La cinta roja (39 page)

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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Histórico

BOOK: La cinta roja
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–¿Huir? –repetí yo intentando ganar tiempo para observar al señor Taschéreau y cavilar a qué podía deberse tan extraño discurso y su interés por mí–. Es evidente, ciudadano, que nadie está a salvo en estos tiempos inciertos, pero yo ni siquiera sé adónde dirigirme. Hace muy poco que he llegado de Burdeos y mucho me temo que, si en efecto está a punto de aprobarse una orden de detención contra mí, esta vez no lograré llegar muy lejos. ¿Adónde podría ir? Y, decidme, ¿cómo habéis sabido vos de dicha orden contra mi persona?

Taschéreau me miró una vez más con sus ojos rapaces y no contestó a la segunda pregunta. En cambio, sí lo hizo a la primera y en términos que no dejaron de sorprenderme y, a la vez, alarmarme.

–Más que huir, yo os recomendaría todo lo contrario: meteros en la mismísima boca del lobo –dijo sonriendo. Y al notar mi extrañeza explicó–: He estado siguiendo vuestros movimientos desde hace mucho tiempo y me atrevo a decir que sois una mujer valiente. De no ser así ni me interesaríais ni tampoco me atrevería a proponeros algo como lo que explicaré a continuación. Decidme: ¿dónde menos espera un zorro que se oculte su presa?

–Lo ignoro, ciudadano.

–Pues delante de sus propias narices, o más osadamente aún: dentro de su madriguera, la del zorro, me refiero. En cuanto a vuestra pregunta anterior de por qué sé que muy pronto seréis detenida os contestaré: porque yo mismo pertenezco al Comité de Salvación Pública, pero estoy cansado de sus excesos. Y ahora que he sido completamente sincero con vos, decidme: ¿confiáis en mí?

¿Qué razón tenía yo para hacerlo? Ninguna en absoluto, menos aún después de confesarme que él mismo pertenecía al más temido comité de Francia. No recordaba siquiera haber visto antes a aquel hombre de aspecto rapaz, ni en París ni mucho menos en Madrid cuando era niña. Tampoco sabía si lo que afirmaba era verdad o por el contrario una trampa, y mucho menos había tenido tiempo de consultar con Tallien la existencia de aquel extraño y nuevo protector. Aun así, decidí seguir mi instinto. Éste me avisa de cuándo puedo confiar en un hombre, y suele ser en dos casos. En primer lugar, cuando muestra un interés sentimental por mí (y cuando esto ocurre es menester jugar bien las cartas para manejar dicho interés sin que se quiebre y también sin que se vea colmado antes de tiempo). Y en el segundo, cuando soy para ese hombre una pieza útil en un más grande y complejo tablero de ajedrez que nada tiene que ver conmigo. Por alguna razón, mi instinto me decía que el interés de Taschéreau por mi persona obedecía a una mezcla de ambos casos.

–Confío plenamente en vos, ciudadano –dije entreverando el viejo tratamiento aristocrático con el revolucionario apelativo de ciudadano. A él se le iluminaron sus ojos de pájaro mientras decía:

–Preparad entonces vuestro equipaje sin tardanza, muy pronto comenzará el baile.

La metáfora del baile es sin duda muy apropiada para describir lo que comenzó a continuación. Siguiendo las disposiciones de Taschéreau, Frenelle y yo nos embarcamos en un extraño periplo que habría de llevarnos durante varios días de una casa a otra, cambiando de escondrijo prácticamente cada veinticuatro horas. Primero nos alojamos en una casa de huéspedes; más tarde con un notario de nombre Gilbert en la Rue Saint-Honoré hasta recalar, por fin, en el número 6 de la Rue de l'Union con un tal Desmousseaux, amigo de Taschéreau, que por una increíble casualidad vivía de alquiler en una casa que pertenecía nada menos que a Duplay, el mismísimo casero de Robespierre. Además, y siempre siguiendo esa política de esconderme debajo de las mismas narices del Incorruptible que Taschéreau consideraba la más segura para no ser encontrada, mi nuevo protector me llevó un día a almorzar nada menos que a Meot. Era éste un pequeño restaurante situado en el lugar más conspicuo del Palais Royal, y al llegar allí me esperaba la gran sorpresa de comprobar que Taschéreau había invitado también a Tallien. Que dos de las personas más buscadas de Francia quedaran para comer en sitio tan visible era una osadía sin límites que a mí me divertía enormemente. Sin embargo, Tallien no era en absoluto partidario de ese tipo de riesgos y aquél no fue, desde luego, uno de nuestros encuentros más felices. «Tarde o temprano, las extravagancias se pagan –dijo en nuestra despedida–. Más temprano que tarde, amor mío», y nos dijimos adiós con tristeza bajo la siempre atenta mirada de Taschéreau.

Tal era el estado de cosas cuando el 22 de mayo de 1794 y redactado por Robespierre en persona el Comité de Seguridad recibió la siguiente orden de arresto:

Se decreta que la llamada Cabarrús, hija de un banquero español y esposa de un llamado Fontenay ex consejero del Parlamento, sea puesta bajo arresto e incomunicada además con los sellos puestos sobre sus papeles. El ciudadano Boulanger será el encargado de la ejecución de dicha orden.

París, el 3 de Prairial, año II de la República.

Firmado:

R
OBESPIERRE,
B
ILLAUD-
V
ARENNE,
B
.
B
ARÉRE,
C
OLLOT D'
H
ERBOIS.

Como bien puede verse, la orden estaba firmada no sólo por Robespierre, sino también por los hombres más relevantes del momento, como si mi detención fuera de extrema importancia. En cuanto Taschéreau tuvo conocimiento de ella, se apresuró a avisarme. Entonces comenzó para mí otro baile aún más trepidante que el anterior. Tratando de huir de mis perseguidores y en un vano intento de despistarlos, Bidos, Frenelle y yo nos separamos. Di instrucciones al primero de que corriera a alertar a Tallien del peligro y a Frenelle de permanecer en Fontenay-aux-Roses, mientras que yo decidía dirigir mis pasos hacia Versalles y esperar allí noticias de Taschéreau. O mejor aún, de Tallien, porque a pesar de nuestras recientes discrepancias estaba segura de que haría lo imposible por salvarme, como siempre había hecho.

Esta certidumbre, sin embargo, no acababa de tranquilizarme. Si bien sabía de lo que era capaz de hacer Tallien por mí, también «él», el dueño de la mejor red de espías de toda Francia, conocía sobradamente los sentimientos de Tallien y era seguro que pretendía de alguna manera usarme en su contra. Sí, ahora por fin me daba cuenta de cuál era la jugada de Robespierre. Desde su regreso de Burdeos, Tallien se había ido convirtiendo poco a poco en una pieza demasiado «visible» en la Convención, y por tanto era menester reservarse un as en la manga con el que ganarle la partida. Como un tahúr, o mejor aún, como un gato que juguetea con los ratones antes de asestar su zarpazo, Robespierre había sabido esperar el momento adecuado para caer sobre nosotros, y sin duda éste era el que consideraba más propicio. De tanto observar a mi ex marido Devin de Fontenay en sus interminables veladas ante los tapetes de juego, yo sabía que hay políticos –o lo que es lo mismo, tahúres– a los que les gusta echar sobre la mesa sus triunfos al inicio de la partida para demostrar cuáles son sus poderes. Otros, en cambio, prefieren guardar ciertos naipes en la manga para usarlos en el momento que ellos elijan. Era evidente que Robespierre, en el enrevesado equilibrio de poder en el que estaba inmerso, me consideraba un naipe muy eficaz para usar justo ahora. Y la elección de mi persona como naipe no era en absoluto casual, puesto que él, que se llamaba virtuoso y apenas se le conocían afectos, sabía mejor que nadie que un hombre enamorado como Tallien es un hombre vulnerable.

Tan misteriosamente como había aparecido en mi vida, desapareció también en el momento más delicado aquella extraña ave sombría de nombre Taschéreau. De la noche a la mañana no tuve más noticias suyas y nunca sabré qué papel jugó en toda esa partida de naipes. ¿Fue un hombre bienintencionado que realmente intentó salvarme, un amigo de Moratín, un personaje oscuro pero a la vez leal? ¿Fue por el contrario mi vigilante por orden de Robespierre para tenerme siempre al alcance de la mano mientras encontraba el momento ideal para atraparme? Su condición, por un lado de agente francés en tierras españolas y por otro de miembro del Comité de Salvación, permite creer ambas cosas. Sin embargo, yo, que siempre he preferido pensar bien a pensar mal, me quedo con la primera hipótesis. Mucho más tarde, cuando ya la cabeza de Robespierre se había unido a tantas otras para convertirse en festín de gusanos, Taschéreau mismo se encargaría de corroborar dicha hipótesis.

Rapiotage

P
ara proceder a mi arresto, Robespierre había enviado nada menos que a un general. Cierto es que, en aquellos tiempos, para convertirse en militar de alto rango no hacían falta más méritos que ser un
sans-culotte
con mucha sed de sangre, pero aun así me halaga que mandase a tan destacado oficial en pos de tan pequeña presa. El «general» Boulanger envió primero a unos hombres a Fontenay. Allí se encontraron con Frenelle, quien –muy estúpidamente y en contra de mis más que estrictas condiciones– intentó hacerse pasar por mí. «Yo soy la ciudadana Fontenay, es a mí a quien buscáis», dijo a nuestros perseguidores. Sin embargo, aunque nuestro aspecto físico era bastante parecido, no logró engañarlos. Al contrario, la artimaña sólo sirvió para que fuera detenida y conducida a París. Mientras otros de sus hombres arrestaban también a Bidos, Boulanger se dirigió a Versalles y allí dio con mi paradero sin muchas dificultades. Yo ni siquiera intenté resistirme, ¿de qué hubiera servido? Comenzaba aquí el último acto de esa tragedia que más tarde se llamó El Terror.

–¡Detened los caballos! ¡Dejad que ella la vea! ¿Conoces a la Viuda, ciudadana? Ven, permíteme que te la presente. Asómate, no tengas miedo, hoy no muerde, pero es importante que te vayas familiarizando con ella, dentro de tres días te tocará a ti representar esta comedia.

Uno de mis captores había ordenado detener el carro en el que me conducían prisionera delante de la plaza de la Revolución. Era una maravillosa mañana de primavera con los árboles en flor y los pájaros volando sobre nuestras cabezas. Si uno miraba hacia arriba, el mundo estaba en armonía, pero era muy difícil hacerlo sin que la vista cayera sobre lo que había abajo. En primer lugar podían verse los altos palos verticales de la guillotina instalada en medio de la plaza. Los tres escalones, el cadalso, el cesto ensangrentado donde se recogían las cabezas recién cortadas y, un poco más allá, una gran mancha oscura que intentaba baldearse todas las mañanas con poco éxito. Oscura, creciente, inconfundible, enorme, nutrida cada día con la sangre de tantos infelices.

El corazón comenzó a latirme con fuerza e intenté echarme hacia atrás en mi asiento para no verla, pero uno de aquellos tipos me agarró por los cabellos:

–Mírala, te está esperando –dijo–. ¿A que es muy guapa?

Después de unos interminables cinco o seis minutos delante de la guillotina, mi captor dio la orden de seguir adelante. Entonces comenzó lo que a mí se me antojó como un largo peregrinar de puerta en puerta. Y es que en ninguna de las cárceles de París había lugar para la ciudadana Cabarrús, para la
ci-devant
marquesa de Fontenay, para la extranjera traidora y aristócrata. Recorrimos tres de ellas y en todas nos recibía el mismo cartel: Pas de place. No hay sitio; las cárceles de la ciudad estaban repletas. «A ver si ponemos a funcionar con más presteza la navaja revolucionaria –escupió el tipo que estaba a mi derecha–, o tendremos que ahogarlos en el Sena, así no hay quien trabaje».

Por fin, después de horas de idas y venidas, encontramos una en la que sí había lugar: se trataba de la prisión de La Force. Me bajaron del coche y me indicaron que caminara hacia la puerta. Ésta no tardó en abrirse y entonces pude ver a un tipo grueso y maloliente que debía de ser un viejo conocido de uno de mis captores, porque se saludaron con mucha efusión preguntándose mutuamente por la familia. Yo estaba tan exhausta que me permití apoyar levemente la cabeza contra las oscuras piedras del muro. En ese momento, detrás del corpachón de aquel hombre, vi a Frenelle, y fue tal mi alegría que instintivamente di un paso hacia ella. Este gesto inocente pareció contrariar a ambos porque de inmediato acabaron con los comentarios familiares y banales. Mi captor me empujó entonces con una carcajada en brazos del tipo grueso de aliento inmundo.

–Toma, Pierrot –dijo–. No todos los días puedo traerte un regalito tan bueno como éste. Creo que esta vez tú y tus amigos disfrutaréis mucho del
rapiotage
. Nos vemos el
nonidi
en casa de Boulanger, da recuerdos a la familia.

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