La cara del miedo (13 page)

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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

BOOK: La cara del miedo
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Extiende los pedazos de papel sobre el suelo y se pellizca el entrecejo, como un chiquillo. Nunca creyó en las casualidades. Sabe que esto no es una casualidad. Alguien allá afuera ha leído terriblemente mal su novela. Oye un zumbido en el interior de su cabeza, es como un tren que se acerca al horizonte; segundo a segundo oye el ruido de la locomotora, cada vez más claro. Pronto lo envolverá. Piensa: «Sí. Sí. Sí. Ya lo sé». Pero no quiere saber. Quiere olvidar. No quiere pensar en ello.

¿Qué está antes: la literatura o la realidad? ¿Qué está antes: el asesinato o su descripción? ¿Qué está antes: el miedo o las frases?

No sabe qué hacer para salir de esto.

Griswold

¿Culpable?

Nueva York

C
ierta mañana, Rufus Griswold recibe la visita de un aparentemente alegre y corpulento reportero de la redacción del
Sun
. Esperando en la puerta, el hombre juega con sus bigotes rubios y observa al editor como quien se trae entre manos un asunto que no quiere confesar del todo.

—¿Rufus Griswold?

—¿Sí?

—Me llamo Evan Olsen. ¿Me pregunto si podría importunarlo con dos o tres preguntas? No nos llevará mucho tiempo.

—Estoy bastante ocupado…

—Sería para mí de una importancia inestimable si pudiese usted brindarme unos minutos.

—¿Unos minutos?

—No será mucho tiempo.

—¿De qué se trata?

—Tengo una pregunta para usted referente al escritor Edgar Allan Poe.

—¿Poe?

Rufus abre la puerta de inmediato.

—Pase al salón, estaré con usted enseguida.

Cuando se sientan en la sala, con limonada en los vasos, el sonriente escandinavo revuelve en unos papeles que tiene y los observa con creciente confusión. Rufus piensa que el reportero tiene toda la apariencia de un hombre de prensa con escrúpulos morales subyacentes, pero evita, como la persona distinguida en que se ha convertido, comentar la cómica expresión pensativa del otro. En su lugar, emite una tosecita para recordar a Olsen que tiene otras cosas que hacer.

—Disculpe, disculpe —murmura el escandinavo.

—¿En qué le puedo ayudar?

—Sí, mmm. Se trata de un… asunto delicado.

—Si fuese «tan» delicado, no estaría usted sentado en esa silla —dice Rufus.

El periodista ve que su limonada tiembla en el vaso.

—No, no. Ciertamente no.

Olsen se alisa los bigotes.

—Déjeme ir directo al asunto, Griswold.

Rufus asiente con la cabeza, espera.

—Por favor…

—He leído con apasionado interés su antología de la poesía norteamericana, realmente espléndida. Excelente. Ahora bien, sucede, señor Griswold, que en mi labor como reportero del
Sun
tropecé hace un tiempo con un asesinato escalofriante. En relación con él, se nombró al escritor Edgar Allan Poe. Aquí está el artículo —dice, y coloca el artículo sobre la mesa. El título, «Espantoso hallazgo en el cementerio», se destaca claramente.

Rufus dirige la mirada del titular al periodista.

—Sí, recuerdo este espantoso caso. ¿Afortunadamente el nombre de Poe no se mencionó entonces?

—Bueno, esto es lo delicado del caso, señor Griswold. Ahora resulta que se ha producido un nuevo asesinato salvaje, aquí en Nueva York. Esta vez fue en un apartamento en la calle Chrystie. Naturalmente, no hay nada que relacione directamente al señor Poe con este crimen. Él estaba en Filadelfia cuando tuvo lugar el asesinato del cementerio; y tampoco hay nadie en la Policía de Nueva York que crea que él tiene algo que ver con este nuevo caso. Pero hay algo que me preocupa, especialmente porque no se encuentra una explicación satisfactoria para el caso. Pienso… en la forma del crimen…, disculpe, no encuentro una manera mejor de decirlo, señor Griswold, y debo aprovechar la oportunidad para, frente a un hombre de letras, rogar comprensión por mi torpe capacidad de expresión. Soy mucho mejor escribiendo.

—Lo está haciendo muy bien, señor Olsen —murmura Rufus, que se recuesta en la silla—. Continúe.

—Mmm. Sí. Sucede, sir, que el crimen de la calle Chrystie incluyó algunos… elementos, por así decirlo, idénticos a los hechos que se describen en una de las novelas del señor Poe.

Cuando Rufus abre la boca, tiene la lengua tan seca que no acierta a emitir una sola palabra. En su lugar asiente con la cabeza, para alentar a Olsen a que continúe. Toma un trago de limonada.

—Se trata de la novela
Los crímenes de la calle Morgue
, ¿la conoce?

—Por supuesto.

—He hablado del tema con los investigadores, largo y tendido, pero no logré convencerlos de que el parecido no es una mera casualidad. Digo «hipotéticamente». Los policías son seres especiales, señor Griswold. Pero tampoco logro calmar mi propia inquietud.

—Es comprensible.

El periodista suspira, aliviado. Entonces toma también él un enorme trago de limonada y apoya el vaso sobre la mesa con un gruñido de satisfacción. Se seca la limonada del bigote.

—Tenía la sensación de que usted me entendería.

—Sí, claro. Cuénteme algo acerca de los cuerpos —dice Rufus.

—Lo sorprendente es, y en esto estábamos de acuerdo con los policías, que la escena del crimen es idéntica, si puedo decirlo así, a la descripción que hace la novela del señor Poe. La mujer más joven estaba colgando de los pies dentro del conducto de la chimenea. La mayor estaba cubierta de arañazos, y la arrojaron afuera desde una ventana. Los muebles estaban volcados. Las puertas y las ventanas estaban trabadas desde dentro.

—Vaya.

—Era un cuadro espantoso. Si usted conoce la novela, debe saber la escena sangrienta de la que le hablo. Lo que me preocupa, sir, es esto. Dejarlo pasar como nada más que una casualidad es difícil de aceptar. Concedo que no existe ninguna prueba que indique que el escritor tiene algo que ver con esto. Sin embargo, también estoy seguro de que hay algo que la Policía ha pasado por alto. No puedo dejar de pensar que hay un lector ahí afuera, un hombre que lee literatura como un salvaje. Un tipo que, desconozco por qué, emula los relatos de Poe y los utiliza como inspiración para sus propios crímenes. Mmm…

Sentados, se miran el uno al otro durante unos segundos. El reportero se pierde en una alucinación, quizá ve frente a sí a las dos mujeres asesinadas, porque su expresión se ensombrece. Rufus está aturdido. Cuando se pone de pie, busca apoyo en la silla.

Una vez más, Rufus agradece al reportero su sinceridad. Finalmente cierra la puerta detrás de él. Ahora está confundido y las lágrimas asoman a sus ojos.

¿Quién es Poe?

¿De qué es culpable?

«Todos somos culpables —murmura para sí—. Todos seremos juzgados. Todos inclinaremos la cabeza ante el Señor».

Pero Poe es más culpable que todos los demás.

Poe

Ostras

Nueva York

E
n el restaurante y sobre la mesa frente a Edgar hay ostras, jamón y unos hermosos huevos poché. Rufus Griswold habla excitado sobre los asesinatos de la calle Chrystie, gesticula con las manos, tiene los ojos muy abiertos y parece un predicador callejero de tercera categoría. Edgar mira las ostras. El editor enrosca los dedos y su mirada se desliza por el rostro de Edgar. Griswold habla acerca de las dos mujeres asesinadas y del trabajo de la Policía, los reportajes de los periódicos y las exhortaciones de san Pablo. Su voz vibra, se eleva y desciende, susurra, lanza exclamaciones breves: «¡Odioso!», «¡Oh, pobrecitas, pobrecitas!…». Al final susurra, casi con un tono algo desesperado:

—¿Qué crees tú, querido amigo?

Pero Edgar sólo observa las ostras.

Se ha convertido en uno de los autores más publicados en Nueva York, su crítica teatral, su poesía, sus artículos y novelas se imprimen en periódicos y revistas. Aun así está condenado y siempre hambriento y tiene deudas permanentes. Una luz sucia cae desde el techo sobre la frente de Griswold. Una arruga profunda se marca entre sus cejas (Edgar no la ha visto antes: debe de ser la expresión que sale después de mucho pensar). El editor cita a san Pablo:

—«¡Por ello, todos y cada uno deben dejar de decir falsedades y han de hablar a su prójimo con la verdad! ¡Porque somos los miembros de cada uno! Si se enojan, no pequen dejando que el sol se ponga sobre su ira. No le dejen sitio al demonio».

Concentrándose en la cara de Griswold —y haciendo oídos sordos al ruido de su discurso—, Edgar puede entender mejor lo que dice. La simpatía y la preocupación se combinan con la ira y la impotencia. La mirada es confusa, tan amenazante como excesiva. Esta noche Griswold no parece estar en armonía consigo mismo.

—¿Sabe algo de los asesinatos de la calle Chrystie? —pregunta Griswold por cuarta vez.

Sí. Algo sabe. Sabe que los asesinatos se basan en sus novelas. Eso sabe. ¿Y qué puede hacer con eso? ¿Debe dejar de escribir, dejar de publicar novelas, renunciar a sus microscópicos ingresos?

Las ostras se contraen en sus conchas, blancas como la leche. Ahora Griswold parece cuestionar la muerte de las dos mujeres, pero en realidad es una prueba para ver cómo reacciona Edgar. Él tiene decidido no decir nada acerca de las muertes. De todos modos, todo lo que diga será utilizado en su contra. Griswold lo escrutina y dice:

—Bueno, ya basta. ¿Cómo le va?

—Oh, me va bien —dice él con calma.

—Bien. Me sorprendí mucho, Poe, cuando oí hablar de las similitudes.

—¿Qué similitudes? —susurra Edgar con gentileza.

—Entre los asesinatos y sus novelas.

—Se habla en todo Nueva York. Cada día aparecen nuevos rumores, más fantásticos y peor intencionados que el día anterior. Yo ya he decidido que hay sólo una manera directa de mantenerse al margen de tanta patraña: cerrar los oídos.

Griswold se muerde el labio inferior. Entonces susurra:

—Pongasé toda la armadura de Dios, así se podrán rechazar los perversos engaños del demonio.

—Estoy cubierto —dice Edgar, y sonríe levemente.

Ahora sus jugos gástricos circulan por todo su abdomen. ¿Acaso el editor no entiende que ya es tiempo de comer? Griswold habla todavía de los rumores, pero Edgar no escucha una palabra de lo que dice. Él se imagina la figura de Rufus Griswold mirando con curiosidad y a través de una ventana al simio que destruye todo dentro del apartamento, las mujeres ya sin vida. Finalmente, Griswold deja caer las manos sobre la mesa y dice:

—Sírvase, le veo hambriento.

Edgar se aclara la garganta y se mueve de atrás adelante en la silla.

—Desgraciadamente, no tengo mucho apetito.

—Pruebe una ostra, están deliciosas.

—No tengo hambre —asegura, y aleja la servilleta.

—Es una pena —dice Griswold, que se sirve la primera ostra—. Le veo muy flaco, Poe, debería probar a comer algo —añade Griswold, preocupado—. No queremos que pierda nada de su magnífica energía.

Edgar pestañea.

—Muchas gracias.

El ruido que el pastor hace al comer le lastima los oídos. Cada vez que lo oye es como si tuviese la boca y la lengua de Griswold dentro de ellos.

Unas horas más tarde está acostado al lado de Sissy. Son las ocho y han tomado juntos un poco de sopa. Está agotado y no quiere escribir. Durante la comida, ella se ha sentido un poco mareada y luego se ha retirado al dormitorio. Después del primer verano en Nueva York, estaba seguro de que Sissy sanaría completamente, pero en el invierno la tos empeoró. Mareos, picos de presión… Él se da cuenta. Sissy no quiere hablar de «eso»; cada vez que alguien comienza a hablar de enfermedades, se pone de pie y sale del cuarto. No quiere ver un médico en su casa, lo único que hacen es empeorar su estado, dice. Edgar aprieta la cara contra su pecho frágil. Sólo quiere adormecerse y despertarse con nuevas fuerzas y nuevo ánimo.

—¿En qué piensas? —le pregunta.

Ella está quieta en la cama junto a él, pero yace como congelada sobre la sábana.

—En nada.

—¿No estás mal?

—Estoy muy bien —dice ella con un desafío en la voz.

Él mira inquisitivo a su esposa.

Su rostro adquiere una seriedad que él no reconoce, hay algo ignoto en ella. ¿Qué es lo que ha experimentado y que él no sabe?

—¿Qué sucede? —le pregunta, y le da un beso y tiene ganas de llorar.

—Nada, nada.

—¿Qué es lo que pasa?

—Nada, te digo.

—Yo sé que hay algo y no sé qué es —dice alarmado.

Ella le vuelve la espalda, tal como hace cuando él se enoja. Van a pasar algunas horas ahora, antes de que pueda hablarle nuevamente.

Cuando se despierta en medio de la noche, tiene un terrible dolor de cabeza. Se tambalea fuera de la cama y va hasta la cocina para beber agua. Bebe un vaso grande. Y otro más. Recuerda las ostras que Griswold comía con gran apetito. Entonces piensa: «¿Qué es Griswold? ¿Un pequeño hipócrita que se ha investido con la armadura de Dios? ¿Acaso bajo su frente oculta un demonio lustroso?». Edgar sabe que no puede confiar en él, pero a pesar de ello siente una vacilante simpatía por el pastor y su mirada.

Encuentra media botella de brandy en la alacena. Bebe un vaso tras otro. Cuando ha bebido cuatro, cierra los ojos, pero continúa bebiendo. Lleva el vaso a sus labios. El líquido se derrama sobre su pecho como una sombra.

Ahora ve frente a él una pequeña iglesia en las afueras de Baltimore, inclinada por el viento, y piensa en un bulto y una mano que arranca una cruz del suelo. Comienza a golpear al bulto que grita, y piensa en el camino rural y en el viento que le azotaba la cara, y en las lágrimas que le caían por las mejillas mientras se encogía bajo un cobertizo al costado del camino y maldecía su propia conciencia.

II

Nueva York-Fordham, 1843-1846

Queda entonces el hecho de que en la vida no se trata de entender bien a las personas de cualquier modo. Es el no entenderlas lo que se llama vivir, no entenderlas y no entenderlas y no entenderlas, y así, al cabo de una escrupulosa consideración, no entenderlas de nuevo. Así es como sabemos que estamos vivos: nos equivocamos.

Philip Roth,

Pastoral americana

Poe

El investigador

Nueva York

-¿S
eñor Poe?

Él no abre la puerta enseguida. Con la oreja pegada a la madera, pregunta:

—¿Quién es?

—¿Señor Poe? ¿Puede usted abrir?

—¿Quién es?

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