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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (71 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Las ruinas parecieron disfrutarlo. Jugaron con el sonido, lo pasaron de un lado a otro. Estructuras colgantes se estremecieron y arrojaron corrosión por la pendiente del muro, y luego intentaron moverse, como respondiendo a una orden desconocida. Habían logrado desplazarse unas docenas de metros sobre sus vías plateadas de conexión… para luego detenerse, dejando caer trozos del tamaño de las casas de Wallingford.

Daniel sospechaba que no era la primera vez que Nataraja se estremecía con el eco de ese dolor.

Daniel volvió a guardar la piedra dormida y se puso de nuevo la caja en el bolsillo. La otra la conservó en la mano, donde se puso tibia y luego caliente. Dejó caer la cabeza. Todo dolía. El grito… no era de una bestia.

Una mujer.

La piedra volvió a tirar. Por ahora, era la única parte de su persona que manifestaba decisión y dirección. Había matado y desechado a muchos para llegar hasta ahí. Se avecinaba una reunión… una reunión que no resolvería nada.

Nunca lo haría.

Nunca lo había hecho.

111

La maraña de la vieja Nataraja se estremecía sobre sus cabezas, y el temible, y demasiado familiar, sonido de las colisiones —montañas desplomándose, cuevas derrumbándose, el polvo agitándose y cayendo— anunciaba otra compresión.

Glaucous sintió que su cuerpo contraía hacia dentro, como si le estuviesen atrapando entre un pulgar y un dedo enormes.

Whitlow siguió avanzando, abriéndose camino por entre los restos muertos de la ciudad como una cucaracha en medio de un bosque en descomposición… con el toque ocasional de guía de la Polilla, una presencia de autoridad gris pero sin demasiada sustancia o posición. Finalmente Glaucous volvió a seguirle, resoplando, los ojos escociéndola por la forma en que luz y sombra se retorcían a través del alto y enredado esqueleto del cadáver de la ciudad.

Whitlow se detuvo y se llevó un dedo a la barbilla, rascándose la barba incipiente. Examinó críticamente a Glaucous, como si le echase la culpa.

—Todavía más pequeño —dijo—. Hay menos de todo. Las distancias cambian, y también las direcciones. ¿Lo sientes?

—Sí —dijo Glaucous, contrayendo los hombros como imaginaba que hacían los mineros durante un derrumbamiento, sus llamas apagándose, el aire convirtiéndose en veneno.

—Todavía no ha terminado —añadió Whitlow, agitando la cabeza—. Podría contraerse hasta el tamaño de un guisante. ¿Entonces qué?

Para Glaucous era evidente que Whitlow y la Polilla no tendrían más que perderle en la confusión y que ninguna de sus habilidades podría salvarle. Puede que ésa fuese la intención… pero no tenía más opción que seguirles.

—No siento resentimiento por nada que quedase atrás —dijo Whitlow, mirándole a la cara con ojos penetrantes—. Circunstancias nuevas, códigos nuevos, por no decir un nuevo honor. Es más, por no decir
eso
. Podría haberte dejado a
ti
atrás, de haber sido de otra forma.

—¿La Señora ya le había traído aquí? —preguntó Glaucous.

—¡Vaya una pregunta! —dijo Whitlow—. Podría haberlo hecho, y yo haberlo olvidado. Bien podríamos olvidar con facilidad estar aquí ahora mismo.

—Reconozco algunas cosas —dijo Glaucous en voz baja—. Vías estrechas de huida. Ver lo que hay por delante.

—Cuando era más joven, me imaginaba que esto era una especie de otra vida. ¿Tú no?

—Nunca lo pensé demasiado —dijo Glaucous, lo que era casi totalmente cierto.

—Tenía la triste excusa de que nuestra presa podría encontrar una existencia satisfactoria en este lugar… ofrecer su servicio extendido, no peor de lo que soportamos nosotros, o quizá lo que soporta la Polilla. Los errores también se depositan. Los cazadores son tan torpes como para caer en un Ansia. Muchos, a lo largo de las eras. No hay vuelta atrás cuando eso pasa. Has perdido compañeras… ¿te gustaría ver a algunas?

—No gracias, da igual —murmuró Glaucous.

—Es posible que pasemos por allí de camino al Quid. Somos los únicos supervivientes. De los miles… decenas de miles, imagino… —Whitlow miró a su alrededor. No había habido toque, el parpadeo guía de autoridad gris, desde hacía un rato. Emitió un silbido grave y constante, como si llamase a un perro invisible—. ¿Dónde está esa criatura?


¿Ella
reside en el Quid? —preguntó Glaucous.

Whitlow se volvió lentamente, grandes pies dentro de las botas golpeando con fuerza, alzó la vista y levantó las manos, yendo con los dedos por los espacios oscuros como si fuese a tirar de un sedal y sacarlos a la luz.

—No es de ella. La Polilla lo encontró. Una pieza todavía mayor, ahora más pequeña y más débil, todo reduciéndose al mínimo. Lo pequeño se vuelve inmenso, señor Glaucous. Nuestra última oportunidad.

—No sé a qué se refiere, señor Whitlow —dijo Glaucous cansado—. Siempre son acertijos penosos.

—No dirías tal cosa si todo esto no me hubiese reducido.

Escucharías y sonreirías, obsequioso, y yo sabría que habría comprensión. Pero la cadena de mando se ha roto… la cadena de autoridad se ha anudado y resuena. La Polilla…

—No le siento —dijo Glaucous acercándose a Whitlow—. ¿Adónde ha ido?

Whitlow le miró con aprensión momentánea… y luego la enmascaró con humor sardónico.

—Háblame de tu amigo, el mal pastor, antes de que decidas vengarte, señor Glaucous.

—Usted le encontró. Yo le seguí.

Glaucous se echó atrás al sentir otra ronda de chirridos y asentamientos. Whitlow levantó los dedos, separados por la distancia de un guisante, y los llevó hasta la cara de Glaucous, sonriendo mientras amenazaba.

—Se rumoreó hace mucho tiempo que algunos pastores, atormentados por la caza, podrían conseguir ciertos arreglos, ciertas competencias. Amenazados, podrían abandonar sus cordones de seda personales y fijarse a otros. Convirtiéndose durante un tiempo en los otros. Una estratagema desesperada. Alteraría la vía de sus sueños… y por tanto olvidarían. Aun así, todavía tendrían sumadoras, todavía se dejarían guiar por ellas…

Glaucous sintió el toque etéreo de una enorme mano suave en la espalda, acompañado de un olor un poco seco y dulcemente irritante. La Polilla había vuelto.

Whitlow volvió a caminar descompensadamente.

—Mejor. No deberías estar vagando por aquí. Lo que hemos encontrado es misterioso —le dijo a Glaucous—. Se han retirado las cortinas. Los poderes han cambiado. Sospechamos que la Princesa de Caliza ya no está involucrada activamente. Precisamos de otra opinión.

Glaucous agachó la cabeza.

—Puede que ella todavía no lo sepa. Se han reducido más cosas aparte de la distancia —dijo Whitlow, y acercó a Glaucous, para luego susurrarle al oído—: por supuesto, no presagia nada bueno para la Polilla. —Guiñó un ojo y se llevó un dedo a los labios.

La Polilla volvió a moverse… un camino desgarrador, rápido pero no más brutal de lo estrictamente necesario. Glaucous sintió el cambio como un quemor, como si le estuviese ardiendo la piel. La sensación se redujo… y luego la sintió como si simplemente le estuviesen tatuando todo el cuerpo. Nunca anteriormente había experimentado los pinchazos de los destinos depredadores. Uno habitualmente vivía su propio destino; éstos te vivían a
ti
. Su examen fue veloz, impersonal, básico. Glaucous nunca antes había estado tan cerca de los niveles más profundos de su ser, y le resultó tan horrible como emocionante. Tampoco nunca había estado tan cerca de una explicación para su vida, su existencia, y a un último momento de esperanza… la esperanza de que quizás hubiese espacio para hacer una corrección.

Una ofrenda impersonal de gracia… una reconciliación remota y pura.

Los pinchazos pasaron. Ahora era simplemente un objeto polvoriento, todavía de pie, pero desmoronándose y reconstruido cada fracción de segundo.

La Polilla los protegía en la medida de lo posible.

—Bienvenido al centro del universo —oyó decir o pensar a Whitlow.

Sus ojos —ya no parecían tener cuerpos— vieron de alguna forma un profundo estanque negro en el que dos enormes agujas hacían girar un líquido espeso. Las agujas se encontraban bajo la superficie del estanque y giraban como ejes de un engranaje en un mecanismo enjoyado.

—El Quid carece de centro y de radio —dijo Whitlow—. Prepárate para un residuo desagradable… en una ocasión algo poderoso vació en este lugar la frustración y el sufrimiento de su corazón. Devoró nuestro mundo y lo escupió en forma de trozos desagradables. Lo sentirás.

—¿El Tifón? —preguntó Glaucous.

Whitlow se encogió de hombros.

—Estas dos hebras de acero son los dos últimos destinos. En uno, el Tifón fracasa y todos pasamos a la nada. En el otro… se da una forma de éxito. ¿Quién sabe cuál sería mejor? Bien…

»Dinos dónde estamos… recoge la hebra adecuada y dinos qué nos queda por hacer. Tal es tu talento, ¿no es así?

Glaucous no podía cerrar los ojos, no podía encontrar ningún lugar privado para tomar la decisión… pero no importaba. Se había decidido hacía mucho tiempo.

Habían pasado cincuenta o más años desde el momento en que tomó su decisión.

De alguna forma, en este corazón abstracto sin centro, y sin la ayuda de la Polilla, escogió el mejor destino —el último destino bueno que quedaba— y lo atrapó como una mano afortunada de las cartas, el giro afortunado de la moneda.

Y —siempre deferente para con sus empleadores— se aseguró de que tanto la Polilla como Whitlow estuviesen de acuerdo.

Muy lejos, un sonido horrible volvió a resonar por la Falsa Ciudad.

Y los Dioses Muertos empezaron a moverse.

112

La Falsa Ciudad se estremece, chasquea, se encoge. Jebrassy no sabe por qué sigue caminando, por qué sigue viendo.

Mira a Polybiblios, que inexplicablemente ha caído al suelo, y se arrodilla a su lado. A unos pasos, Ghentun también ha caído. Los dos ondulan en sustancia y perfil.

—El Kalpa llega a su fin —dice Polybiblios—. El acuerdo del Príncipe de Ciudad no significa nada. No aguantaré mucho más que mis destinos almacenados en la ciudad. Todas mis líneas de destino morirán con el Kalpa. Conclúyelo bien, joven progenie. Tienes todo lo que precisas… excepto esto.

La personificación alarga la mano para entregarle lo que ha portado desde el comienzo del viaje. Jebrassy sostiene la cajita gris. La personificación del Bibliotecario le guiña el ojo a través del visor de la armadura, para luego tenderse sobre la superficie negra.

A continuación Jebrassy pasa a Ghentun y se tiende junto al Custodio, para sostenerle lo mejor que puede mientras el Alzado —el antiguo encargado y protector— mira fijamente a la oscuridad cubierta de hielo.

Sus ojos se hunden.

—Escogí convertirme en noötico —confiesa el Custodio—. Cuando era joven. Mi única traición. Me reconvertí al convertirme en Custodio. Pero mis líneas de destinos se cortaron y reformaron, y se unieron al Kalpa. Ya no avanzaré más.

Ghentun toca la mano del progenie, palpando la solidez de Jebrassy, para luego llevarse los dedos a su propia nariz y emitir ese sonido extraño y explosivo que indica humor.

—Déjame ver qué te dio.

Jebrassy muestra la caja.

—Ábrela para mí. Muéstrame.

Jebrassy toca la parte superior y la gira a un lado, luego a otro, agitándola. Sabe instintivamente cómo abrirla. La tapa se retira y en su interior hay un trozo nuevo, retorcido y reluciente de metal gris, que acuna una pequeña piedra rojiza. La piedra resplandece en el interior, como una estrella creciendo en el cel de entreluz.

—Cuatro es el mínimo —dice Ghentun, y sus ojos hundidos se apartan—. Algunos dicen que tres. Pero
es
cuatro. Suficiente. Han tenido tiempo y poder suficientes. En el mismo final, el Príncipe de Ciudad gana todo.

Ojos moribundos fijados ahora en el joven progenie, con las últimas fuerzas el Custodio saca la piedra alejándola de las manos súbitamente frenéticas de Jebrassy, y la aplasta contra el suelo sucio. No se rompe, sino que emite un extraño chirrido e intenta alejarse de la armadura del Restaurador. Como si recordase algo poco claro, una última instrucción, Ghentun asiente, luego con la otra mano atrapa la tapa de la caja y examina el dibujo.

—¿Por qué jugar a los juegos de los Eidolones, joven progenie?

Apartando ambas lejos de Jebrassy, se pone en pie y las retiene contra el pecho. Luego cierra los ojos.

Jebrassy no puede hacer nada. Se vuelve entre el Custodio y Polybiblios, como un niño atrapado en un juego torturador jugado por adultos crueles.

Al principio el fragmento encarnado del Bibliotecario parece compartir el horror de Jebrassy, luego levanta una mano, como despidiéndose o rechazando cualquier esfuerzo. Dentro de la armadura Polybiblios se convierte en polvo gris. La armadura cae hacia dentro, contrayéndose para dejar un guijarro.

No más palabras, no más información.

Billones de años de recuerdo desaparecen.

El Custodio dirige los ojos blancos hacia arriba y luego se va… se convierte en polvo. Su armadura también se contrae y los trozos ruedan al suelo, chispeando, hirviendo alrededor de caja y piedra.

Todo se desmorona.

Jebrassy intenta agarrar los restos de las manos enguantadas, pero al tocarlos la destrucción provocada por la desaparición de Ghentun se completa. Entre sus dedos sólo queda arena fina.

Nada tiene sentido.

Jebrassy se pone en pie. Está aprendiendo por primera vez lo que significa estar completa y absolutamente solo. La Falsa Ciudad, como su corazón, se llena de un grito horrible. Conoce la voz, la reconoce de sus sueños… de sus orígenes.

Alguien lanza una piedra. La piedra sigue un arco hasta un destino. Mientras vuele, una vida continua… un destino sigue en juego.

Pero ahora el propósito ha desaparecido, y sólo queda un destino.

¿Por qué jugar a los juegos de los Eidolones, joven progenie?

Una última mirada al montón de arena.

Allí se ha formado algo nuevo… una forma grande y poliédrica de siete lados y cuatro agujeros, formada por la misma sustancia que la caja gris.

Sus dedos se estremecen. La toca… la armadura no interacciona. Es inerte.

Jebrassy la recoge y la lleva con él, como un pede carga con material de nido incluso después de que le hayan robado y devorado los huevos.

Recorre la distancia restante bajo la gran trampa, a través de una tormenta de sombras susurrantes…

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