Authors: Herman Koch
No dije nada. Esperé. Esperé lo que mi esposa iba a decirme.
Claire soltó un suspiro.
—¿Sabes que ese...? —No acabó la frase—. Ay, Paul.. —se lamentó—. Paul... —Echó la cabeza hacia atrás. Tenía los ojos ligeramente húmedos, brillantes, no de pena o desesperación, sino de rabia.
—¿Sabes que ese qué? —la animé.
Durante toda la velada había estado convencido de que Claire no sabía nada de los vídeos. Todavía esperaba estar en lo cierto.
—Beau los está chantajeando.
Sentí una puñalada fría en el pecho. Me froté las mejillas con las manos para que no me delatara un posible rubor.;
—Ah, ¿sí? —dije—. ¿Cómo es posible?
Claire suspiró de nuevo. Cerró los puños y los descargó sobre la mesa.
—Oh, Paul. Ojalá hubiese podido mantenerte fuera de todo esto. No quería que volvieses... que te desquiciaras de nuevo. Pero todo ha cambiado. Ya es demasiado tarde.;
—¿Cómo que los está chantajeando Beau? ¿Con qué?.;
Debajo de la servilleta se oyó un pitido. En el lateral del móvil parpadeó una lucecita azul; al parecer, Beau había enviado un mensaje.
—Él estaba allí. Al menos, eso dice. Dice que al principio quería volver a casa, pero luego cambió de opinión y regresó. Y entonces los vio salir del cajero. Eso dice.
El frío que sentía en el pecho desapareció. Sentí algo nuevo, casi una sensación de alegría: debía tener cuidado de no ponerme a sonreír.
—Y ahora quiere dinero. Ese cabrón hipócrita. Siempre supe... Tú también, ¿no? En una ocasión me dijiste que te resultaba repulsivo. Aún lo recuerdo.
—Pero ¿tiene pruebas? ¿Puede demostrar que los vio? ¿Puede probar que fueron Rick y Michel los que arrojaron el bidón?
Lo último lo pregunté para asegurarme del todo: la comprobación final. En mi cabeza se había abierto una puerta. Una rendija por donde veía la luz. Una luz cálida. Detrás de la puerta había una estancia con la familia feliz.
—No, no tiene pruebas —dijo Claire—. Pero tal vez no sean necesarias. Si Beau va a la policía y los señala como los autores... Las imágenes de la cámara de vigilancia son muy malas, pero si pueden compararlas con las personas en cuestión... no lo tengo claro.
Papá no sabe absolutamente nada. Tenéis que hacerlo esta noche.
—Michel no estaba en casa, ¿verdad? Cuando lo has llamado hace un rato. Cuando le has preguntado a Babette tantas veces qué hora era.
En el rostro de Claire apareció una sonrisa. Me tomó de nuevo la mano y la apretó.
—Lo he llamado. Vosotros me habéis oído hablar con él. Babette es el testigo imparcial que necesitaba para que me oyeran hablar con mi hijo a esa hora. Pueden mirar el registro de llamadas de mi móvil para confirmar que la llamada se hizo de verdad y cuánto duró. Lo único que tenemos que hacer después es borrar el mensaje del contestador automático de nuestro teléfono fijo.
Miré a mi esposa. Sin duda mi mirada reflejaba admiración. No era preciso fingir: era una admiración sincera.;
—Y ahora está en casa de Beau —dije.
Asintió.
—Está con Rick, pero no en casa de Beau. Han quedado en otro lugar. Fuera.
—Y van a hablar con él. A intentar que cambie de opinión.
Mi esposa me cogió también la otra mano.
—Paul, ya te he dicho que hubiera preferido mantenerte al margen de esto. Pero no podemos dar marcha atrás. Tú y yo. Se trata del futuro de nuestro hijo. Le he dicho a Michel que debe tratar por todos los medios de que Beau entre en razón. Pero si no lo consigue, deberá hacer lo que crea más conveniente. Le he dicho que no quiero saberlo. La semana que viene cumple los dieciséis. Ya no tiene que contárselo todo a su madre. Es lo bastante mayor e inteligente para tomar sus propias decisiones.
La miré. Quizá mis ojos todavía reflejaban admiración, pero otra clase de admiración, no la de unos instantes atrás.;
—En cualquier caso, lo mejor será que después tú y yo podamos decir que Michel estuvo toda la noche en casa —añadió—. Y que a Babette no le quede más remedio que corroborarlo.
Le hice una seña al maître.
—Estamos esperando la cuenta —dije.
—El señor Lohman ya la ha pagado —respondió.;
Igual eran imaginaciones mías, pero tuve la impresión de que le parecía divertido decirme aquello. Hubo algo en sus ojos, como si se estuviese burlando de mí sólo con su mirada. Claire rebuscaba algo en el bolso; sacó el móvil, lo miró y volvió a guardarlo.
—Es demasiado —solté una vez que el maître se hubo alejado—. Nos quita el bar, después a nuestro hijo. Y ahora esto. Y encima no tiene la menor importancia. No importa nada que sea él quien pague la cuenta.
Me cogió la mano derecha primero y luego la izquierda.;
—Sólo tienes que lastimarlo un poco. No dará la rueda de prensa con la cara magullada o con un brazo en cabestrillo. Serían demasiadas cosas que explicar al mismo tiempo. Incluso para Serge.
Miré a mi esposa a los ojos. Acababa de pedirme que le rompiera el brazo a mi hermano. O que le magullara la cara. Y todo por amor, por amor a nuestro hijo. Por Michel. Me vino el recuerdo de aquella madre en Alemania que mató al asesino de su hijo en el tribunal. Claire era una madre de esa clase.
—No he tomado la medicación.
—Ya. —Claire no pareció sorprenderse; me acarició suavemente el dorso de la mano con un dedo.
—Me refiero a que hace tiempo que no la tomo. Meses.
Era cierto. Poco después de ver el programa Se busca la había dejado. Tuve la sensación de que podría serle de menos ayuda a mi hijo si mis emociones estaban atenuadas. Mis emociones y mis reflejos. Si quería apoyar a Michel al máximo, debía recuperar mi antigua personalidad.
—Ya lo sé —repuso Claire.;
La miré.
—¿Creías que no se notaría? ¿Que ni lo notaría tu mujer? Tu mujer se dio cuenta de inmediato. Había cosas... distintas. La forma en que me mirabas y sonreías. Y aquella vez que no encontrabas tu pasaporte. ¿Te acuerdas? Cuando te liaste a puntapiés con los cajones del escritorio. A partir de ese día empecé a vigilarte. Te llevabas los medicamentos cuando salías a la calle y los tirabas por ahí, ¿verdad? Una vez saqué un pantalón tuyo de la lavadora con el bolsillo completamente teñido de azul. Eran pastillas que habías olvidado tirar.
Claire se echó a reír, pero apenas unos segundos. Luego volvió a mirarme con expresión grave.
—Y no me dijiste nada.
—Al principio pensé: ¿qué cree que está haciendo?, pero luego volví a ver a mi Paul de siempre. Y entonces lo supe: quería recuperar a mi Paul de siempre. Aunque patee los cajones del escritorio o salga corriendo detrás de aquella moto que le cortó el paso.
Y aquella otra vez que mandaste al hospital al director del instituto de Michel, creí que añadiría. Pero no lo hizo. Dijo otra cosa:
—Ése es el Paul que yo amaba... El que amo. Ése es el Paul que amo más que a nada o a nadie en este mundo.;
Advertí que algo brillaba en sus lagrimales; también yo sentía un escozor en los ojos.
—A ti y a Michel, claro —añadió mi esposa—. A ti y a Michel por igual. Vosotros sois mi mayor felicidad.
—Sí —repuse. Tenía la voz ronca y solté un gallo. Me aclaré la garganta y repetí—: Sí.
Permanecimos un rato en silencio el uno frente al otro, mis manos aún entre las de mi esposa.
—¿Qué le has dicho a Babette? —pregunté.;
—¿Qué?
—En el jardín. Cuando habéis salido a pasear. Babette parecía muy contenta de verme. Dijo: «Querido Paul...» ¿Qué le has dicho?
Claire respiró hondo.
—Le he dicho que harías algo. Algo para que esa rueda de prensa no llegara a celebrarse.
—¿Y le ha parecido bien?
—Ella quiere que Serge gane las elecciones. Pero sobre todo le ha dolido que él le dijera lo que pensaba hacer en el coche, viniendo hacia aquí, para que ella no tuviese tiempo de quitarle esa tontería de la cabeza.
—Pero aquí en la mesa ha dicho que...
—Babette es lista. Tu hermano no debe sospecharlo jamás. Es posible que, más adelante, cuando sea la esposa del primer ministro, vaya a repartir platos de sopa en un asilo para indigentes. Pero esa indigente en concreto le importa tan poco como a ti o como a mí.
Moví las manos. Las moví para liberarlas de las de mi esposa y tomarlas a su vez entre las mías.
—No es buena idea —dije.;
—Paul...
—No, escucha. Yo soy yo. Soy quien soy. No me he tomado la medicación. De momento, sólo lo sabemos tú y yo. Pero estas cosas se acaban sabiendo. Escarbarán hasta enterarse de todo. El psicólogo del colegio, mi despido y, si no, el director del instituto de Michel... Todo estará sobre la mesa como un libro abierto. Por no hablar de mi hermano. Él será el primero en declarar que algo así no le ha sorprendido en absoluto. Quizá no lo diga públicamente, pero no sería la primera agresión que sufre a manos de su hermano menor. Su hermano menor que padece de algo raro y por eso debe medicarse. Con medicamentos que tira por el váter en lugar de tomárselos.
Claire guardó silencio.
—No conseguiré hacerlo desistir de sus propósitos, Claire. Será un paso en falso.
Esperé un momento, no quería empezar a parpadear.;
—Será un paso en falso si lo doy yo —añadí.
Cinco minutos después de que Claire se hubiese ido, volví a oír un pitido debajo de la servilleta de Babette.
Nos habíamos levantado a la vez. Mi esposa y yo. La había abrazado con fuerza. Había ocultado mi rostro en su cabello y, muy despacio, sin hacer ruido, había inspirado por la nariz.
Después, me había sentado de nuevo para contemplarla hasta que desapareció más allá del atril.
Cogí el móvil de Babette, abrí la tapa y miré la pantalla. «Dos mensajes nuevos.» Pulsé mostrar. El primero era de Beau. Sólo había una palabra. Una palabra sin mayúsculas y sin punto: «mamá».
Pulsé borrar.
El segundo había sido grabado en el buzón de voz. Babette estaba con otra compañía telefónica, así que no sabía qué número marcar para escucharlo. Busqué en nombres y por la B encontré buzón de voz. No pude reprimir una sonrisa.
Después de que una voz femenina anunciase que tenía un mensaje nuevo, oí la de Beau.
Escuché. Mientras escuchaba, cerré los ojos un instante y volví a abrirlos. Cerré la tapa. No volví a dejar el móvil sobre la mesa, sino que me lo eché al bolsillo.
—¿A su hijo no le gustan esta clase de restaurantes?;
Me asusté tanto que di un respingo en la silla.;
—Discúlpeme —dijo el maître—. No pretendía asustarle. Pero lo he visto antes hablando con su hijo en el jardín. O al menos he deducido que era su hijo.
Al principio no supe a qué se refería, pero pronto caí en la cuenta. El hombre que fumaba. El hombre que fumaba fuera del restaurante. El maître nos había visto en el jardín. No sentí pánico; bien mirado, no sentí nada.
Reparé de pronto en que el maître llevaba un platito en la mano, un platito con la cuenta.
—El señor Lohman ha olvidado llevarse la cuenta. Por eso se la traigo. Quizá lo vea usted dentro de poco.
—Así es.
—Lo he visto antes con su hijo —prosiguió—. Hay algo en su porte. En realidad en el porte de ambos, algo idéntico. Y he pensado que eso sólo pasa con padre e hijo.
Bajé la mirada hasta que él dejó el platito con la cuenta. ¿A qué esperaba? ¿Por qué no se iba en vez de contarme esas bobadas sobre portes?
—Ya —dije. No pretendía confirmar la intuición del maître; era sólo una forma de llenar educadamente el silencio. No tenía más que decir.
—Yo también tengo un hijo —comentó entonces—. Sólo tiene cinco años, pero a veces me sorprendo de lo mucho que se me parece. Cómo hace determinadas cosas de la misma manera que yo. Pequeños gestos. Por ejemplo, yo tengo la manía de tocarme el pelo, de rizarme un mechón cuando me aburro o cuando me preocupa algo... Y también tengo una hija de tres años que se parece a su madre como dos gotas de agua. Son igualitas.
Cogí la cuenta y miré el total. No profundizaré en todo lo que podría hacerse con aquel dinero, tampoco diré nada de cuántos días tendrían que trabajar las personas corrientes para ganarlo, en todo caso sin que la tortuga del suéter blanco de cuello vuelto los obligara a fregar platos en la cocina durante semanas. No mencionaré el total, que era una de esas cifras que dan ganas de reír. Y eso fue lo que hice.
—Espero que haya disfrutado de la velada —dijo el maître, pero seguía sin irse.
Tocó levemente el platito vacío con la yema de los dedos, lo desplazó unos centímetros por el mantel, lo cogió y volvió a dejarlo en la mesa.
—¿Claire?
Por segunda vez esa noche abrí la puerta del lavabo de mujeres y pronuncié su nombre. Pero no hubo respuesta. Fuera, en la calle, oí la sirena de un coche de policía.;
—¿Claire? —repetí.
Avancé unos pasos hasta los narcisos blancos y constaté que todas las cabinas estaban desocupadas.
Oí la segunda sirena mientras pasaba por delante del guardarropa y del atril hacia la calle. Entre los árboles, vislumbré las luces giratorias delante del bar de la gente corriente.
Acelerar el paso o echar a correr habría sido una reacción normal, pero no lo hice. Sentí algo pesado y oscuro en el lugar donde sabía que se hallaba el corazón, pero se trataba de una oscuridad serena. Aquella sensación oscura se parecía mucho a la inevitabilidad.
Mi esposa, pensé.
De nuevo me asaltó el impulso de echar a correr. De llegar sin resuello al bar, donde sin duda me retendrían en la puerta.
«¡Mi esposa! —diría jadeante—. ¡Mi esposa está ahí dentro!»
Pero precisamente la visualización de esta escena me hizo aminorar el paso. Llegué al sendero de grava que conducía al puente. Cuando lo alcancé, ya no caminaba a un paso lento normal, sino que oía crujir la grava bajo mis zapatos, la cadencia de los pasos. Andaba a cámara lenta.
Apoyé la mano en el pretil y me detuve. Las luces giratorias se reflejaban en el agua oscura a mis pies. Entre los árboles de la otra acera se veía bien el bar. Justo delante del portal y la terraza había tres Golfs de la policía y una ambulancia.
Una ambulancia. No dos.
Era agradable estar tan tranquilo y ser capaz de detectar todas esas cosas —casi aisladamente— y relacionarlas con mis conclusiones. Me sentía igual que en los momentos de crisis (la hospitalización de Claire; el intento fallido de Serge y Babette de quitarme a mi hijo; las imágenes de la cámara de vigilancia). Entonces, como ahora, sentía que podía actuar manteniendo la calma. Actuar de un modo práctico y eficiente.