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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Relato

La ciudad y los perros (2 page)

BOOK: La ciudad y los perros
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—¿Listo? —dijo el Jaguar.

—Sí.

—Vamos al baño.

El Jaguar caminó delante, entró al baño empujando la puerta con las dos manos. En la claridad amarillenta del recinto, Cava comprobó que el Jaguar estaba descalzo; sus pies eran grandes y lechosos, de uñas largas y sucias; olían mal.

—Rompí un vidrio —dijo, sin levantar la voz.

Las manos del Jaguar vinieron hacia él como dos bólidos blancos y se incrustaron en las solapas de su sacón, que se cubrió de arrugas. Cava se tambaleó en el sitio, pero no bajó la mirada ante los ojos del Jaguar, odiosos y fijos detrás de unas pestañas corvas.

—Serrano —murmuró el Jaguar despacio—. Tenías que ser serrano. Si nos chapan, te juro…

Lo tenía siempre sujeto de las solapas. Cava puso sus manos sobre las del Jaguar. Trató de separarlas, sin violencia.

—¡Suelta! —dijo el Jaguar. Cava sintió en su cara una lluvia invisible—. ¡Serrano!

Cava dejó caer las manos.

—No había nadie en el patio —susurró—. No me han visto.

El Jaguar lo había soltado; se mordía el dorso de la mano derecha.

—No soy un desgraciado, Jaguar —murmuró Cava—. Si nos chapan, pago solo y ya está.

El Jaguar lo miró de arriba abajo. Se rió.

—Serrano cobarde —dijo—. Te has orinado de miedo. Mírate los pantalones.

H
A OLVIDADO
la casa de la avenida Salaverry, en Magdalena Nueva, donde vivió desde la noche en que llegó a Lima por primera vez, y el viaje de dieciocho horas en automóvil, el desfile de pueblos en ruinas, arenales, valles minúsculos, a ratos el mar, campos de algodón, pueblos y arenales. Iba con el rostro pegado a la ventanilla y sentía su cuerpo roído por la excitación: «voy a ver Lima». A veces, su madre lo atraía hacia ella, murmurando: «Richi, Ricardo». Él pensaba: «¿por qué llora?». Los otros pasajeros dormitaban o leían y el chofer canturreaba alegremente el mismo estribillo, hora tras hora. Ricardo resistió la mañana, la tarde y el comienzo de la noche sin apartar su mirada del horizonte, esperando que las luces de la ciudad surgieran de improviso, como una procesión de antorchas. El cansancio adormecía poco a poco sus miembros, embotaba sus sentidos; entre brumas, se repetía con los dientes apretados: «no me dormiré». Y, de pronto, alguien lo movía con dulzura, «Ya llegamos, Richi, despierta». Estaba en las faldas de su madre, tenía la cabeza apoyada en su hombro, sentía frío. Unos labios familiares rozaron su boca y él tuvo la impresión de que, en el sueño, se había convertido en un gatito. El automóvil avanzaba ahora despacio: veía vagas casas, luces, árboles y una avenida más larga que la calle principal de Chiclayo. Tardó unos segundos en darse cuenta que los otros viajeros habían descendido. El chofer canturreaba ya sin entusiasmo. «¿Cómo será?», pensó. Y sintió, de nuevo, una ansiedad feroz, como tres días antes, cuando su madre, llamándolo aparte para que no los oyera la tía Adelina, le dijo: «tu papá no estaba muerto, era mentira. Acaba de volver de un viaje muy largo y nos espera en Lima». «Ya llegamos», dijo su madre. «¿Avenida Salaverry, si no me equivoco?», cantó el chofer. «Sí, número treinta y ocho», repuso la madre. Él cerró los ojos y se hizo el dormido. Su madre lo besó. «¿Por qué me besa en la boca?», pensaba Ricardo; su mano derecha se aferraba al asiento. Al fin, el coche se inmovilizó después de muchas vueltas. Mantuvo cerrados los ojos, se encogió junto al cuerpo que lo sostenía. De pronto, el cuerpo de su madre se endureció. «Beatriz», dijo una voz. Alguien abrió la puerta. Se sintió alzado en peso, depositado en el suelo, sin apoyo, abrió los ojos: el hombre y su madre se besaban en la boca, abrazados. El chofer había dejado de cantar. La calle estaba vacía y muda. Los miró fijamente; sus labios medían el tiempo contando números. Luego, su madre se separó del hombre, se volvió hacia él y le dijo: «es tu papá, Richi. Bésalo». Nuevamente lo alzaron dos brazos masculinos y desconocidos; un rostro adulto se juntaba al suyo, una voz murmuraba su nombre, unos labios secos aplastaban su mejilla. Él estaba rígido.

Ha olvidado también el resto de aquella noche, la frialdad de las sábanas de ese lecho hostil, la soledad que trataba de disipar esforzando los ojos para arrancar a la oscuridad algún objeto, algún fulgor, y la angustia que hurgaba su espíritu como un laborioso clavo. «Los zorros del desierto de Sechura aúllan como demonios cuando llega la noche; ¿sabes por qué?: para quebrar el silencio que los aterroriza», había dicho una vez tía Adelina. Él tenía ganas de gritar para que la vida brotara en ese cuarto, donde todo parecía muerto. Se levantó: descalzo, semidesnudo, temblando por la vergüenza y la confusión que sentiría si de pronto entraban y lo hallaban de pie, avanzó hasta la puerta y pegó el rostro a la madera. No oyó nada. Volvió a su cama y lloró, tapándose la boca con las dos manos. Cuando la luz ingresó a la habitación y la calle se pobló de ruidos, sus ojos seguían abiertos y sus oídos en guardia. Mucho rato después, los escuchó. Hablaban en voz baja y sólo llegaba a él un incomprensible rumor. Luego oyó risas, movimientos. Más tarde sintió abrirse la puerta, pasos, una presencia, unas manos conocidas que le subían las sábanas hasta el cuello, un aliento cálido en las mejillas. Abrió los ojos: su madre sonreía. «Buenos días», dijo ella, tiernamente; «¿No besas a tu madre?». «No», dijo él.

«P
ODRÍA IR
y decirle dame veinte soles y ya veo, se le llenarían los ojos de lágrimas y me daría cuarenta o cincuenta, pero sería lo mismo que decirle te perdono lo que hiciste a mi mamá y puedes dedicarte al puterío con tal que me des buenas propinas». Bajo la bufanda de lana que le regaló su madre hace meses, los labios de Alberto se mueven sin ruido. El sacón y la cristina que lleva hundida hasta las orejas, lo defienden contra el frío. Su cuerpo se ha acostumbrado a la presión del fusil, que ahora casi no siente. «Ir y decirle qué ganamos con no aceptar un medio, deja que nos mande un cheque cada mes hasta que se arrepienta de sus pecados y vuelva a casa, pero ya veo, se pondrá a llorar y dirá que hay que llevar la cruz con resignación como Nuestro Señor y aunque acepte cuánto tiempo pasará hasta que se pongan de acuerdo y no tendré mañana los veinte soles». Según el reglamento, los imaginarias deben recorrer el patio del año respectivo y la pista de desfile, pero él ocupa su turno en caminar a la espalda de las cuadras, junto a la alta baranda descolorida que protege la fachada principal del colegio. Desde allí ve entre los barrotes, como el lomo de una cebra, la carretera asfaltada que serpentea al pie de la baranda y el borde de los acantilados, escucha el rumor del mar y, si la neblina no es espesa, distingue a lo lejos, igual a una lanza iluminada, el malecón del balneario de La Punta penetrando en el mar como un rompeolas y, al otro extremo, cerrando la bahía invisible, el resplandor en abanico de Miraflores, su barrio. El oficial de guardia pasa revista a los imaginarias cada dos horas: a la una, lo hallará en su puesto. Mientras, Alberto planea la salida del sábado. «Podría que unos diez tipos se soñaran con la película ésa, y viendo tantas mujeres en calzones, tantas piernas, tantas barrigas, tantas, me encarguen novelitas, pero acaso pagan adelantado y cuándo las haría si mañana es el examen de Química y tendré que pagarle al Jaguar por las preguntas salvo que Vallano me sople a cambio de cartas pero quién se fía de un negro. Podría que me pidan cartas, pero quién paga al contado a estas alturas de la semana si ya el miércoles todo el mundo ha quemado sus últimos cartuchos en «La Perlita» y en las timbas. Podría gastarme veinte soles si los consignados me encargan cigarrillos y se los pagaría en cartas o novelitas, y la que se armaría, encontrarme veinte soles en una cartera perdida en el comedor o en las aulas o en los excusados, meterme ahora mismo en una cuadra de los perros y abrir roperos hasta encontrar veinte soles o mejor sacar cincuenta centavos a cada uno para que se note menos y sólo tendría que abrir cuarenta roperos sin despertar a nadie contando que en todos encuentre cincuenta centavos, podría ir donde un suboficial o un teniente, présteme veinte soles que yo también quiero ir donde la Pies Dorados, ya soy un hombre y quién mierda grita ahí…»

Alberto demora en identificar la voz, en recordar que es un imaginaria lejos de su puesto. Vuelve a oír, más fuerte, «¿qué le pasa a ese cadete?», y esta vez reaccionan su cuerpo y su espíritu, alza la cabeza, su mirada distingue como en un remolino los muros de la Prevención, varios soldados sentados en una banca, la estatua del héroe que amenaza con la espada desenvainada a la neblina y a las sombras, imagina su nombre escrito en la lista de castigo, su corazón late alocado, siente pánico, su lengua y sus labios se mueven imperceptiblemente, ve entre el héroe de bronce y él, a menos de cinco metros, al teniente Remigio Huarina, que lo observa con las manos en la cintura.

—¿Qué hace usted aquí?

El teniente avanza hacia Alberto, éste ve tras los hombros del oficial, la mancha de musgo que oscurece el bloque de piedra que sostiene al héroe, mejor dicho la adivina, pues las luces de la Prevención son opacas y lejanas, o la inventa: es posible que ese mismo día los soldados de guardia hayan raspado y fregado el pedestal.

—¿Y? —dice el teniente, frente a él—. ¿Qué hay?

Inmóvil, la mano derecha clavada en la cristina, tenso, todos sus sentidos alertas, Alberto permanece mudo ante el hombrecillo borroso que aguarda también inmóvil, sin bajar las manos de la cintura.

—Quiero hacerle una consulta, mi teniente —dice Alberto «podría jurarle me estoy muriendo de dolor de estómago, quisiera una aspirina o algo, mi madre está gravísima, han matado a la vicuña, podría suplicarle…»—. Quiero decir, una consulta moral.

—¿Qué ha dicho?

—Tengo un problema —dice Alberto, rígido «…decir mi padre es general, contralmirante, mariscal y juro que por cada punto perderá un año de ascenso, podría…»—. Es algo personal. —Se interrumpe, vacila un instante, luego miente—: El coronel dijo una vez que podíamos consultar a nuestros oficiales. Sobre los problemas íntimos, quiero decir.

—Nombre y sección —dice el teniente. Ha bajado las manos de la cintura; parece más frágil y pequeño. Da un paso adelante y Alberto ve, muy cerca y abajo, el hocico, los ojos fruncidos y sin vida de batracio, el rostro redondo contraído en un gesto que quiere ser implacable y sólo es patético, el mismo que adopta cuando ordena el sorteo de consignas, invención suya: «brigadieres, métanles seis puntos a todos los números tres y múltiplos de tres».

—Alberto Fernández, quinto año, primera sección.

—Al grano —dice el teniente—. Al grano.

—Creo que estoy enfermo, mi teniente. Quiero decir de la cabeza, no del cuerpo. Todas las noches tengo pesadillas —Alberto ha bajado los párpados, simulando humildad, y habla muy despacio, la mente en blanco, dejando que los labios y la lengua se desenvuelvan solos y vayan armando una telaraña, un laberinto para extraviar al sapo—. Cosas horribles, mi teniente. A veces sueño que mato, que me persiguen unos animales con caras de hombres. Me despierto sudando y temblando. Algo horrible, mi teniente, le juro.

El oficial escruta el rostro del cadete. Alberto descubre que los ojos del sapo han cobrado vida; la desconfianza y la sorpresa asoman en sus pupilas como dos estrellas moribundas. «Podría reír, podría llorar, gritar, podría correr». El teniente Huarina ha terminado su examen. Bruscamente, da un paso atrás y exclama:

—¡Yo no soy un cura, qué carajo! ¡Váyase a hacer consultas morales a su padre o a su madre!

—No quería molestarlo, mi teniente —balbucea Alberto.

—Oiga, ¿y este brazalete? —dice el oficial, aproximando el hocico y los ojos dilatados—. ¿Está usted de imaginaria?

—Sí, mi teniente.

—¿No sabe que el servicio no se abandona nunca, salvo muerto?

—Sí, mi teniente.

—¡Consultas morales! Es usted un tarado. —Alberto deja de respirar: la mueca ha desaparecido del rostro del teniente Remigio Huarina, su boca se ha abierto, sus ojos se han estirado, en la frente han brotado unos pliegues. Está riéndose. Es usted un tarado, qué carajo. Vaya a hacer su servicio a la cuadra. Y agradezca que no lo consigno.

—Sí, mi teniente.

Alberto saluda, da media vuelta, en una fracción de segundo ve a los soldados de la Prevención inclinados sobre sí mismos en la banca. Escucha a su espalda: «ni que fuéramos curas, qué carajo». Frente a él, hacia la izquierda, se yerguen tres bloques de cemento: quinto año, luego cuarto; al final, tercero, las cuadras de los perros. Más allá languidece el estadio, la cancha de fútbol sumergida bajo la hierba brava, la pista de atletismo cubierta de baches y huecos, las tribunas de madera averiadas por la humedad. Al otro lado del estadio, después de una construcción ruinosa —el galpón de los soldados— hay un muro grisáceo donde acaba el mundo del Colegio Militar Leoncio Prado y comienzan los grandes descampados de La Perla. «Y si Huarina hubiera bajado la cabeza, y si me hubiera visto los botines, y si el Jaguar no tiene el examen de Química, y si lo tiene y no quiere fiarme, y si me planto ante la Pies Dorados y le digo soy del Leoncio Prado y es la primera vez que vengo, te traeré buena suerte, y si vuelvo al barrio y pido veinte soles a uno de mis amigos, y si le dejo mi reloj en prenda, y si no consigo el examen de Química, y si no tengo cordones en la revista de prendas de mañana estoy jodido, sí señor». Alberto avanza despacio, arrastrando un poco los pies; a cada paso sus botines, sin cordones desde hace una semana, amenazan salirse. Ha recorrido la mitad de la distancia que separa el quinto año de la estatua del héroe. Hace dos años, la distribución de las cuadras era distinta; los cadetes de quinto ocupaban las cuadras vecinas al estadio y los perros las más próximas a la Prevención; cuarto estuvo siempre en el centro, entre sus enemigos. Al cambiar el colegio de director, el nuevo coronel decidió la distribución actual. Y explicó en un discurso: «Eso de dormir cerca del prócer epónimo habrá que ganárselo. En adelante, los cadetes de tercero ocuparán las cuadras del fondo. Y luego, con los años se irán acercando a la estatua de Leoncio Prado. Y espero que cuando salgan del colegio se parezcan un poco a él, que peleó por la libertad de un país que ni siquiera era el Perú. En el Ejército, cadetes, hay que respetar los símbolos, qué caray».

«Y si le robo los cordones a Arróspide, habría que ser desgraciado para fregar a un miraflorino habiendo en la sección tantos serranos que se pasan el año encerrados como si tuvieran miedo a la calle, y a lo mejor tienen, busquemos otro. Y si le robo a alguno del Círculo, a Rulos o al bruto del Boa, pero y el examen, no sea que me jalen en Química otra vez. Y si al Esclavo, qué gracia, eso le dije a Vallano y es verdad, te creerías muy valiente si le pegaras a un muerto, salvo que estés desesperado. En los ojos se le vio que es un cobarde como todos los negros, qué ojos, qué pánico, qué saltos, lo mato al que me ha robado mi pijama, lo mato al que, ahí viene el teniente, ahí vienen los suboficiales, devuélvanme mi pijama que esta semana tengo que salir y no digo desafiarlo, no digo mentarle la madre, no digo insultarlo, al menos decirle qué te pasa o algo, Pero dejarse arrancar el pijama de las manos en plena revista, sin chistar, eso no. El Esclavo necesita que le saquen el miedo a golpes, le robaré los cordones a Vallano».

BOOK: La ciudad y los perros
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