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Authors: Erika Lust

Tags: #Erótico

La canción de Nora (25 page)

BOOK: La canción de Nora
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—¿Estás lista para empezar o necesitas más café? —preguntó Matías, socarrón—. Los demás llevan ya un buen rato dentro.

Pidiendo perdón de nuevo por el retraso, Nora entró en la sala y dedicó las siguientes diez horas a cuadrar escenas, minutajes y música para convertir esas escenas sueltas en la historia que ella quería contar. Vio a Lola en una de las pantallas y sonrió, reconfortada de alguna manera por su presencia.

Escoger a su amiga para encarnar a la hermana mayor de una de las protagonistas de la película, la dueña del piso donde todos vivían que terminaba por hacer un poco el rol de madre de los chicos —aunque solo se llevaban cuatro años—, había sido un auténtico acierto. El personaje se parecía mucho a ella, tenía tanto de su candidez y de su dulzura que Nora le propuso que por lo menos hiciera la prueba, para ver si funcionaba. El director de
casting
lo vio claro desde el primer momento, y Lola resultó ser una actriz capaz de cubrir todos los registros a pesar de no tener ningún tipo de formación. Ella todavía no se lo creía, y enamoró a todo el equipo con su naturalidad y esa facilidad que tenía para hacer sentir a la gente como en casa.

Algo que había sido de mucha utilidad en ese rodaje, en el que no todo el mundo se lo puso tan fácil a Nora. Todavía se ponía de los nervios cada vez que recordaba las exigencias de esa cantante de pop inglesa que pusieron en el papel de estudiante de Erasmus. Desde el primer día dejó claro que ella estaba en otra liga, y pidió un camerino para ella sola, el doble de grande que los que compartían otros actores y actrices. Esa fue solo la primera de una lista de exigencias a cual más absurda. Aunque tenía apenas veinte años, sus gustos eran los de una diva de la época del Hollywood dorado.

Rosas blancas recién cortadas, un perfume importado como ambientador y un batido preparado al momento con más de diez ingredientes cada vez que ella lo pidiera eran algunas de las excentricidades que su agente había pedido por escrito. No hace falta decir que casi nadie podía verla, y el resto del reparto, jóvenes y con ganas de reírse, no se cortaba un pelo a la hora de hacerle bromas pesadas que a veces entorpecían el ritmo de trabajo, ya que ella reaccionaba con unas rabietas considerables de las de «no pienso rodar con estos idiotas».

A Nora tampoco le gustaba su costumbre de dejarse caer encima de los miembros del equipo mientras se reía como una auténtica imbécil y gritaba «
oooohhh, myyyy goooosh
», especialmente porque solía hacerlo con Matías, al que le hacía algo más que ojitos.

Igual de molesto, pero por otros motivos, resultó ser una joven promesa del teatro musical, un chico que había dejado boquiabiertos a los críticos especializados, pero que no resultó igual de bien en plató que en el escenario. Era patológicamente tímido —algo que le iba bien a su personaje, que tampoco es que fuera la alegría de la huerta—, y el día que le tocó interpretar una escena de cama se desmayó a causa de los nervios.

Tres tilas, dos chocolatinas y un día después, consiguieron rodar por fin la escena con éxito. Cuando el equipo al completo le aplaudió, al acabar, el chico se desmayó de nuevo. Tardaron media hora en hacer que dejara de hiperventilar.

En general, el rodaje de una película era una especie de montaña rusa emocional en la que un día todo iba bien y al siguiente todo se iba, en un minuto, a la mierda. Había que tener una gran capacidad de reacción, de improvisación y mucho temple para llevarlo con dignidad, y la experiencia, como en todo, también ayudaba. A ese nivel tenía mucho que agradecerle a Matías, para quien este no era ni mucho menos el primer largo. Siempre estaba a su lado y la apoyaba, especialmente en los momentos más difíciles. La tensión de los primeros días de estar juntos se fue convirtiendo poco a poco en camaradería y las pausas para cafés las usaban para que Matías aconsejara a Nora en los aspectos en los que ella no estaba del todo segura de qué decisiones tomar.

Momentos complicados los hubo, y muchos. Pero esa fase ya había quedado atrás, y ahora tocaba acabar con el montaje y dejar de pensar en lo que ya no se podía arreglar a no ser que pudieras viajar en el tiempo o hubiera tiempo y dinero para volver a rodar algunas escenas.

Tras una jornada maratoniana más, Nora se despidió de sus compañeros, llamó a Xavi para decirle que ya iba hacia casa y que necesitaba un baño (tenía claro que si esa noche no dormía, se moriría literalmente de agotamiento, una posibilidad que existía y sobre la que había indagado mucho por internet en los últimos tiempos) y acostarse pronto.

Una cena recalentada frente a la tele, el ansiado baño y una breve conversación sobre cómo les había ido el día, y Nora y Xavi se metieron en la cama, cada uno en su lado y cada uno con su libro.

Antes de poder pasar la segunda página, Nora se quedó sopa con el pesado volumen encima del pecho. Durmió durante ocho horas con las setecientas páginas —y las tapas en cartoné plastificado— encima, sin moverse ni una sola vez, y cuando despertó el mundo tenía otro color.

Por primera vez en muchos meses (¿años, tal vez?), renunció a sus dos cafés matutinos y desayunó tostadas con mantequilla, mermelada y dos vasos de zumo de naranja. Mientras engullía grandes bocados, habló por los codos con Xavi, que la miraba con cara de no acabar de entender qué le pasaba, pero con miedo a romper la magia si preguntaba, y que volviera la Nora malhumorada que le acompañaba últimamente por las mañanas.

Salió de casa con tanta antelación que fue andando a la sala de edición y, a pesar de eso, llegó la primera. Eso acabó de ponerle de buen humor, le parecía una buena manera de compensar lo que había pasado el día anterior y de dejar claro su propósito de enmienda y de que aquello no volvería a pasar. Además le esperaba un día duro, tenían que rematar una escena en la que, en una secuencia de vídeos de corta duración mezclados con foto fija, una de las protagonistas (la «diva Erasmus», en concreto) mostraba cómo había sido un viaje de una semana a su Londres natal. Aprovechó que había un ordenador encendido en la sala para chequear su correo y borrar varios mails que le proponían alargar su pene con pastillas milagrosas azules y hacerse de oro prestando dinero a un inversor senegalés.

Unos minutos después llegó Matías.

Nora siempre se ponía nerviosa cuando estaban a solas, era una reacción que no podía evitar. Le saludó, simulando que justo salía a buscar un café y cruzando los dedos para que no se ofreciera a acompañarla.

Lo hizo, claro. Y mientras sorbían dos brebajes infames del bar de la esquina tuvieron diez minutos de conversación sobre tópicos mundiales de ayer y hoy, como el tiempo, el fútbol y las elecciones estadounidenses.

Cuando se ofreció a pagar los cafés, le puso la mano en el hombro, en un gesto que a Nora no le pasó desapercibido. Excepto por los dos besos de rigor de sus encuentros «sociales» (en el trabajo se saludaban con una sacudida de cabeza), prácticamente no habían vuelto a tocarse desde la fatídica cena. Ambos lo evitaban.

Nora aceptó la invitación y se adelantó con la excusa de ir al baño. Cuando entró, el espejo le confirmó lo que ya sabía: tenía las mejillas rojas, la cara caliente, su corazón latía deprisa y sentía excitación entre las piernas. El contacto con Matías, por leve que fuera, seguía despertando algo, o, mejor dicho, mucho, en ella.

Y eso le daba rabia y miedo a partes iguales.

Cuando entró en la sala, ya había llegado todo el mundo, y poco a poco se olvidó de la anécdota y de lo que había provocado en ella. Aunque Nora estaba brillante y descansada ese día, la comunicación con el editor estaba siendo también especialmente difícil, y les costó mucho tiempo y energía terminar la mayoría del trabajo programado. A esa sensación de torpeza había que sumarle el hecho de que era viernes, y el espíritu de todos los presentes, que mezclaba ganas de fiesta y cansancio a partes iguales.

A las ocho y media pasadas, todo el mundo empezó a mirar sus relojes, a hacer llamadas y a enviar mensajes de texto, y Nora decidió dar la sesión por terminada. «De esto ya no va a salir nada bueno», se resignó.

Mientras todos se ponían las chaquetas, cogían sus trastos y se contaban los planes para el fin de semana, Nora decidió quedarse un rato más para revisar el material de la escena del viaje. Total, era imposible que tuviera la suerte de dormir dos noches seguidas, y Xavi le había avisado un rato antes de que iba a cenar con unos amigos que a Nora le caían especialmente mal, así que poca cosa tenía que hacer aparte de adelantar trabajo.

Cuando les dijo a sus compañeros que ella se quedaba, algunos aceleraron el paso para simular que no lo habían oído, otros se ofrecieron titubeantes para ayudarla y solo uno de ellos se quitó la chaqueta y volvió a sentarse en su sillón.

Y ese alguien fue Matías.

Cuando los demás, aliviados, se marcharon corriendo antes de que cambiara de opinión, Nora se planteó decir que se lo había pensado mejor y salir corriendo, ahora que aún estaba a tiempo.

Pero no lo hizo. Empezaron a buscar los archivos y abrirlos, seleccionando algunos de los casi cuarenta miniclips y treinta fotos fijas que compondrían la escena. Para ayudarlos a ambientarse, Nora cogió su iPod, lo conectó al altavoz y puso la canción que ponía la banda sonora a ese fragmento de la película,
London Calling
. A Nora le encantaba The Clash y se dejó llevar por la música, concentrada en su misión de selectora de imágenes al cien por cien. No se dio cuenta de que la canción llevaba una hora y media sonando en modo
repeat
hasta que Matías le suplicó por favor que la quitara, «por el bien de su salud mental».

—Podríamos pedir algo de comer, si vamos a seguir con esto —sugirió aprovechando el silencio que tanto necesitaba—. Conozco una buena pizzería argentina que sirve a domicilio, ¿te parece?

Nora no pudo decir que no —ni quiso, porque se estaba muriendo de hambre hacía ya rato— y poco más de media hora después tenían en la mesa dos pizzas
alla diavola
y una botella de tinto peleón. Se dedicaron a ambas cosas con ganas, y en pocos minutos habían dado buena cuenta de la comida y le habían atizado una buena sacudida a la botella. Y cuando Nora creía que el temible momento en el que tenía que hablar con Matías de algo que fuera más allá del trabajo o el jajajá-jijijí había llegado, sonó su móvil.

«Como si tuviera línea directa con la Santísima Providencia», pensó aliviada. Pero no era Dios, sino Xavi, que, con un tono levemente alegre que evidenciaba que había bebido unas copas, le preguntaba si quería dar por finalizada la jornada laboral y que la pasara a buscar para ir a tomar algo.

En parte por pereza, en parte porque quería acabar de seleccionar el material, declinó la invitación lo más amablemente que pudo y le dijo que se divirtiera y que ya se verían en casa.

—Vale. Adiós, te quiero —respondió Dalmau. Era la primera vez que le decía algo así por teléfono (tampoco es que se lo dijera mucho en directo, tal vez porque ella no se lo había dicho jamás) y Nora se preguntó si Xavi sabría con quién estaba, aunque no se le ocurría cómo podría haberlo adivinado y tampoco había hecho ningún comentario al respecto. Cuando colgó se quedó un poco tocada, como pensativa.

—¿Era Xavi? ¿Todo bien? —quiso saber Matías, que normalmente no solía indagar sobre su vida personal.

—Sí, era él. Sí, sí, todo bien. No sé a qué te refieres cuando me preguntas si «todo bien». Bueno, supongo que va bien. Algunas veces tengo la sensación de que sí, y otras… Bueno, otras…

El vino estaba empezando a soltarle la lengua, y Nora no tenía nada claro que fuera una buena idea.

Matías no le dejó seguir hablando.

—Nora, escucha… Hay algo que te quiero decir… Es que fui un idiota. Es decir, no lo fui, lo soy. Aunque ya sé que es demasiado tarde, y que no hay nada que pueda hacer ya. Nada bueno, quiero decir. Y ni siquiera voy a intentar arreglarlo, porque cuando quiero a alguien siempre la cago de las peores maneras posibles. Y contigo lo hice de la peor de las peores. Fui una auténtica basura. Y aún no sé por qué. Lo he pensado casi cada día desde entonces, y todavía no tengo la respuesta.

A Nora casi se le paró el corazón. Se esperaba cualquier cosa menos esa declaración, ese mea culpa improvisado que por un lado parecía sincero, pero por otro tampoco los llevaba a ningún sitio. Y tampoco supo qué responder.

Se puso de pie, dispuesta a irse. Localizó con la mirada su bolso y su chaqueta, y fue hacia ellos. Su mente le decía: «No seas tonta, no es de fiar, ya lo sabes…» y «Xavi no se merece esto, de ninguna manera, jamás». Pero su cuerpo le insistía: «Quiero follarme a Matías ahora, ¡ahora mismo!».

Y Nora reculó, y se volvió a sentar. Siempre había querido una explicación, creía que la merecía. Y ahora que se la habían puesto en bandeja, se dio cuenta de que no sabía qué hacer con ella.

Matías interpretó su silencio como una invitación, y se acercó a ella. Se sentó en la silla de al lado y la abrazó, adoptando ambos una postura bastante ridícula e incómoda. Dos personas abrazadas y encaradas, sentadas cada una en una silla, con el torso inclinado hacia delante.

El contacto del pecho de Matías contra el suyo le hizo revivir la sensación que le había provocado esa misma mañana al ponerle la mano en el hombro, pero multiplicada por diez.

O por cien.

Tal vez por mil.

Se zafó del incómodo abrazo y se sentó a horcajadas encima de Matías, y le besó apasionadamente durante más de cinco minutos. Se habían encontrado, ya no pensaban. Nora aspiraba con placer el aroma de su cabello, abrazaba su espalda fuerte y tocaba esos hombros que siempre le habían encantado. Repasó su trapecio con la punta de los dedos, mientras él le acariciaba la nuca y el cuello.

Luego se abrazaron despacio e intensamente, como una pareja de enamorados que llevan mucho (demasiado) tiempo lejos el uno del otro.

Cuando Matías la tocaba, Nora se sentía como en otro planeta. Como si la hubieran puesto en órbita, como si estuviera viajando a la velocidad de la luz y muchas otras sensaciones que no sabía ni quería describir.

El tiempo se paraba y a la vez se aceleraba. Ese tipo de sensaciones absurdas e inconexas que causan las emociones fuertes y, en menor medida, algunas drogas que intentan imitarlas.

Nora no sabría decir cómo había sido el proceso, pero de cintura para abajo solo llevaba unas braguitas (hubiera jurado que antes llevaba también unos vaqueros) y su camisa estaba completamente desabrochada. Matías, que seguía sentado debajo de ella, tenía el torso al descubierto, pero todavía llevaba los pantalones puestos. Le besaba el cuello y el pecho, mirándola como si fuera la única mujer sobre la faz de la tierra. Tocaba sus pezones suavemente y después de los metía en la boca con delicadeza. Rozaba su sexo por encima de sus braguitas, en un gesto que recordó a Nora sus primeros escarceos adolescentes y que, de repente, la puso muy caliente y le dio, como le pasaba cuando tenía quince años, ganas de sentir algo dentro de ella.

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