La cena (25 page)

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Authors: Herman Koch

BOOK: La cena
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Babette guardó silencio unos instantes; puso la mano estirada sobre la mesa y con las yemas de los dedos desplazó ligeramente el móvil por el mantel.

—No lo sé, Claire. Su padre... Creo que su padre espera más que se caliente la cabeza que yo. Tal vez no sea del todo justo decirlo, pero es un hecho que a menudo lo pasa mal por ser el hijo de quien es. En el instituto. Con sus amigos. Tiene quince años, a esa edad aún son «el hijo de». Pero es que encima es el hijo de alguien cuya cara sale cada día en televisión. Duda de sus amistades. Cree que la gente es amable con él porque su padre es famoso. O, al contrario, que los profesores lo tratan a veces injustamente porque no lo pueden soportar. Recuerdo que cuando empezó el instituto me dijo: «¡Mamá, tengo la sensación de haber empezado de nuevo!» Estaba tan contento... Pero al cabo de una semana el centro en pleno sabía quién era.

—Pues si de Serge depende, dentro de poco todo el centro en pleno sabrá otra cosa.

—Eso es lo que le digo todo el rato, que Rick ya ha sufrido más de lo que le conviene por su culpa. Y ahora quiere arrastrarlo también en este asunto. Rick jamás logrará sobreponerse.

Pensé en Beau, en el hijo adoptado de África que a ojos de Babette era incapaz de romper un plato.

—Nosotros vemos que Michel aún conserva eso que tú llamas ingenuidad. El no tiene un padre famoso, claro está, pero aun así... No está muy preocupado. A veces me inquieta porque no parece comprender lo que todo esto puede significar para su futuro. En ese aspecto reacciona verdaderamente como un niño. Un niño despreocupado y no un adulto que haya tenido que crecer precozmente y que no pare de calentarse la cabeza. Eso nos planteaba un dilema a Paul y a mí: cómo hacerle ver su responsabilidad sin arruinar al mismo tiempo su inocencia infantil.

Miré a mi esposa. A Paul y a mí... ¿Cuánto rato hacía que Claire y yo sabíamos que el otro estaba al corriente de todo? ¿Una hora? ¿Cincuenta minutos? Miré la dame blanche de Serge, intacta. Igual que sucedía con los anillos de los árboles o con el método del carbono 14, tenía que ser técnicamente posible calcular el tiempo transcurrido por el grado de derretimiento de un helado de vainilla.

Miré los ojos de Claire, los ojos de la mujer que para mí representaba la felicidad. «Sin mi mujer yo no habría sido nadie», se oye decir a veces a hombres sentimentales, hombres que se suelen calificar de torpes, pero lo que pretenden decir es que sus esposas se han pasado la vida limpiando la casa y llevándoles café a todas horas. No pretendo ir tan lejos; sin Claire yo sería alguien, pero no el mismo.

—Claire y yo nos hemos propuesto que Michel siga adelante con su vida —dije—. No queremos inculcarle un sentimiento de culpa. Me refiero a que es culpable en parte, pero lo que no puede ser es que una indigente que está estorbando en un cajero automático se vea como la inocente de la película. Sin embargo, ésa será la opinión mayoritaria con este sistema judicial que tenemos. Se oye por todas partes: adónde vamos a ir a parar con esta juventud descarriada. Jamás oirás una palabra contra los mendigos e indigentes descarriados que se echan a dormir la mona donde les da la gana. No; quieren dar ejemplo, fíjate bien: esos jueces están pensando indirectamente en sus propios hijos, a los que probablemente tampoco tengan ya bajo control. No queremos que Michel se convierta en una víctima del populacho ávido de sangre, el mismo populacho que pide la restauración de la pena de muerte. Queremos demasiado a Michel para sacrificarlo a esos sentimientos primarios. Además, es demasiado inteligente. Está muy por encima de eso.

Durante todo mi discurso, Claire no dejó de observarme; también la mirada y la sonrisa que me regaló al final formaban parte de nuestra felicidad. Era una felicidad a prueba de muchas cosas, en la que los de fuera no podían interferir así como así.

—¡Ay, si iba a llamar a Michel! —dijo, levantando la mano con que sostenía el móvil—. ¿Qué hora me has dicho que era? —le preguntó a Babette mientras apretaba una tecla, aunque seguía mirándome a mí.

Y Babette volvió a consultar su móvil y le dijo la hora. No diré exactamente qué hora era. Las horas exactas pueden acabar volviéndose contra uno.

—¡Hola, cariño! —dijo Claire—. ¿Cómo estás? ¿No te aburres demasiado?

Miré el rostro de mi esposa. Siempre había algo en ese rostro, en esos ojos, que irradiaba alegría cuando tenía a nuestro hijo al otro lado de la línea. Claire reía ahora, hablaba animadamente... pero no irradiaba nada.

—No, nos tomamos el café y nos vamos, dentro de una hora estaremos en casa. Así que aún estás a tiempo de recoger un poco. ¿Qué has cenado...?

Escuchó, asintió, dijo «sí» y «no» un par de veces y después un último «adiós, cariño, un beso». Y colgó.

No sabría decir si fue porque su semblante no irradiaba alegría o porque no se refirió ni una sola vez al encuentro que habíamos tenido hacía poco con nuestro hijo en el jardín del restaurante, pero el caso es que de inmediato tuve la certeza de que acabábamos de asistir a una farsa.

Pero ¿para quién era aquella representación? ¿Para mí? No lo creí muy probable. ¿Para Babette, entonces? ¿Con qué propósito? Claire le había preguntado dos veces la hora expresamente... como si quisiera asegurarse de que después Babette se acordaría de la hora.

Papá no sabe absolutamente nada.

—¿Los espresso son para...? —Era una de las camareras vestidas de negro. En la mano sostenía una bandeja de plata con dos espresso y dos chupitos de grappa.

Y mientras nos ponía delante las tazas y los vasitos, vi cómo mi esposa fruncía los labios como si fuese a dar un beso. Me miró y luego besó el aire que nos separaba.

DIGESTIVO
40

No hace mucho, Michel redactó un trabajo sobre la pena de muerte para la asignatura de Historia. La idea surgió a partir de un documental sobre asesinos que eran reinsertados en la sociedad tras cumplir su condena y, en la mayoría de los casos, nada más soltarlos cometían otro crimen. Salían tanto defensores como detractores de la pena de muerte. Aparecía una entrevista con un psiquiatra estadounidense, quien demostraba que a algunas personas no se las debería volver a dejar en libertad. «Tenemos que aceptar que hay monstruos de verdad rondando por ahí —afirmaba—. Monstruos a los que nunca debería reducírseles la pena bajo ningún concepto.»

Unos días después, vi las primeras páginas del trabajo de Michel encima de la mesa. Para la ilustración de portada había elegido una fotografía que había bajado de Internet: una cama de hospital donde, en algunos estados norteamericanos, se administra la inyección letal.

—Si puedo ayudarte en algo... —le pregunté, y unos días después me dejó leer el primer borrador.

—Sobre todo quiero que me digas si te parece presentable —me pidió.

—¿Cómo, presentable?

—No lo sé. A veces pienso cosas... y no sé si se pueden pensar esas cosas.

Leí el borrador y me quedé impresionado. Para sus quince años, Michel tenía una visión muy novedosa a propósito de algunos temas relacionados con el crimen y las condenas, y había llevado la reflexión sobre determinados dilemas morales hasta sus últimas consecuencias. Comprendí lo que quería decir con que quizá uno no podía pensar ciertas cosas.

—Muy bien —lo felicité al devolvérselo—. Y yo que tú no me preocuparía. Puedes opinar lo que quieras. No tienes que cortarte a estas alturas. Lo explicas todo muy bien. Deja que sean los demás quienes rebatan lo que dices.

A partir de ese día, me dejó leer también las versiones siguientes. Intercambiábamos opiniones sobre dilemas morales. Guardo buenos recuerdos de ese período: solamente buenos recuerdos.

Menos de una semana después de que Michel entregara el trabajo, el director del colegio me pidió que fuera a verlo; una invitación telefónica para acudir tal día y a tal hora para intercambiar impresiones acerca de mi hijo. Le pedí que me avanzara los detalles; aunque di por sentado que se trataba del trabajo sobre la pena de muerte, quería oír de sus labios el motivo de la entrevista. Pero él no cedió: «Quisiera hablar con usted de algunas cosas, pero no por teléfono.»

La tarde en cuestión me presenté en el despacho del director. Él me invitó a tomar asiento en una silla enfrente de su escritorio.

—Se trata de Michel —dijo sin rodeos.

Reprimí la tentación de soltarle: «¿De quién si no?» Me crucé de piernas y adopté una postura de oyente atento. Detrás de su cabeza había un póster enorme de una organización humanitaria, ya no recuerdo si Oxfam o UNICEF Mostraba una tierra árida y resquebrajada donde no quería crecer nada, y abajo a la izquierda aparecía un niño cubierto de harapos que tendía una escuálida mano.

Aquel póster hizo que me pusiera aún más alerta. Probablemente, el director estaba en contra del calentamiento global y la injusticia en general. Quizá no comía carne de mamíferos y era antiamericano o, al menos, anti Bush, una opinión que daba a la gente carta blanca para no pensar nada más. Quien estaba contra Bush era alguien justo, y por tanto podía comportarse en su entorno inmediato como un cabrón.

—Hasta ahora estábamos muy satisfechos con Michel —dijo.

Noté un olor peculiar, no a sudor sino más bien a basura que se separa para reciclar, o, mejor dicho, a la parte de basura que por lo general va a parar al contenedor orgánico. Y parecía proceder del propio director; quizá no usara desodorante para no dañar la capa de ozono o su mujer lavara la ropa con detergente ecológico. Como es bien sabido, la ropa blanca que se lava con esa clase de detergente no tarda mucho en volverse gris, y en cualquier caso nunca queda limpia.

—Pero hace poco entregó un trabajo para la clase de Historia que nos ha dejado un tanto preocupados —continuó—. Por lo menos dejó muy sorprendido a nuestro profesor de Historia, el señor Halsema, que me mostró el trabajo en cuestión.

—Sobre la pena de muerte —dije, para librarme de los rodeos estúpidos.

El director me miró unos instantes, sus ojos tenían también algo gris, la mirada inexpresiva y tediosa de una inteligencia media que cree injustificadamente que ya lo ha visto todo.

—Exacto —contestó mientras cogía unos papeles de su escritorio y empezaba a hojearlos.

La pena de muerte. Vi las conocidas letras blancas sobre fondo negro con la foto de una cama de hospital debajo.;

—Se trata sobre todo de los siguientes pasajes —comentó—. Aquí: «pese a la crueldad de la pena de muerte ejercida por el Estado, cabe preguntarse si en el caso de algunos condenados no habría sido preferible que, en una etapa más temprana...».

—No es necesario que me lo lea, sé lo que pone.

Su expresión me indicó que no estaba acostumbrado a que lo interrumpiesen.

—Bien. Entonces ¿conoce usted el contenido?

—No sólo eso; ayudé a mi hijo en algunas cosas. Pequeños consejos, porque la mayor parte la hizo él, claro está.;

—Y no creyó necesario darle consejos sobre el capítulo que titularé «Hacer las veces de juez», ¿no?

—No. Pero no estoy de acuerdo con ese título.;

—¿Cómo preferiría llamarlo? Habla claramente de consumar la pena capital antes de que se efectúe un juicio justo.;

—Pero también habla de lo inhumana que es la pena de muerte. La ejecución fría, clínica, que ejerce el Estado. Con una inyección o con la silla eléctrica. Sobre todos los detalles crueles, como la última cena que los condenados pueden elegir. Saborear por última vez su plato preferido, ya sea champán y caviar o una hamburguesa doble del Burger King. Me hallaba ante el dilema al que se enfrenta todo padre tarde o temprano: desde luego, quería defender a mi hijo a toda costa, ponerme de su parte, pero no debía hacerlo con excesiva firmeza, y menos aún con demasiada locuacidad; no se trataba de acorralar a nadie. Los maestros y docentes te dejan hablar, pero después se toman el desquite con tu hijo. Tal vez los argumentos del padre fuesen mucho mejores —no es tan difícil exponer mejores argumentos que los de los maestros y docentes—, pero al final sería el hijo el que pagase, descargarían en él su frustración por llevarse la peor parte en la discusión.

—Todos estamos de acuerdo en eso —admitió el director—. La gente normal y razonable considera la pena de muerte inhumana. No hablo de eso, Michel lo ha descrito muy bien. Me refiero exclusivamente a la parte en que justifica eliminar a ciertos sospechosos, de un modo más o menos accidental, antes de que se dicte el auto de procesamiento contra ellos.

—Yo me considero normal y razonable. También creo que la pena de muerte es inhumana, pero desgraciadamente compartimos este mundo con gente inhumana. ¿Acaso esa gente inhumana debe ser reinsertada en la sociedad después de que les rebajen la condena por buena conducta? Creo que Michel se refiere a eso.

—Así que se los puede matar de un tiro o... ¿qué fue lo que puso? —Hojeó el trabajo—. ¿Tirarlos por la ventana? La ventana del décimo piso de una comisaría, me parece recordar. Eso, por decirlo suavemente, no es muy usual en un Estado de derecho.

—No, pero usted lo está sacando de contexto. Se trata de gente de la peor calaña, Michel habla de violadores de niños, hombres que durante años han mantenido a criaturas secuestradas. Hay otros factores a tener en cuenta. En un proceso hay que sacar a la luz toda esa ponzoña en aras de un «juicio justo». Pero ¿a quién le interesa que se proceda así? ¿A los padres de las criaturas? Ése es el punto crucial que usted ha pasado un poco por alto. No, la gente civilizada no arroja a otras personas por la ventana. Y tampoco disparan una pistola sin querer durante el traslado de la comisaría a la prisión. Pero aquí no estamos hablando de personas de bien, sino de gente cuya desaparición todo el mundo acogería con un suspiro de alivio.

—Sí, ahora lo recuerdo bien; dispararle fortuitamente en la cabeza a un sospechoso en el furgón de policía. —Dejó el trabajo nuevamente sobre el escritorio—. ¿Fue ése uno de sus «consejos», señor Lohman? ¿O se le ocurrió a su hijo?

Algo en su tono me erizó el vello de la nuca y a la vez sentí un hormigueo en los dedos, o, mejor dicho: se me quedaron insensibles. Me puse en guardia. Por una parte quería dar todo el mérito del trabajo a Michel —en cualquier caso, era bastante más inteligente que aquel inútil que apestaba a basura orgánica—, y por la otra debía proteger a mi hijo de futuras revanchas. Podrían sancionarlo, me dije, incluso expulsarlo del instituto. Michel se sentía bien allí, ahí tenía a sus amigos.

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