La comunidad del anillo (73 page)

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Authors: J. R. R. Tolkien

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La comunidad del anillo
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—No entiendo por qué razón tenemos que cruzar los rápidos o seguir el curso del río todavía más —dijo Boromir—. Si Emyn Muil está ahí delante, podríamos abandonar estas cáscaras de nuez y marchar hacia el oeste y el sur hasta llegar al Entaguas y pasar a mi propio país.

—Sí, si vamos a Minas Tirith —dijo Aragorn—, pero todavía no está decidido. Y ese rumbo puede ser más peligroso de lo que parece. El valle del Entaguas es llano y pantanoso, y la niebla es un peligro mortal para quienes van cargados y a pie. Yo no abandonaría las barcas hasta que fuese indispensable. En el río al menos no podremos extraviarnos.

—Pero el enemigo domina la costa oriental —dijo Boromir—. Y aunque cruzáramos las Puertas de Argonath y llegáramos sanos y salvos a Escarpa, ¿qué haríamos entonces? ¿Saltar por encima de las Cascadas y caer en los pantanos?

—¡No! —respondió Aragorn—. Di mejor que llevaremos las barcas por el viejo camino hasta el pie del Rauros, donde volveremos al agua. ¿Ignoras, Boromir, o prefieres olvidar la Escalera del Norte y el elevado sitial de Amon Hen, que fueron construidos en los días de los grandes reyes? Yo al menos tengo la intención de detenerme en esas alturas antes de decidir qué camino seguiremos. Quizá veamos allí alguna señal que pueda orientarnos.

Boromir discutió este plan largo rato, pero cuando fue evidente que Frodo seguiría a Aragorn, no importaba dónde, cedió de pronto.

—Los hombres de Minas Tirith no abandonan a sus amigos en los momentos difíciles —dijo—, y necesitaréis de mis fuerzas, si llegáis a Escarpa. Iré hasta la isla alta, pero no más adelante. De allí me volveré a mi país, solo, si no me gané con mi ayuda la recompensa de un compañero.

 

El día avanzaba y la niebla se había disipado un poco. Se decidió que Aragorn y Legolas se adelantaran a lo largo de la costa, mientras los otros se quedaban en las barcas. Aragorn esperaba encontrar algún camino por el que pudieran llevar las barcas y el equipaje hasta las aguas tranquilas de más allá de los rápidos.

—Las barcas de los elfos no se hundirían quizá —dijo—, pero eso no significa que podríamos sobrevivir a los rápidos. Nadie lo ha conseguido hasta ahora. Los Hombres de Gondor no abrieron ningún camino en esta región, pues aun en los mejores días el reino no llegaba hasta el Anduin más allá de Emyn Muil; pero hay una senda para bestias de carga en alguna parte de la orilla occidental y espero encontrarla. No creo que haya desaparecido, pues en otro tiempo las embarcaciones lógicas cruzaban las Tierras Asperas descendiendo hasta Osgiliath y esto hasta hace pocos años, cuando los orcos de Mordor empezaron a multiplicarse.

—He visto pocas veces a lo largo de mi vida que una barca viniera del norte, y los orcos dominan la orilla oriental —dijo Boromir—. Si seguimos adelante, el peligro crecerá con cada milla y aún falta encontrar un camino.

—El peligro acecha en todos los caminos que van al sur –respondió Aragorn—. Esperadnos un día. Si en ese tiempo no volvemos, sabréis que el infortunio nos ha alcanzado esta vez. Entonces tendréis que elegir un nuevo jefe y luego seguirlo como mejor podáis.

Frodo sintió una congoja en el corazón mientras miraba cómo Aragorn y Legolas ascendían la empinada barranca y desaparecían en la niebla; pero no había por qué preocuparse. Sólo habían pasado dos o tres horas y era aún el mediodía cuando las formas borrosas de los exploradores aparecieron de nuevo.

—Todo bien —dijo Aragorn, bajando por la barranca—. Hay una senda, lleva a un embarcadero todavía útil. No está lejos. Los rápidos empiezan media milla aguas abajo y no se extienden por más de una milla. No mucho después la corriente se vuelve de nuevo clara y mansa, aunque sigue siendo rápida. El trabajo más duro será llevar las barcas y el equipaje hasta el viejo sendero. Lo hemos encontrado, pero corre bastante lejos de la orilla, a unas doscientas yardas, y al amparo de una pared de roca. No hemos visto el desembarcadero del norte. Si aún existe tenemos que haber pasado anoche por allí. Podríamos remontar con mucho trabajo la corriente y quizá no lo viéramos en la niebla. Temo que tengamos que dejar el río ahora mismo y tomar como podamos ese camino.

—No será fácil, aunque todos fuéramos hombres —dijo Boromir.

—Lo intentaremos sin embargo, tal como somos —dijo Aragorn.

—Claro que sí —dijo Gimli—. ¡Las piernas se les doblan a los hombres cuando el camino es duro, pero un enano nunca cae, aunque lleve una carga dos veces más pesada que él mismo, señor Boromir!

 

El trabajo fue duro en verdad, pero se llevó a cabo. Descargaron los bultos de las embarcaciones y los llevaron a la cima de la barranca. Luego sacaron las barcas del agua y las arrastraron hasta arriba. Habían temido que fuesen mucho más pesadas. Ni siquiera Legolas sabía de qué árbol del país élfico era aquella madera, dura y sin embargo muy liviana. En terreno llano, Merry y Pippin podían llevar solos la barca y con facilidad. Pero se necesitaba la fuerza de dos hombres para transportarlas en vilo por aquel terreno; nacía en pendiente a orillas del río y era un amontonamiento de piedras calcáreas de color gris, con muchos agujeros escondidos, tapados con zarzas y matorrales; las matas espinosas abundaban y también las grietas; había aquí y allá charcos pantanosos que eran alimentados por unos hilos de agua que venían de las tierras altas del interior.

Aragorn y Boromir fueron llevando las barcas, una a una, mientras los otros se afanaban y tambaleaban detrás con el equipaje. Al fin todo fue mudado y depositado en el sendero. Luego, sin encontrar otros obstáculos que las plantas rampantes y las numerosas piedras caídas, marcharon todos juntos. La niebla colgaba todavía en velos sobre la casi desmoronada pared de roca; a la izquierda la bruma ocultaba el río: podían oír cómo se precipitaba en espumas contra las salientes afiladas y los dientes de piedra de Sarn Gebir, pero no lo veían. Hicieron dos veces el viaje antes que todo estuviera a salvo en el embarcadero del sur.

Allí la senda se acercaba a la orilla, descendiendo poco a poco hasta el borde apenas elevado de una pequeña laguna. La cuenca no parecía ser obra de alguna mano sino de los remolinos del agua que descendía de Sarn Gebir, golpeando una roca baja que se adentraba en el río. Más allá la orilla subía a pique en una muralla gris y no había ningún pasaje para los que iban a pie.

La breve tarde había quedado atrás y ya caía el crepúsculo pálido y nuboso. Los viajeros se habían sentado junto al río escuchando la confusa precipitación de las aguas, el rugido de los rápidos ocultos en la bruma. Se sentían cansados y con sueño, tan melancólicos como el día moribundo.

—Bueno, aquí estamos y aquí tendremos que pasar otra noche —dijo Boromir—. Necesitamos dormir y si a Aragorn se le ha ocurrido cruzar de noche las Puertas de Argonath... bueno, estamos todos demasiado cansados; excepto sin duda nuestro vigoroso enano.

Gimli no replicó; cabeceaba sentado.

—Descansemos ahora todo lo posible —dijo Aragorn—. Mañana viajaremos otra vez de día. Si el tiempo no cambia una vez más y no se pone contra nosotros, tenemos una buena posibilidad de escurrirnos sin que nos vean desde la orilla de enfrente. Pero esta noche se turnarán dos en la guardia: tres horas de reposo y una de vigilia.

 

No hubo esa noche nada peor que una corta llovizna, una hora antes del alba. Llegó el día y se pusieron en camino. La niebla estaba desvaneciéndose. Se mantenían lo más cerca posible de la orilla occidental y se podían ver las formas oscuras de las barrancas, más altas cada vez; muros sombríos que hundían los pies en las aguas apresuradas. A media mañana las nubes descendieron y empezó a llover copiosamente. Extendieron las cubiertas de pieles sobre las barcas, para que no entrara el agua, y continuaron dejándose llevar río abajo. Las cortinas grises de la lluvia no les permitían ver lo que había delante o alrededor.

La lluvia, sin embargo, no duró mucho. El cielo fue aclarándose lentamente y luego las nubes se abrieron, y arrastrando unos flecos desaliñados se alejaron hacia el norte. Las nieblas y brumas habían desaparecido. Delante de los viajeros se extendía una amplia hondonada, de grandes paredes rocosas, de donde colgaban unos pocos arbustos retorcidos, aferrados a las salientes y las grietas. El cauce se hizo más estrecho y el río más rápido. Las aguas corrían con las barcas y parecía difícil que pudieran detenerse o cambiar el rumbo, cualquiera fuese el obstáculo que se les presentara delante. Sobre ellos el cielo era un prado azul; alrededor se extendía el río oscurecido, y delante, negras, las colinas de los Emyn Muil al sol, y en ellas no se veía ninguna abertura.

Frodo miraba hacia adelante y de pronto vio dos rocas que se acercaban desde lejos: parecían dos grandes pináculos o pilares de piedra. Altas, verticales, amenazadoras, se erguían a ambos lados del río. Una estrecha abertura apareció entre ellas, y el río arrastró hacia allí las barcas.

—¡Mirad los Argonath, los Pilares de los Reyes! — gritó Aragorn—. Los cruzaremos pronto. ¡Mantened las barcas en fila y tan apartadas como sea posible! ¡Siempre por el medio de la corriente!

Frodo, arrastrado por las aguas, sintió que las dos torres se adelantaban a recibirlo. Eran unas formas gigantescas, vastas figuras grises, mudas pero peligrosas. En seguida vio que los pilares eran en verdad unas tallas enormes, que el arte y los antiguos poderes habían trabajado en ellos y que a pesar de los soles y las lluvias de años olvidados todavía seguían siendo unas poderosas imágenes. Sobre unos grandes pedestales apoyados en el fondo de las aguas se levantaban dos grandes reyes de piedra: los ojos velados bajo unas cejas hendidas aún miraban ceñudamente al norte. Los dos adelantaban la mano izquierda, mostrando la palma en un ademán de advertencia: en la mano derecha tenían una hacha y sobre la cabeza llevaban un casco y una corona desmoronados. Aún daban impresión de poder y majestad, guardianes silenciosos de un reino desaparecido hacía tiempo. Frodo se sintió invadido por un temor reverente y se encogió cerrando los ojos, sin atreverse a mirar mientras la barca se acercaba. Hasta Boromir inclinó la cabeza cuando las embarcaciones pasaron en un torbellino, como hojitas frágiles y voladizas, a la sombra permanente de los centinelas de Númenor. Así cruzaron la abertura oscura de las Puertas.

Los terribles acantilados se alzaban ahora a cada lado a alturas inescrutables. El cielo pálido parecía estar muy lejos. Las aguas negras rugían y resonaban, y un viento chillaba sobre ellas. Frodo, la cabeza entre las rodillas, oyó a Sam que gruñía y murmuraba adelante.

—¡Qué sitio! ¡Qué sitio horrible! ¡Que pueda yo salir de este bote y nunca volveré a mojarme los pies en un charco y menos en un río!

—¡No temas! —dijo una voz extraña, detrás de él.

Frodo se volvió y vio a Trancos, y sin embargo no era Trancos, pues el curtido montaraz ya no estaba allí. En la popa venía sentado Aragorn hijo de Arathorn, orgulloso y erguido, guiando la barca con hábiles golpes de pala; se habla echado atrás la capucha, los cabellos negros le flotaban al viento y tenía una luz en los ojos: un rey que vuelve del exilio.

—¡No temas! —repitió—. Durante muchos años anhelé contemplar las imágenes de Isildur y Anárion, mis señores de otro tiempo. A la sombra de estos señores, Elessar, Piedra de Elfo, hijo de Arathorn de la casa de Valandil hijo de Isildur, heredero de Elendil, ¡no tiene nada que temer!

En seguida la luz se le apagó en los ojos y Aragorn dijo como hablándose a sí mismo:

—¡Ah, si ahora Gandalf estuviera aquí! ¡Qué nostalgia tengo de Minas Anor y las murallas de mi ciudad! ¿A dónde iré ahora?

El paso era largo y oscuro y había allí un ruido de viento, de aguas tormentosas y de ecos que resonaban en las paredes de piedra. Describía una curva hacia el oeste, de modo que al principio todo era oscuro delante, pero Frodo vio luego una alta brecha luminosa, que crecía con rapidez. De pronto las barcas salieron precipitadas a una luz vasta y clara.

 

El sol, que ya había dejado muy atrás el mediodía, brillaba en un cielo ventoso. Las aguas se extendían ahora en un largo lago oval, el pálido Nen Hithoel, rodeado de colinas grises y abruptas; las faldas estaban cubiertas de árboles, pero las cimas desnudas brillaban fríamente a la luz del sol. En el extremo sur había tres picos. El del medio se inclinaba un poco hacia adelante, apartándose de los otros: una isla en medio del agua, entre los brazos pálidos y centelleantes del río. De lejos venía un rugido profundo, como un trueno distante.

—¡Mirad el Tol Brandir! —dijo Aragorn señalando el pico alto del sur—. A la izquierda se alza el Amon Lhaw y a la derecha el Amon Hen, las colinas del Oído y de la Vista. En los días de los grandes reyes había sitiases ahí arriba y una guardia permanente. Pero se dice que ningún pie de hombre o de bestia ha hollado alguna vez el Tol Brandir. Antes que caigan las sombras de la noche ya estaremos allí. Escucho la voz eterna del Rauros, que nos llama.

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