El primer acto de la función terminó, el atrezo de escena ha sido retirado, los actores descansan del esfuerzo de la apoteosis. En los almacenes del Centro no queda una sola pieza de loza fabricada por la alfarería de los Algores, quizá algún polvo rojo esparcido por los estantes, nunca estará de más recordar que la cohesión de las materias no es eterna, si el continuo roce de los invisibles dedos del tiempo desgasta mármoles y granitos, qué no hará a simples arcillas de composición precaria y cochura probablemente irregular. A Marcial Gacho no lo reconocieron en el departamento de compras, efecto seguro de la boina y de las gafas oscuras, pero también de la barba sin afeitar, que él se había dejado a caso hecho para rematar la eficacia del disfraz protector, pues entre las diversas características que deben distinguir a un guarda interno del Centro se incluye un perfecto rasurado. En todo caso al subjefe no dejó de extrañarle la repentina mejoría del vehículo transportador, actitud lógica en persona que más de una vez se había permitido sonreír irónicamente a la vista de la vetusta furgoneta, pero lo sorprendente fue, y ésta es en la presente circunstancia la mínima denominación posible, el asomo de irritación apenas contenida que le subió a la mirada y al gesto cuando Cipriano Algor le informó de que estaba dispuesto para llevarse el resto de la mercancía, Toda, preguntó, Toda, respondió el alfarero, he traído un camión y un ayudante. Si a este subjefe de demostrado mal talante le estuviese asignado suficiente futuro en el relato que venimos cursando, sin duda un día de éstos le pediríamos que nos desvelase el fondo de sus sentimientos en aquella ocasión, es decir, la razón última de una contrariedad, a todas luces ilógica, que no quiso ocultar o no fue capaz de tal. Es probable que intentara engañarnos diciendo, por ejemplo, que se había habituado a las visitas diarias de Cipriano Algor y que, aunque por respeto a la verdad no pudiese jurar que eran amigos, le había tomado una cierta simpatía, sobre todo debido a la poco auspiciosa situación profesional en la que el pobre diablo se encontraba. Falsedad de lo más descarada como es evidente, porque, si del desvelamiento del fondo pasásemos a la excavación de lo más hondo, en seguida nos daríamos cuenta de que lo que delata la muestra de exasperación del subjefe es la frustración de ver cómo se le iba de las manos el gozo sobre todos perverso de los que disfrutan con las derrotas ajenas hasta cuando no sacan ningún provecho de ellas. Con el pretexto de que pasarían horas haciendo el trabajo y de que estaban dificultando las descargas de otros abastecedores, el pésimo hombre todavía intentó impedir la carga del camión, pero Cipriano Algor lo puso, como elocuentemente se suele decir, entre la espada y la pared, preguntándole quién se responsabilizaría del gasto del alquiler del vehículo en caso de no acabar, exigió el libro de reclamaciones, y, como golpe final y desesperado, aseguró que de allí no saldría sin hablar con el jefe del departamento. Es de manuales elementales de psicología aplicada, capítulo comportamientos, que las personas de mal carácter son con mucha frecuencia cobardes, por eso no deberá sorprendernos que el temor a ser desautorizado en público por el jefe superior jerárquico haya hecho mudar de un instante a otro la actitud del subjefe. Dejó salir por la boca una insolencia para mitigar el desaire y se retiró al fondo del almacén, de donde sólo volvió a aparecer cuando el camión, finalmente cargado, abandonó el subterráneo. Ni propia ni figuradamente cantaron Cipriano Algor y Marcial Gacho victoria, estaban demasiado cansados para gastar el poco fuelle que les quedaba en gorjeos y congratulaciones, el mayor dijo solamente, Nos va a amargar la vida cuando traigamos la otra mercancía, va a examinar las figuras con lupa y a rechazarlas por docenas, y el más joven respondió que tal vez sí, pero que no era seguro, que el jefe del departamento es quien lleva el asunto, de ésta nos hemos librado, padre, la otra ya veremos, la vida tiene que ser así, cuando uno se desanima, el otro se agarra las propias tripas y de ellas hace corazón. Habían dejado la furgoneta estacionada en la esquina de una calle próxima, allí estará hasta que vuelvan de descargar la última loza en la hondonada que está cerca del río, después llevarán el camión al garaje y, exhaustos, más muertos que vivos, uno por haber perdido en los lisos pasillos del Centro la saludable costumbre del esfuerzo físico, el otro por las sobradamente conocidas desventajas de la edad, llegarán por fin a casa, cuando la tarde ya esté cayendo. Bajará a recibirlos al camino el perro Encontrado, también él dando los saltos y los latidos de su condición, y Marta estará esperando en la puerta. Ella preguntará, Ya está, quedó todo resuelto, y ellos responderán que sí, que todo quedó resuelto, y luego los tres han de pensar, o han de sentir, si hay desigualdad y contradicción entre el sentir y el pensar, que esta parte que ha acabado es la misma que está impaciente por comenzar, que los primeros, segundos y terceros actos, da lo mismo que sean los de las funciones o los de las vidas, son siempre una sola pieza. Es verdad que algunos atrezos han sido retirados del escenario, pero el barro del que van a ser hechos los nuevos aderezos es el mismo de ayer, y los actores, mañana, cuando despierten del sueño de los bastidores, posarán el pie derecho delante de donde habían dejado la marca del pie izquierdo, después asentarán el izquierdo delante del derecho, y, hagan lo que hagan, no se saldrán del camino. A pesar del cansancio de él, Marta y Marcial repetirán, como si también esta vez fuese la primera, los gestos, los movimientos y los gemidos y suspiros de amor. Y las palabras. Cipriano Algor dormirá sin sueños en su cama. Mañana temprano, como de costumbre, llevará al yerno al trabajo. Tal vez en el regreso se le ocurra pasar por la hondonada cerca del río, sin ningún motivo especial, ni siquiera curiosidad, sabe perfectamente lo que allí fue dejado, pero pese a todo quizá se acerque al borde de la cueva, y si lo hace mirará hacia abajo, entonces se preguntará a sí mismo si no debería cortar unas cuantas ramas de árboles para cubrir mejor la loza, da idea de que quiere que nadie más sepa lo que hay aquí, de que quiere que así se quede, oculta, resguardada, hasta el día en que nuevamente vuelvan a ser necesarias, ah, qué difícil es separarnos de aquello que hemos hecho, sea cosa o sueño, incluso cuando lo hemos destruido con nuestras propias manos.
Voy a limpiar el horno, dijo Cipriano Algor al llegar a casa. Las experiencias anteriores del perro Encontrado le indujeron a pensar que el dueño se disponía a sentarse otra vez en el banco de las meditaciones, todavía andaría el pobre con el espíritu turbio de conflictos, la vida corriéndole a contramano, en estas ocasiones es cuando los perros hacen más falta, vienen y se nos colocan delante con la infalible pregunta en los ojos, Quieres ayuda, y siendo cierto que, a primera vista, no parece estar al alcance de uno de estos animales poner remedio a los sufrimientos, angustias y otras aflicciones humanas, bien pudiera suceder que la causa radique en el hecho de que no seamos capaces de comprender lo que está más allá o acá de nuestra humanidad, como si las otras aflicciones en el mundo sólo pudiesen lograr una realidad aprehensible si las medimos por nuestros propios patrones, o, usando palabras más simples, como si sólo lo humano tuviese existencia. Cipriano Algor no se sentó en el banco de piedra, pasó a su lado, luego, tras mover uno tras otro los tres gruesos cierres de hierro instalados en alturas diferentes, arriba, en medio, abajo, abrió la puerta del horno, que chirrió gravemente en los goznes. Pasados los primeros días de indagaciones sensoriales que contentaron la curiosidad inmediata de quien acabara de llegar a un nuevo lugar, el horno había dejado de atraer la atención del perro Encontrado. Era una construcción vieja y basta de albañilería, con una puerta alta y estrecha, de finalidad desconocida y donde no vivía nadie, una construcción que tenía en la parte superior tres cosas como chimeneas, pero que seguramente no lo serían, puesto que de ellas nunca se había desprendido ningún estimulante olor a comida. Y ahora para su desconcierto la puerta se abre y el dueño entra con tan buena disposición como si también aquello fuese su casa, como la otra de ahí. Debe un perro, por cautela y principio, ladrar a cuantas sorpresas le surjan en la vida, porque no podrá saber de antemano si las buenas se transformarán en malas y si las malas dejarán de ser lo que fueron, por tanto Encontrado ladró y ladró, primero con inquietud cuando la figura del dueño pareció desvairse en la última penumbra del horno, luego feliz al verlo reaparecer entero y con la expresión cambiada, son los pequeños milagros del amor, querer bien lo que se ha hecho también debería merecer ese nombre. Cuando Cipriano Algor volvió a entrar en el horno, ahora empuñando la escoba, Encontrado no se preocupó, un dueño, bien mirado, es como el sol y la luna, debemos ser pacientes cuando desaparece, esperar que el tiempo pase, si poco si mucho no lo podrá decir un perro, que no distingue duraciones entre la hora y la semana, entre el mes y el año, para un animal de éstos no hay más que la presencia y la ausencia. Durante la limpieza del horno, Encontrado no hizo intención de entrar, se apartó a un lado para que no le cayese encima la lluvia de pequeños fragmentos de barro cocido, de cascotes de loza rota que la escoba iba empujando hacia fuera, y se tumbó todo lo largo que era, con la cabeza asentada entre las patas. Parecía ajeno, casi dormido, pero hasta el más inexperto conocedor de mañas caninas sería capaz de comprender, nada más que por el modo disimulado con que de vez en cuando el sujeto abría y cerraba los ojos, que el perro Encontrado estaba simplemente a la espera. Terminada la tarea de limpieza, Cipriano Algor salió del horno y se encaminó a la alfarería. Mientras estuvo a la vista, el perro no se movió, luego se levantó despacio, avanzó con el cuello estirado hasta la entrada del horno y miró. Era una casa extraña y vacía, de techo abovedado, sin muebles ni adornos, forrada de paralelepípedos blanquecinos, pero lo que más impresionó la nariz del perro Encontrado fue la sequedad extrema del aire que dentro se respiraba y también el picor intenso del único olor que se percibía, la vaharada final de un infinito calcinamiento, que no os sorprenda la fragante y asumida contradicción entre final e infinito, pues no era de sensaciones humanas de lo que veníamos tratando, sino de lo que humanamente podemos imaginar acerca de lo que sentiría un perro al entrar por primera vez en un horno de alfarería vacío. Al contrario de lo que, por naturaleza, sería de esperar, Encontrado no dejó marcado de orina el nuevo sitio. Es verdad que comenzó obedeciendo a lo que el instinto le ordenaba, es verdad que llegó a levantar amenazadoramente la pata, pero se venció, se contuvo en el último y definitivo instante, quién sabe si amedrentado por el silencio mineral que lo rodeaba, por la rudeza tosca de la construcción, por el tono blanquecino y fantasmagórico del suelo y de las paredes, quién sabe si sencillamente porque sospechó que el dueño emplearía la violencia contra él si encontrara emporcado con una meada infame el reino, el trono y el dosel del fuego, el crisol donde la arcilla sueña cada vez que se va a convertir en diamante. Con la piel del dorso erizada, con el rabo entre las piernas como si viniese expulsado de lejos, el perro Encontrado salió del horno. No vio a ninguno de los dueños, la casa y el campo estaban como abandonados, y el moral, por efecto del ángulo de incidencia del sol, parecía proyectar una sombra extraña, que se arrastraba por el suelo como si viniese de un árbol diferente. Al contrario de lo que en general se piensa, los perros, por muchos cuidados y mimos de que sean objeto, no tienen la vida fácil, en primer lugar porque hasta hoy no han conseguido llegar a una comprensión mínimamente satisfactoria del mundo al que han sido traídos, en segundo lugar porque esa dificultad se ve agravada continuamente por las contradicciones y por las inestabilidades de conducta de los seres humanos con quienes comparten, por decirlo así, la casa, la comida y a veces la cama. Desapareció el dueño, no aparece la dueña, el perro Encontrado desahoga la melancolía y la retención de la vejiga en el banco de piedra que no tiene más utilidad que la de servir para meditaciones. En ese momento Cipriano Algor y Marta salieron de la alfarería. Encontrado corrió hacia ellos, en instantes como éste, sí, tiene la impresión de que finalmente va a entenderlo todo, pero la impresión no dura, nunca dura, el dueño le suelta un grito enorme, Fuera de aquí, la dueña grita alarmada, Quieto, quién podrá alguna vez entender a esta gente, el perro Encontrado no tardará en darse cuenta de que los dueños llevan unas figuras de barro en equilibrio sobre unas pequeñas tablas, tres cada uno y en cada una, imagínese el desastre que sucedería si no me hubiesen frenado a tiempo las efusiones. Se dirigen los equilibristas a las largas tablas de secado que desde hace semanas están desnudas de platos, cuencos, tazas, platillos, tazones, jarrones, botijos, cántaros, macetas y otros enseres de casa y jardín. Estos seis muñecos, que se quedarán secándose al aire, protegidos por la sombra del moral, pero tocados de vez en cuando por el sol que se insinúa y mueve entre las hojas, son la guardia avanzada de una nueva ocupación, la de centenas de figuras iguales que en batallones cerrados cubrirán las amplias tablas, mil doscientas figuras, seis veces doscientas, según las cuentas hechas en su momento, pero las cuentas estaban equivocadas, la alegría de la victoria no siempre es buena consejera, estos alfareros, pese a las tres generaciones de experiencia, parecen haberse olvidado de que es indispensable reservar siempre, porque hasta la tijera come el paño que corta, un margen para las pérdidas, es lo que cae y se parte, es lo que se deforma, es lo que se contrae más o menos, es lo que el calor revienta por estar mal fabricada la pieza, es lo que sale mal cocido por defectuosa circulación del aire caliente, y a todo esto, que tiene que ver directamente con las contingencias físicas de un trabajo en el que hay mucho de arte alquímica, que, como sabemos, no es una ciencia exacta, a todo esto, decíamos, habrá que añadir el examen riguroso que, como de costumbre, el Centro aplicará a cada una de las piezas, para colmo con aquel subjefe que parece tenérsela jurada. A Cipriano Algor únicamente se le vinieron a la cabeza estas dos amenazas, la cierta y la latente, cuando barría el horno, es lo que tienen de bueno las asociaciones de ideas, unas van tirando de otras, de carrerilla, la habilidad está en no dejar que se rompa el hilo de la madeja, en comprender que un cascote en el suelo no es sólo su presente de cascote en el suelo, es también su pasado de cuando no lo era, es también su futuro de no saber lo que llegará a ser.