el Kadett, que estaba realmente bien—. No conozco este tipo de coches —continuó ella—. ¿Se tomaría la molestia de sentarte conmigo y explicarme un poco?

Desde luego que se tomaba la molestia. Encendió el motor y le mostró todos los detalles.

—Es un modelo magnífico —dijo enfáticamente—. Va sobre ruedas. Que quede entre nosotros, pero el antiguo dueño era muy agarrado. Lo bueno de eso es que cuidó muy bien del carro.

Acarició el salpicadero recién lavado, encendió y apagó las luces, reguló el asiento, encendió la radio, metió una cinta de Trond Granlund y tardó más de lo necesario en engancharle el cinturón de seguridad a Hanne.

Ella se giró a medias hacia él.

—¿Y el precio?

Ninguno de los coches llevaba precio, cosa que le resultaba llamativa.

—El precio, sí. El precio… —Se lo pensó un poco, se chupó los dientes y luego le dirigió una sonrisa que ella supuso que pretendía ser íntima y amable—. Usted tiene setenta mil coronas y unos padres majetes. Por eso se lo dejo en setenta y cinco mil. Incluida la radio y las ruedas de invierno nuevas.

Llevaban ya más de cinco minutos allí sentados y Hanne estaba empezando a echar de menos a Billy T. No podía pasarse demasiado tiempo regateando por un coche sin verse de pronto comprándolo. Al cabo de tres minutos, su compañero llamó a la ventanilla. Ella la bajó.

—Nos tenemos que ir. Tenemos que ir a buscar a los niños —dijo.

—No, ya iré yo a buscarlos. Tú tienes que ir a la entrevista —lo corrigió ella—. Le llamaré para hablar de este coche —le dijo al hombre del poliéster, que, de todos modos, no pudo disimular del todo su decepción por perder lo que creía que era una venta segura.

Se sobrepuso y le dio a la subinspectora su tarjeta, que era de tan mal gusto como su dueño: de seda artificial azul oscuro:

«Roger Strømsjord, director administrativo», ponía en letras doradas. Un título pretencioso.

—Soy el dueño del negocio —dijo encogiéndose de hombros—. ¡Pero se tiene que dar prisa! Este tipo de coches me los quitan de las manos. Son muy populares. Muy populares, la verdad.

Doblaron la esquina del edificio, esta vez con el viento a su espalda, se metieron en el coche y pasaron dos minutos riéndose, hasta que Hanne tuvo que enjugarse las lágrimas.

—¿Has encontrado algo de interés?

Él se inclinó hacia delante y alzó el culo para sacar un cuadernito del bolsillo trasero del pantalón. Se lo arrojó al regazo.

—Esto es lo único que puede tener interés de lo que había ahí dentro. Lo llevaba en el bolsillo del abrigo.

Hanne ya no se reía.

—¡Joder, Billy T.! Esto no encaja precisamente con lo que aprendimos en la Academia de Policía. Y además es una enorme tontería, como contenga algo de interés no vamos a poder usarlo como prueba. ¡Lo hemos requisado ilegalmente! ¿Cómo podríamos explicarlo?

—Relájate, mujer. Ese cuaderno no va a meter a nadie entre rejas, pero nos puede ayudar a avanzar un poco. A lo mejor. No tengo ni idea de lo que contiene, sólo lo he hojeado un poco. Son números de teléfono. Sé un poco agradecida, anda.

La curiosidad reprimió la irritación de la subinspectora, que empezó a hojear el cuaderno. Como era de esperar, olía a ambientador. Era cierto que contenía un montón de números de teléfono. La mayoría de ellos aparecían a continuación de un nombre; en las cinco o seis primeras páginas, seguían el orden alfabético, pero después era todo un caos. Los últimos números no tenían nombre, algunos llevaban unas iniciales, la mayoría simplemente pequeños signos indescifrables.

Hanne se sorprendió. Algunos de los números empezaban con cifras que no se usaban para eso, pero tampoco tenían prefijos. Siguió pasando las páginas y se detuvo junto a unas iniciales:

—H. V. D. K. —exclamó—. ¡Han van der Kerch! Pero no reconozco el número…

—Compruébalo en la guía telefónica —dijo Billy T., aunque la cogió de la guantera antes de que Hanne tuviera tiempo de reaccionar—. ¿Cómo aparece Van der Kerch? ¿En Van, en Der o en Kerch?

—No lo sé, pruébalo todo.

Lo encontró en Kerch. El número no coincidía con el del cuaderno. Hanne estaba decepcionada, pero tenía la sensación de que en aquellos dos números había algo inexplicable. Era como si tuvieran algún parecido, aunque fueran completamente diferentes. Le llevó treinta segundos comprenderlo.

—¡Eureka! El número de la guía telefónica es el número del cuaderno menos el siguiente número en la serie, si cuentas también con los números negativos y luego le quitas el menos. Billy T. no comprendió una palabra.

—¿Cómo?

—¿Nunca has visto los pasatiempos esos de números? Te dan una serie de números y luego tienes que descubrir la regla para agregar el último número a la lista. Una especie de test de inteligencia, eso dicen algunos, a mí me parece más bien un pasatiempo. Mira: el número del cuaderno es 93 24 35. Si a 9 le restas 3, sale 6. 3 menos 2 es 1, y 2 menos 4 es menos 2. Pasamos del menos. 4 menos 3 es 1, y 3 menos 5 es menos 2. Al 5 le restamos el primer número, 9, y nos da menos 4. El número de la guía telefónica tiene que ser 61 21 24.

—¡Exacto! —Estaba francamente impresionado—. ¿Cómo has aprendido a hacer eso?

—Bah, la verdad es que hubo un tiempo en que tuve intención de estudiar Matemáticas, los números son algo fascinante. Esto no puede ser casualidad. Busca el número de Jørgen Lavik.

Usó el mismo método y tuvo suerte. El número aparecía codificado en la página ocho del cuaderno. Billy T. encendió el motor, que resonó con un bramido tan triunfal como se podía sacar de un viejo Opel Corsa, y se adentró en la tarde grisácea.

—O bien Jørgen Lavik compra muchos coches usados, o esto es la prueba más firme que tenemos en este caso —dijo Hanne en tono triunfal.

—Eres un genio, Hanne —respondió Billy T. con una sonrisa que le partía la cara en dos—. ¡Una puta crack!

Siguieron un rato en silencio.

—¿Sabes? Creo que me han entrado bastantes ganas de comprarme el Kadett ese —murmuró Anne en el momento en que entraban en el garaje de la Comisaría General.

Jueves, 12 de noviembre

Jørgen Ulf Lavik estaba tan seguro de sí mismo como en la ocasión anterior. Håkon Sand se sentía cohibido en sus pantalones de pana con rodilleras y un jersey que tenía desde hacía cinco años, con un caimán agotado al que no le gustaba el agua de la lavadora. El traje del abogado contrastaba fuertemente con la teoría de que el tipo era un tacaño.

—En realidad, ¿qué hace él aquí? —preguntó Lavik dirigiéndose a Wilhelmsen, pero señalando con la cabeza a Sand—. Yo creía que eran los policías los que hacían el trabajo de los negros.

Ambos se ofendieron, probablemente fuera la intención.

—¿Y qué estatus tengo hoy? —continuó el abogado, sin aguardar la explicación de la presencia de Sand—. ¿Soy sospechoso de algo o sigo siendo sólo «testigo»?

—Eres testigo —dijo secamente la subinspectora.

—¿Podría preguntar de qué se supone que soy testigo? Ya es la segunda vez que me presento aquí. Colaboro encantado con la policía, ¿sabéis?, pero a partir de ahora voy a tener que oponerme a más visitas, como no tengáis pronto algo concreto que preguntarme.

Wilhelmsen se quedó mirándolo fijamente durante varios segundos y Lavik tuvo que apartar la mirada, aunque la desvió desdeñosamente hacia Sand.

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