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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (40 page)

BOOK: La conjura de los necios
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—Por supuesto —dijo el jefe administrativo, oyendo sólo a medias. Los rumores que llegaban de la fábrica no presagiaban nada bueno.

—Vaya a ver lo que pasa en la fábrica, González —dijo el señor Levy—. Ya me encargaré yo de localizar a Reilly.

—Sí, señor —el señor González les hizo una profunda inclinación y salió pitando de la oficina.

—Vamos —dijo el señor Levy, que sostenía la puerta abierta. Bastaba acercarse a Levy Pants para que te asediasen toda clase de molestias y de influencias deprimentes. No podías dejar aquello solo ni un momento. Si querías vivir con un poco de tranquilidad y que no te molestaran, tenías que deshacerte de una empresa como Levy Pants. González ni siquiera sabía qué clase de correspondencia salía de la oficina.

—Venga, doctor Freud. Vamonos.

—Qué tranquilo estás. No te importa nada que Abelman nos hunda —los parpados color aguamarina temblaban—. ¿No vas a por el idealista?

—En otra ocasión. Por hoy ya he tenido bastante.

—Mientras tanto Abelman nos tiene acogotados.

—Ni siquiera está en casa —el señor Levy no tenía ganas de hablar otra vez con la mujer que lloraba—. Llamaré esta noche desde la costa. No hay por qué preocuparse. No pueden sacarme medio millón por una carta que no he escrito.

—¿No? Estoy segura de que alguien como Abelman puede hacerlo. Ya me imagino la clase de abogados que se ha conseguido.

Tipos lisiados de cazar ambulancias. Mutilados por verse atrapados en incendios provocados para cobrar el dinero del seguro.

—Bueno, si no te das prisa tendrás que coger el autobús de la costa. Yo ya tengo indigestión de estar en esa oficina.

—De acuerdo, está bien. No puedes perder un minuto de vida disipada por esta mujer, ¿verdad? —la señora Levy indicó a la señorita Trixie, que, en aquel momento, roncaba sonoramente; la zarandeó cogiéndola de un hombro—. Me voy, querida. Todo irá bien, no te preocupes. He hablado con el señor González y está encantado de tenerte aquí de nuevo.

—¡Silencio! —ordenó la señorita Trixie. Su dentadura repiqueteó amenazadora.

—Vamos, antes de que tenga que ponerte la inyección antirrábica —dijo el señor Levy furioso, y agarró a su mujer a través del abrigo de piel.

—Contempla este lugar.

La mano enguantada señaló los míseros muebles de oficina, los suelos alabeados, las banderolas de papel rizado que aún colgaban del techo desde los tiempos en que I. J. Reilly era custodio de los archivos, al señor Zalatimo, que daba patadas a la papelera con frustración alfabética.

—Triste, triste, un negocio a la basura, jóvenes idealistas desdichados rebajándose a falsificar para desquitarse.

—Largúense de una vez —masculló la señorita Trixie, dando una palmada en la mesa.

—Fíjate qué convicción hay en esa voz —dijo la señora Levy orgullosa, mientras su redonda y peluda figura era arrastrada a través de la puerta—. He hecho un milagro.

La puerta se cerró y el señor Zalatimo se acercó a la señorita Trixie, rascándose con aire ausente. Le dio una palmada en el hombro y preguntó:

—Oiga, señora, quizá pueda usted ayudarme en esto. ¿Qué cree usted que va primero, Willis o Williams?

La señorita Trixie le miró furiosa un instante. Luego, le hundió los dientes en la mano. El señor González oyó desde la fábrica los gritos del señor Zalatimo. No sabía si abandonar al chamuscado señor Palermo para ir a ver qué había pasado allí, o quedarse en la fábrica, donde los obreros habían empezado a bailar unos con otros al son de la música de los altavoces. Levy Pants le exigía mucho a uno.

En el coche deportivo, mientras atravesaban las marismas, camino otra vez de la costa, la señora Levy dijo apretándose la ondulante piel alrededor del cuello:

—Voy a crear una Fundación.

—Ya. Supon que ese abogado de Abelman nos saca el dinero.

—No podrá. El joven idealista está atrapado —dijo ella, muy tranquila—. Tiene antecedentes penales. Luego está lo del motín. Con esas referencias, está perdido.

—Vaya. Ahora, resulta que estás de acuerdo en que tu joven idealista es un delincuente.

—Es evidente que sólo estaba él.

—Claro, porque tú querías disfrutar de la señorita Trixie.

—Así es.

—Muy bien. Pero no habrá Fundación.

—Susan y Sandra no se alegrarán precisamente cuando sepan que tu actitud de vagabundo hacia el mundo casi las arruina, sólo por el hecho de que no te molestaste en supervisar tu propia empresa, y ahora tenemos encima un pleito por medio millón. Las chicas no te lo perdonarán. Por lo menos, hasta ahora les proporcionabas comodidades materiales. No les gustará nada saber que podrían haber acabado de prostitutas, o algo peor.

—Por lo menos le sacarían dinero a la cosa, en vez de darlo gratis.

—Por favor, Gus. Ni una palabra más. Hasta en mi espíritu embrutecido queda una cierta sensibilidad. No puedo permitir que calumnies de ese modo a tus hijas —la señora Levy suspiró satisfecha—. Este asunto de Abelman es el más peligroso de todos tus errores. A las chicas se les pondrán los pelos de punta cuando se enteren. Por supuesto, no las asustaré si tú no quieres que lo haga.

—¿Cuánto quieres para esa Fundación?

—Aún no le he decidido. He estado redactando las normas y disposiciones.

—¿Puedo preguntar cómo se va a llamar esa fundación, señora Guggenheim? ¿Fondo de Chantaje Susan y Sandra?

—Se llamará Fundación León Levy, en honor de tu padre. Tengo que hacer algo para honrar el nombre de tu padre, para compensar todo lo que no has hecho tú. Los premios conmemorarán la memoria de aquel gran hombre.

—Comprendo. En otras palabras, coronarás de laureles a viejos que habrán destacado sólo por su inigualable mezquindad.

—Por favor, Gus —la señora Levy alzó una mano enguantada—. Las chicas están emocionadas con mis informes sobre el caso de la señorita Trixie. La Fundación les dará realmente fe en su apellido. Tengo que hacer todo lo posible para compensar tu absoluto fracaso como padre.

—Conseguir un premio de la Fundación León Levy será una afrenta pública. Te lloverán encima los procesos por difamación. Te demandarán todos los premiados. Olvídalo. ¿Qué pasó con el bridge? hay personas que aún siguen jugando. ¿No puedes ir ya a jugar al golf a Lakewood? Toma algunas clases más de baile. Llévate a la señorita Trixie contigo.

—Si te he de ser sincera, la señorita Trixie ya estaba empezando a hartarme.

—¿Así que ése fue el motivo de que terminara tan de repente el programa de rejuvenecimiento?

—He hecho todo lo que he podido por esa mujer. Susan y Sandra están orgullosas de que haya procurado mantenerla activa tanto tiempo.

—Muy bien. Pero no habrá Fundación León Levy.

—Te fastidia, ¿verdad? Percibo resentimiento en tu voz. Lo percibo, sí. Percibo hostilidad. Gus, por tu propio bien. Ese médico del Medical Arts. El que salvó a Lenny. Antes de que sea demasiado tarde. Ahora tendré que vigilarte minuto a minuto, procurar que te pongas en contacto con ese delincuente idealista lo antes posible. Te conozco. Te olvidarás del asunto y Abelman se presentará en la Mansión Levy con un camión y se lo llevará todo.

—Incluida tu tabla de ejercicios.

—Ya te lo he dicho —gritó la señora Levy—. ¡No metas en esto la tabla de ejercicios! —se ajustó las pieles alborotadas—. Ahora, localiza a ese psicópata de Reilly antes de que aparezca por aquí Abelman y empiece a desmontar los tapacubos de este coche deportivo. Abelman no tiene nada que hacer con alguien así. El médico de Lenny puede analizar a ese Reilly, y seguro que el estado le recluye en algún sitio donde no pueda arruinar a la gente. Gracias a Dios, Susan y Sandra no sabrán que estuvieron casi a punto de acabar vendiendo pastillas contra las cucarachas de puerta en puerta. Vaya un disgusto si supieran lo poco que su padre se ha preocupado de su futuro.

IV

George había establecido el puesto de observación en la calle Poydras, frente al garaje de Vendedores Paraíso,
Incorporated
. Había recordado el nombre que llevaba escrito el carrito y luego había buscado la dirección de la empresa. Estuvo toda la mañana esperando por el vendedor gordinflón, que no apareció. Quizá le hubieran echado por acuchillar al mariquita del Callejón del Pirata. Al mediodía, George había dejado su puesto y había bajado al Barrio Francés a recoger los paquetes de la señorita Lee. Ahora, estaba de vuelta en la Calle Poydras, preguntándose si aparecería el vendedor. George había decidido ser amable con él. Darle en seguida unos cuantos dólares. Los vendedores callejeros de bocadillos de salchichas eran pobres, claro. Sabría apreciar unos cuantos billetes. Aquel vendedor era la solución perfecta. No se enteraría nunca de lo que pasaba. Sin embargo, parecía un tipo con estudios.

Por fin, poco después de la una, bajó del tranvía un enorme ropón blanco que avanzó camino del garaje. Unos minutos después, el estrafalario vendedor salía empujando el carro a la acera. Aún llevaba el pendiente, el pañuelo y el sable, según pudo ver George. Si se los ponía en el garaje, era porque debían formar parte del montaje de ventas. Sin embargo, por la forma que tenía de hablar, era evidente que había ido mucho tiempo a la escuela. Probablemente ése fuera el origen de su problema. George había sido lo bastante listo para largarse de la escuela lo antes posible. No quería acabar como aquel tipo.

George le observó mientras empujaba el carro por la acera, se paraba y pegaba una hoja de papel en la parte delantera del carro. George utilizaría la psicología. Apelaría a la cultura del vendedor. Eso y el dinero le permitirían alquilarle el compartimento de los panecillos.

Luego, un viejo asomó la cabeza por la puerta del garaje, salió corriendo detrás del vendedor y le atizó en la espalda con un tenedor grande.

—Muévete, orangután —gritó el viejo—. Ya has llegado tarde otra vez. Toda la mañana sin aparecer. Hoy tienes que vender algo, si no...

El vendedor dijo algo fría y quedamente. George no pudo entenderle, pero duró largo rato.

—A mí no me importa que tu madre se drogue —contestó el viejo—. No quiero oír más cuentos sobre ese accidente de automóvil y tus sueños y tu condenada novia. Lárgate ya, babuino. Hoy quiero cinco dólares como mínimo.

Con un empujón del viejo, el vendedor rodó hasta la esquina desapareció por la Calle St. Charles. En cuanto el viejo volvió al garaje, George salió detrás el carro.

Ignatius, sin darse cuenta de que le seguían, lanzó el carro entre el tráfico por St. Charles abajo, camino del Barrio Francés. Se había quedado trabajando hasta tan tarde la noche anterior, preparando la conferencia para la asamblea constituyente, que no había podido despegarse de sus amarillentas sábanas casi hasta el mediodía, e incluso entonces sólo había podido despertarse gracias a los violentos chillidos y porrazos en la puerta de su madre. Ahora que estaba ya en la calle, tenía un problema. La comedia refinada se estrenaba precisamente este día en el RKO Orpheum. Había logrado sacarle a su madre doce centavos para el transporte de vuelta a casa, aunque hasta eso le había regateado. Tenía que vender, fuese como fuese, y deprisa, cinco o seis bocadillos, aparcar el carro en algún sitio y entrar en aquel cine para que sus incrédulos ojos bebieran cada blasfemo instante tecnicoloreado.

Perdido en sus cavilaciones sobre posibles medios de obtener dinero, Ignatius no advirtió que hacía un rato que su carro viajaba en una línea recta continuada. Cuando intentó arrimarse más al bordillo, el carro no aceptó inclinarse lo más mínimo hacia la derecha. Ignatius paró y vio que una de las ruedas de bicicleta estaba encajada en el surco de la vía del tranvía. Intentó desenganchar la rueda, pero el carro pesaba demasiado para que resultara fácil aquella maniobra. Se agachó e intentó levantar el carro de un lado. Cuando deslizaba las manos bajo el gran panecillo de lata, oyó entre la niebla ligera el rumor de un tranvía que se aproximaba. En sus manos aparecieron los bultitos duros y la válvula, tras titubear un instante frenético, se cerró de golpe. Ignatius tiró hacia arriba furioso. La rueda de bicicleta se desenganchó de la vía, se alzó hacia arriba, se balanceó en el aire unos segundos y quedó horizontal al volcar el carro lateralmente con un gran estruendo. Una de las tapitas del panecillo de lata se abrió, depositando en la calle unas cuantas salchichas humeantes.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Ignatius, viendo que la silueta del tranvía iba formándose a media manzana de distancia—. ¿Qué diabólico truco usa ahora conmigo Fortuna?

Abandonando el carro volcado, Ignatius, avanzó por las vías hacia el tranvía, el ropón suelto balanceándose alrededor de los tobillos. El tranvía color oliva y cobre avanzaba lento hacia él, cabeceando y balanceándose lánguidamente. El tranviario, al ver aquella figura inmensa, blanca y esférica, resoplando en medio de las vías, detuvo el vehículo y abrió una de las ventanillas delanteras.

—Perdone usted, caballero —le dijo el hombre del pendiente—. Si es tan amable de esperar un momento, intentaré enderezar mi vehículo escorado.

George vio entonces su oportunidad. Corrió junto a Ignatius y le dijo animoso:

—Venga, profe, saquemos esto de la vía entre los dos.

—¡Oh, Dios mío! —atronó Ignatius—. Mi Némesis pubescente. Qué día prometedor parece éste. Me va a atropellar un tranvía y además me van a robar, con lo que estableceré un récord en la empresa. Lárgate, golfillo depravado.

—Coja usted por ese lado, que yo cogeré por éste.

El tranvía les pitaba.

—Está bien —dijo al fin Ignatius—. En realidad, me sentiría muy feliz dejando este ridículo artilugio aquí tirado.

George cogió un extremo del panecillo y dijo:

—Será mejor que cierre usted esa trampilla antes de que se caigan más salchichas.

Ignatius cerró de una patada la trampilla, como si intentara ganar un partido de fútbol profesional, cortando limpiamente en dos secciones una salchicha que asomaba.

—Cálmese, profe. Va a romper el carro.

—Tú cállate, truhán. No te pedí conversación.

—Está bien —dijo George, encogiéndose de hombros—. En fin, sólo intentaba ayudar.

—¿Cómo ibas tú a poder ayudarme? —aulló Ignatius, poniendo al descubierto unos dientes amarillentos—. Es muy probable que alguna autoridad de esta sociedad ande, en estos momentos, siguiendo el aroma de tu asfixiante tónico capilar. ¿De dónde has salido? ¿Por qué andas siguiéndome?

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