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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

La canción de Nora (15 page)

BOOK: La canción de Nora
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Cuando volvió en sí y miró a su alrededor, todo el mundo en la piscina iba a su rollo, sin reparar demasiado en los demás.

Otto buceaba por debajo de la superficie, aguantando sin respirar lo que a Nora le parecían larguísimos minutos.

Carlota flotaba encima de una colchoneta y se metía en la boca chicles de un paquete que había encontrado por ahí, intentando hacer la mayor pompa de la historia y encontrándose con serios problemas para despegarse los restos de chicle del pelo.

Bea y Lola se acariciaban el cabello la una a la otra y se miraban a los ojos con la frente y la nariz pegadas, como intentando de alguna manera mirar dentro del cerebro de la otra, usando los iris como el ojo de una cerradura que te permite ver lo que hay al otro lado: ideas, sensaciones y pensamientos, en este caso.

Otto salió del agua chorreando y canturreando una extraña melodía, entró a la casa y estuvo toqueteando un equipo hasta que consiguió que la música sonara en el jardín. Una canción pop llena de armonías y melodías acompañadas por una voz que parecía la de un hada o un ángel, o las dos cosas a la vez, y que Nora no supo localizar en el disco duro de su memoria.

Carlota se sentó en la colchoneta y empezó a cantar, en voz baja primero, pero cada vez más alto. Con la espalda erguida, el cabello rubio mojado, la piel morena y la cara mirando hacia el cielo, desnuda, era un espectáculo impresionante. Nora volvió a pensar, por enésima vez ese día, que su amiga era la mujer más guapa sobre la faz de la tierra.

Mientras, sentadas en las escaleras de la piscina, Bea y Lola se besaban, ajenas a todo. Se besaban en las mejillas, en los labios, en el pelo, en el pecho y en el cuello, se miraban con cara de deseo, sus ojos decían «cómeme». Lola se sentó encima de Bea y esta cogió uno de sus pezones y se lo metió en la boca. Otto parecía muy interesado en la escena, y las miraba a un par de metros de distancia, dentro del agua, con cara de curiosidad más que de nada relacionado con lo sexual.

Nora —que también se había hecho con una colchoneta y flotaba boca abajo con los brazos dentro del agua— estaba bastante sorprendida de lo sueltas que estaban sus amigas, pero lo que la noqueó completamente fue ver la cara que ponía Carlota mientras las miraba. Carlota parecía hipnotizada por sus amigas, no podía apartar la mirada de ellas. Se mordía un poco el labio inferior y ponía la cara que Nora creía que debía de poner cuando veía porno, aunque nunca la había pillado en una situación parecida. Remando con las manos, Nora llegó a la colchoneta de su amiga y la tiró al agua, en parte por ganas de molestar y en parte porque le estaba incomodando ligeramente su actitud.

En un segundo Carlota tumbó también su colchoneta y le hizo una ahogadilla. Después se puso frente a ella y, con una expresión muy seria, le lanzó una pregunta bomba.

—Nora, ¿tú alguna vez has estado con una tía? Estar-estar, quiero decir. No besos ni hacer el tonto y tocarse un poco las tetas por encima en un club. Para que nos entendamos: ¿has visto alguna vez un coño de cerca?

Nora se contagió de la gravedad de su amiga, tomándose la pregunta muy en serio.

—La verdad es que no, nunca. Como dices, he besado a alguna chica y me he puesto bastante cachonda haciéndolo, pero cuando he ido a más siempre me ha dado corte, o le ha dado corte a ella, y lo hemos dejado ahí. Pero tengo mucha curiosidad, me encantaría probarlo…

Sin darle tiempo a terminar la frase, Carlota le puso una mano en el pecho y le dio un beso en los labios. A Nora se le abrieron tanto los ojos que creyó que se le iban a caer. De todas las cosas poco probables que había fabulado que le podían pasar en su vida, esta estaba entre follarse a Viggo Mortensen en el lavabo de un avión y que Brad Pitt le pidiera matrimonio.

Dejó pasar unos segundos para ver si su amiga se reía, la llamaba idiota y le daba una colleja o algo así, pero eso no pasó. Su mano derecha seguía pegada a su pecho izquierdo —aunque un tanto rígida—, tocando levemente el pezón con el dedo pulgar.

Pasó medio minuto, un minuto, ¿dos minutos, tal vez? Carlota ni avanzaba ni retrocedía, tal vez esperando a que su amiga diera el siguiente paso.

Y Nora, curiosa por naturaleza, lo dio. Y lo hizo poniendo su mano derecha en el pecho izquierdo de Carlota.

Y así permanecieron durante unos segundos más, como una suerte de estatua renacentista. Dos cuerpos femeninos perfectos a su manera —a la par que diferentes— conectados en una especie de extraño ritual demasiado casto para ser considerado como algo sexual, más bien como si estuvieran escuchando los latidos de su corazón o haciéndose algún tipo de confidencia.

Un rumor de agua revuelta las hizo salir de su trance. Otto —que ya no podía seguir mirando a Bea y Lola porque se estaban yendo en busca de un lugar más discreto para seguir con sus arrumacos, un poco incómodas con tanto acontecimiento extraño a su alrededor— se acercaba a ellas con una cerveza en la mano.

Cuando llegó a la altura de las dos amigas —ni Nora ni Carlota se habían movido desde lo que parecía una eternidad, excepto para girar las cabezas hacia Otto—, besó primero a una y después a la otra. Un segundo más tarde, cogió suavemente las cabezas de ambas y las acercó para que se besaran entre ellas.

Y ese fue el empujón definitivo que necesitaban.

Se besaron al principio con más curiosidad que lascivia. Se notaba que les daba un cierto reparo, y el cerebro de Nora estaba racionalizando la situación más de lo que le hubiera gustado.

Sus pensamientos iban del peor escenario posible («¿y si después de esto nos vemos raras y dejamos de ser amigas?») al mejor («mejor con ella que con otra, nos queremos, ¿por qué no?»), y vuelta a empezar. Tal vez por eso no se acababa de centrar en la realidad: Carlota y ella —y, seguramente, también Otto, que no parecía tener intenciones de quedarse sin su parte— estaban a punto de tener una sesión de sexo.

Otto puso una mano en las nalgas de Nora y otra en las de Carlota, invitándolas de nuevo a acercarse, y empezó a besar en el cuello a la pelirroja. Carlota tenía una mano en cada pecho de su amiga, y se acercó a mordisquearle un pezón. Nora optó por cerrar los ojos, «por lo menos al principio», y concentrarse en ella misma a ver qué pasaba. Acercó su estómago al de su amiga (las manos de Otto en sus respectivos culos tampoco les dejaban mucha opción) y se dejó llevar.

Besó a Otto, besó a Carlota, Carlota besó a Otto.

Se tocaron, se acariciaron, se mordieron, y cada vez que lo hacían, todo parecía más natural y menos tenso. El estado en el que se encontraba hacía que el contacto con la piel ajena —sobre todo la de Carlota, tan suave— fuera especialmente placentero.

Nora sintió que se estaba poniendo muy caliente, y por la manera en la que empezaban a subir de tono sus compañeros de juegos —unos lametones que se convertían en mordiscos cada vez más fuertes, algún ronroneo o unos dedos que rozaban la zona púbica—, se dio cuenta de que ellos también estaban empezando a ir en serio.

Carlota la empujó contra la pared de la piscina y aprovechó la falta de gravedad que el agua le proporcionaba para rodear su cintura con sus piernas. Nora cogió las nalgas perfectas de Carlota con las manos, y la acercó todavía más a sí misma. Al ser más alta que ella, sus pechos quedaban bastante cerca de su cara, y no tuvo que hacer grandes esfuerzos para lamerlos con cada vez más lascivia.

Los lamió y los mordió mientras Carlota le cogía la cabeza y jadeaba ya con una cierta urgencia. Otto había aceptado, al menos temporalmente, su condición de
voyeur
, y estaba muy cerca pero sin participar, disfrutando de lo que veía y acariciándose bajo el agua. Su aspecto de Adonis del siglo XXI se potenciaba cuando las gotas se deslizaban por los músculos de su pecho y su abdomen, tan perfecto que parecía fruto de las manos de un escultor y no de la propia naturaleza.

Nora deslizó unos centímetros su mano derecha y llegó al pubis de Carlota, perfectamente depilado. Lo acarició levemente, por encima, sin decidirse a ir más allá pese a que su amiga parecía encantada con sus avances.

De repente, se dio cuenta de lo que estaba a punto de hacer. El último de los escenarios posibles estaba a la vuelta de la esquina, y ya no le parecía tan buena idea.

—Tócame, por favor. Me muero de ganas. Eres tan guapa, tan sexy… —le dijo con una voz un par de notas más grave de lo habitual.

Los dedos de Nora se deslizaron hasta el sexo de su amiga, totalmente expuesto por la postura en la que esta estaba, e iniciaron una ronda de reconocimiento. Era la primera vez que Nora tocaba un sexo femenino que no fuera el suyo, y la sensación era muy extraña, tan familiar y tan diferente a la vez…

En ese preciso instante, Nora se dio cuenta de que ese no era ni el momento ni el lugar en el que quería estar, ni Carlota y Otto las personas con las que quería compartir esos momentos.

—Yo… no… un momento… ¡tengo que ir al baño!

Desenroscó las piernas de Carlota de alrededor de su cintura y, directamente, se la puso encima a Otto, que la cogió encantado entre sus fuertes brazos tatuados. Se besaron lascivamente desde el primer instante y, mientras entraba en la casa envolviéndose en un pareo que había encima de una tumbona, vio cómo Carlota le metía los dedos en la boca.

Recorrió la casa buscando su bolso, y con él su teléfono. Cuando lo encontró, había un nuevo sms por leer: «Feliz noche de San Juan, pelo de fuego. Tengo mucho que contarte, ¡nos vemos pronto! Matías».

Sin pensárselo ni un momento, le dio al botón de llamada, dispuesta a quemar las naves y la armada entera si era necesario.

Teléfono desconectado o fuera de cobertura.

Bastante lógico, teniendo en cuenta que en Buenos Aires eran las cuatro de la mañana, pensó haciendo un cálculo rápido. Pero necesitaba hablar con alguien, necesitaba saber que alguien la quería, que era importante para alguien,
muy
importante, necesitaba ser lo más importante del mundo, y también hacerle saber a alguien lo importante que él era para ella.

«¿Qué me pasa? Menudo lío tengo…», pensó, sin entender mucho sus propios actos. El paso siguiente, todavía más incomprensible, fue marcar el teléfono de Dalmau.

Un timbrazo.

Dos timbrazos.

Tres timbrazos.

Cuando ya iba a cortar la comunicación, el buzón de voz respondió al otro lado de la línea: «Hola, soy Xavier Dalmau. En estos momentos no puedo atenderte. Por favor, deja tu mensaje y me pondré en contacto contigo tan pronto como pueda».

Y Nora dejó un mensaje: «Hola, Xavi, soy Nora. Perdona que te llame tan pronto, no te preocupes, no ha pasado nada, estoy bien. Supongo. Bueno, quiero decir que no ha pasado nada grave, ni un accidente ni nada de eso… Yo… yo te llamaba solo para decirte que te echo mucho de menos, y que eres muy importante para mí, y que sé que no te lo digo nunca, pero que aunque no te lo haya dicho nunca, yo… bueno, que a veces soy un poco seca, pero eso es porque soy sueca, no soy tan latina como tú. El caso es que estoy de vacaciones y un poco borracha y me he dado cuenta de que pienso mucho en ti, y que ahora mismo me encantaría abrazarte y estar contigo y, bueno… no sé si esa puta rusa sigue contigo, claro… pero, bueno… que te quiero… y que te echo de menos… y…».

Incapaz de entender por qué había dicho eso, ni qué podía hacer ya para pararlo, colgó el teléfono.

«¿Qué… qué hostias acabo de hacer? ¿Qué me pasa? ¿Por qué he hecho esto?». No sabía si estaba más sorprendida o enfadada consigo misma.

Cuando volvió a la piscina a buscar compañía y consuelo, vio que Carlota y Otto todavía se estaban besando, mientras se tocaban con furia. Otto se acercó a besarla, y después Carlota hizo lo propio, pero Nora no estaba demasiado por la labor y los rechazó, con toda la amabilidad que pudo.

No parecieron muy afectados, y siguieron a lo suyo, saliendo del agua e instalándose en una enorme cama balinesa que presidía el jardín.

Carlota se puso a cuatro patas, con la cabeza agachada. En esa posición podría notar cómo Otto llenaba cada centímetro de su sexo, y se notaba en su mirada que la idea la estaba poniendo muy cachonda otra vez. Miró a Otto por encima del hombro y este no dudó un segundo en aceptar la invitación. En menos de cinco segundos la embistió hasta el fondo.

Una vez.

Dos veces.

Tres veces.

Las siguientes embestidas fueron más suaves, y se notaba que permitían a Carlota disfrutar de la sensación de ser penetrada poco a poco. Cuando el ritmo de su amante y el suyo se volvieron uno solo, Carlota empezó a gemir suavemente. Llevó su mano derecha hasta su clítoris —aunque eso hacía que su cara se apoyara en la cama de una manera un tanto forzada— y se acarició hasta correrse de manera relativamente silenciosa.

Había tanta energía sexual en ellos en ese preciso momento que casi se podía oír un zumbido como el que emiten los fluorescentes.

Unos segundos antes de llegar al orgasmo Carlota, que la estaba mirando directamente con una sonrisa desafiante en los labios, se metió dos dedos en la boca, lo que hizo que Nora fuera perfectamente consciente de su condición de
voyeur
, y se sintiera por primera vez ligeramente incómoda.

Unos minutos más tarde Carlota gritó, y Otto dijo algo en alemán. Después los dos se desplomaron, agotados. Uno al lado del otro. Jóvenes, furiosos, agotados y a la vez con ganas de más. Nora, después de pensar cuál era el siguiente paso, qué tenía que hacer ahora, qué le diría a Carlota y cómo reaccionaría esta, se quedó dormida en su tumbona como un bebé.

Cuando se despertó, Otto no estaba, y dentro de la casa salía el canturreo de una voz masculina que desafinaba con un tema que podía fácilmente ser de Guns N'Roses, de AC/DC o vete tú a saber. Carlota fumaba y miraba al cielo. Seguía desnuda, nunca le había dado ningún pudor enseñar su cuerpo. Nora estaba cubierta por el pareo con el que se había tapado horas antes. El silencio entre ambas era tenso, casi violento. Nora buscó la mirada de su amiga en varias ocasiones, pero esta la evitaba, fingiendo no darse cuenta de su búsqueda de contacto visual.

Por primera vez en todo el día, Nora se preguntó qué hora sería. Estaba poniéndose el sol, así que debían de ser las ocho de la tarde, con lo que llevaban unas doce horas en casa de Otto.

—¿Volvemos a casa? —preguntó Nora, con miedo de la posible respuesta.

—Yo me voy a quedar un rato más, mientras dormías Otto me ha dicho que si me apetecía salir a cenar y le he dicho que sí. Ve tirando tú si quieres, ya nos veremos más tarde.

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