De este modo, Fouché y Tallien lograron cosechar un tímido «sí» entre los miembros de la Convención. Todavía no se comprometían a apoyarlos del todo, pero decían que si uno de los dos lograba ganar dialécticamente a Robespierre desde la tribuna (cosa bastante difícil dada su elocuencia), los apoyarían ya sin reservas. En otras palabras, los diputados deseaban nadar y guardar la ropa (o la cabeza, para ser más precisos), pero ¿quién puede reprocharles dicha actitud? Yo, en mi celda de La Force y con la amenaza de la guillotina a sólo unos días vista, no, desde luego.
Mientras todo esto ocurría y penosamente se iban aunando voluntades para acabar con El Terror, yo vivía una existencia irreal en La Force. Los primeros días estuve en
cachet
, es decir, sola e incomunicada en lo que entonces llamaban una ratonera. El nombre era perfecto, pues se trataba de una celda de reducidas dimensiones destinada, en principio, a alojar asesinos y conspiradores. A la luz del diminuto tragaluz que servía de ventana podía verse un jergón de paja bullente de gusanos, una jarra con agua pútrida y un cubo destinado a mis necesidades. El rancho consistía en pan mojado en agua y era servido con gran estruendo de cerrojos que se abrían y cerraban dos veces por día. Fueron cerca de diez los que allí estuve hasta que por fin, gracias no a la clemencia de mis captores, sino al grave problema de espacio que había en todas las cárceles, se me permitió salir de mi solitario encierro y reunirme con otros desdichados con los que compartía infortunio. Allí me reencontré con Frenelle y nos abrazamos con fuerza. La sala comunal en la que ahora nos encontrábamos no era tan oscura como mi anterior celda, y esto me permitió ver inmediatamente los estragos que unos días de cautiverio habían hecho en mi buena amiga.
–¡Frenelle, Dios mío! –exclamé espantada al comprobar que sus bellas facciones mostraban una herida tumefacta en la mejilla izquierda–. ¿Qué te han hecho?
–No es nada –sonrió ella llevándose la mano a la cara–, no han sido «ellos» –dijo señalando significativamente hacia la puerta por la que periódicamente aparecían nuestros carceleros–, sino «ellas».
Con un escalofrío comprendí que se refería a esas eternas compañeras de los cautivos, las ratas. Yo había sido afortunada en mi pequeña celda. Tal vez debido a la falta de comida, tal vez por pura suerte, no había recibido su inmunda visita. Ahora, en cambio, en la sala baja y larga en la que nos encontrábamos, correteaban a sus anchas. Se trataba de un espacio de unos treinta metros en el que podían verse alineados más de quince jergones tan inmundos como los de mi alojamiento anterior. La momentánea alegría del reencuentro con Frenelle me había impedido ver el lamentable espectáculo que tenía alrededor. Algunos de nuestros compañeros de infortunio yacían sobre sus jergones como atontados, sumidos en una especie de invencible sopor. Otros, por el contrario, se entregaban a una febril agitación. Serían éstos con los que más tarde entablaría amistad y llegaría, tal como he explicado al principio de este largo relato, a jugar y a ensayar cómo nos comportaríamos cuando llegara el momento de subir al cadalso. Sin embargo, ninguna de estas consideraciones me preocupaban en ese preciso momento; lo único que me angustiaba era el aspecto de Frenelle y la necesidad de hacer algo para aliviar su dolor; de curar, a ser posible, aquella horrible llaga.
–No tienes que preocuparte por esto –me dijo con su eterna sonrisa–, aquí nos ayudamos todos. Ya estoy mucho mejor; Anne Marie me está curando la herida con su botella mágica.
Señaló entonces a una gruesa matrona que, por su orondo aspecto, no debía de llevar demasiado tiempo en aquel infierno.
–Coñac –dijo entonces Frenelle bajando la voz como quien habla de un gran secreto–. No es precisamente de los mejores, pero sirve tanto para alegrarnos de vez en cuando las tripas como para curar heridas.
–¿Coñac aquí donde no es fácil encontrar ni agua limpia? –pregunté yo. Pero Frenelle, como siempre ocurría con ella, tanto en París como luego en Burdeos y también ahora en prisión, tenía la rara habilidad de descubrir muy pronto los secretos conductos que existen en las situaciones desesperadas y por los que se llega a conseguir (casi) todo.
–Anne Marie es nuestra
fournisseuse
–dijo Frenelle–, y Violette, por su parte –añadió señalando esta vez a una muchacha muy joven y delgada–, es nuestro correo. Tenemos la enorme fortuna de que una de las carceleras es su tía. Si alguna vez necesitas enviar una carta muy «especial» que no quieres que pase por los conductos normales, ella es la persona.
Miré a aquella muchacha y tomé buena nota del dato. Naturalmente, Tallien ya estaba al tanto de mi detención y me había escrito dos bellas cartas en las que me rogaba paciencia y confianza en él. Pero las suyas eran cartas censuradas y, por otro lado, era evidente que esta vez no podría liberarme como ocurrió cuando me encarcelaron en la fortaleza de Hâ. Las circunstancias eran muy distintas de las de entonces, trágicamente distintas. Aun así, no dejó de alegrarme saber que existía un conducto por el que, si la situación se hacía desesperada, una carta mía podría llegar a sus manos sin pasar por la censura del Incorruptible y su siniestro comité.
–¿Qué podemos darle tanto a Anne Marie como a Violette a cambio de su ayuda? –pregunté a Frenelle–. Nada tenemos.
–No pienses ahora en eso, Teresa, Además, aquí las cosas son diferentes, tú misma podrás comprobarlo. Y ahora ven, déjame que te presente a otras amigas.
Fue así como entré en sociedad en el curioso submundo que formaban los prisioneros del Terror. Como comentario general, y tal como he apuntado al principio de estas memorias, he de decir que, a pesar de los pesares (o tal vez precisamente gracias a ellos), en las cárceles se gemía y lloraba poco. Es cierto que algunos preferían quedarse en un rincón lamentando su suerte, pero un buen número de nosotros nos dedicábamos a hablar, a galantear y a reírnos de la muerte. No importaba que, día a día, fuéramos viendo desaparecer amigos y seres queridos camino del cadalso, porque la muerte se había convertido en una compañera habitual en nuestras vidas, en una camarada, y como tal la tratábamos. Para pasar más distraídas las largas horas de encierro organizábamos, por ejemplo, juegos de salón y charadas. Las toallas se convertían entonces en bellos turbantes turcos; los cobertores raídos de los jergones, en capas de armiño, y así ataviados nos presentábamos ante un tribunal de justicia en el que no faltaba un émulo de Robespierre en su papel de sacerdote supremo. Después del juicio, en el que todos procurábamos parecer lo más ingeniosos, lo más
nonchalant
posible, llegaba el momento de la ejecución. Entonces el reo colocaba su cabeza entre los barrotes de dos sillas y, para simbolizar el tajo de la guillotina, a partir de ese momento el «muerto» se anudaba alrededor de su cuello una fina cinta roja.
Pese a los escasos recursos con los que se cuenta en una cárcel, las damas rivalizábamos para ver cuál de nosotras lucía un «tajo» más realista. A muchos ha maravillado la dignidad y desapego con los que (casi) todos nos enfrentábamos a la muerte, pero para nosotros nada tenía de extraño: era una representación teatral más, una bella forma de morir. Personalmente, lo que me resultaba más complicado de sobrellevar no era la idea de cómo me enfrentaría en su momento a la
Louisette
, puesto que tenía pensadas incluso las palabras que dirigiría a Sansón, el verdugo, antes de que éste me ayudara a poner la cabeza bajo la cuchilla. Lo más difícil para mí eran ciertas circunstancias de la vida en prisión. Y es que por mucho que se intentara fingir y teatralizar, había un momento en el que uno se reencontraba con la realidad, es decir, con la idea de que tal vez mañana fuera el último de nuestros días; también con la suciedad, con el hedor, con los gusanos y, sobre todo, con las ratas. Siempre he tenido horror a esos bichos. Detesto sus gemidos repugnantes, así como el rascar de sus diminutas uñas, y sobre todo aborrezco sus cuerpos gruesos, peludos, untuosos y esa intuición suya para saber cuándo pueden acercarse más de la cuenta. Durante el día, lograba más o menos mantenerlos a raya a base de sacrificar parte de mi ración de comida. Colocaba a tal efecto en un rincón y en un sitio algo elevado para dificultar su acceso un trozo de pan o, mejor aún, de tocino rancio, para que se arremolinaran allí dejándome en paz. Pero de noche se volvían insaciables. Las ratas sabían muy bien que estábamos a su merced, y con una insolencia verdaderamente inaudita se acercaban hasta mordisquearnos las orejas, los dedos y sobre todo los pies. Inmundos bichos; aún ahora, cuando tantos años han pasado, mis peores pesadillas no remiten a esos días en los que me esperaba una muerte segura, sino a sus mordiscos, de los que aún los dedos de mis pies guardan señales.
Fue durante una de esas noches llenas de ruido y ratas cuando trabé amistad con otra reclusa. Se trataba de una criolla natural de la Martinica que pocos días más tarde quedaría viuda de un noble de nombre Beauharnais. Su gracia completa era Marie Joséphe Rose Tascher de la Pagerie de Beauharnais, y la Historia la conoce ahora como la emperatriz Josefina, esposa de Napoleón.
Dicen algunos que Josefina (a la sazón Rose) sentía por mí algo más que un cariño amistoso. Señalan cómo, en la Francia de la Revolución, los amores lésbicos estaban considerados de buen tono y de muy alta cuna; no en vano, a María Antonieta se la consideraba hija aventajada de Lesbos. Nada tengo contra las hijas de tan bella isla, pero para hacer honor a la verdad, he de decir que ni María Antonieta ni yo, ni tampoco Josefina, pertenecimos a sus huestes. En cuanto a esta última, comprendo que su actitud en La Force y sobre todo sus palabras pudieran dar lugar a equívocos:
–Teresa, tesoro mío, hoy he soñado con nosotras y me he despertado llorando como siempre. Préstame tu bella mano para que compruebes cómo late mi corazón.
–Vamos, Rose –le decía yo riendo–. Tranquilízate y cuéntame tu sueño.
–Nos encontrábamos en el más hermoso jardín que puedas imaginar,
ma belle
, estábamos preparando un almuerzo campestre en el que había frutas de mi país y dulces de Oriente, y el más delicioso chocolate de las Américas. ¡Era todo tan hermoso! No puedo parar de llorar sólo con recordarlo.
Josefina poseía ciertos rasgos personales de los que me gustaría hablar. Uno era su
sensibilité
, tan del gusto de la época, que hacía que estuviera permanentemente deshecha en lágrimas (ya hablaré más adelante de esta, para mí, enojosa costumbre). Otro era su actitud cariñosa con todo el mundo, así como su amor por los dulces y chocolates, que, por cierto, ya por entonces había causado estragos en su hermosa sonrisa criolla. Frágil y sensual, la belleza de Josefina puede describirse como una de esos seres que arrebatan a los hombres apelando siempre a su instinto de protección. Tenía además una bonita cabellera de color castaño oscuro que solía adornar con turbantes a la moda de las Antillas. Era de mediana estatura y con un cuerpo muy juvenil a pesar de sus casi treinta años y del hecho de ser madre de dos hijos que rozaban la edad adolescente. Recuerdo haber pensado entonces que, si alguna vez salíamos de allí con vida, no le sería difícil encontrar un nuevo marido, algo muy necesario en su caso puesto que no contaba con fortuna. «El problema va a ser esa dentadura», me dije a continuación de este pensamiento, porque Rose tenía unos dientes deplorables. Eran pequeños y oscuros, e incluso le faltaban varios. Cuentan que, mucho más adelante, cuando ya era emperatriz de Francia, intentó conseguir de la reina María Luisa, esposa de nuestro Carlos IV, su secreto mejor guardado. María Luisa, que era italiana, había logrado que un misterioso artesano, de nombre Antonio Saelices, y que vivía refugiado (vaya usted a saber por qué) en Medina de Rioseco, le fabricara un nuevo e innovador artilugio: una dentadura postiza.
El problema con los inventos innovadores es que nunca están perfeccionados del todo, por lo que aquella castañeta sólo podía usarse para masticar, no para presumir. Cumplía con creces con su labor de moler la comida, pero como tenía los goznes demasiado rígidos, mantener la boca cerrada era poco más que un
tour de force
, y a cada rato el feliz poseedor del invento adquiría un aire muy... boquiabierto, en el más literal sentido de la palabra.
Sea como fuere, el problema dental de Rose cuando nos conocimos en prisión no era tan notable como lo sería más adelante, sin embargo, aun así me pareció labor de una buena amiga darle un consejo.